—No te pongas nervioso. —El redactor jefe volvía a adivinar otra vez el pensamiento de su subordinado—. Tengo que hablar contigo, es algo importante. Musa sólo ha venido para verme y echar un trago. Está muy bien que os hayáis conocido. Os seréis útiles el uno al otro. Resumiendo: se me ha ocurrido un brindis. Servid la última.
Saveliy hizo ademán de ir a servir, pero esta vez el «hermano» hizo una mueca muy concreta, como diciendo: «Permíteme, ahora me toca a mí», y con un movimiento experto llenó las copas.
Pushkov-Riltsev, sosteniendo la copa entre sus dedos nudosos y ligeramente temblorosos, miró a Musa con gran afecto y después a Saveliy atenta y severamente.
—Mañana, colegas, mi revista cumplirá treinta años. Mañana habrá un banquete y todas esas cosas. Pero ha dado la casualidad de que hemos empezado a celebrar el aniversario desde hoy. Yo hace tiempo que cumplí los cien años y odio los aniversarios. Pero esta fecha es motivo de una gran fiesta. Cuando me acuerdo de cómo empecé se me encoge el estómago. Los primeros tres números los escribí yo solo, desde la primera columna hasta la última. Con ocho seudónimos. Nadie creía que yo fuera capaz de crear una revista que no iba a hablar de las estrellas de la gran pantalla, sino de los que trabajan de verdad. Desde entonces he sacado trescientos sesenta números, he hecho famosas en todo el país a mil quinientas personas, las mejores. ¡Gente de provecho y con ideas! Ingenieros, médicos, pedagogos, pintores, creadores. Ahora parece que no hay nada que crear para los rusos. Todo está creado desde hace tiempo. ¡Hay todo lo que quieras, puedes comer hasta explotar! Prosperidad absoluta, riqueza sin esfuerzo, comodidad psicológica personal y mierdas como ésa. Pero a mí no me gustan las cosas sin esfuerzo. Me decían: «No pongas en la portada a ingenieros, no pongas inventores, tienen cara de angustia, la piel ajada, tienen arrugas, un corte de pelo horrible…». Pero yo los puse, y resultó que tenía razón. Bebamos por aquellos que hacen cosas, sin importar cuáles sean.
«¿Qué es lo que no le gusta de la comodidad psicológica personal? —pensó Saveliy, encogiéndose por dentro y obligándose a tragar el vodka—. Una copa más y esto se convertirá en una catástrofe.»
Para alivio suyo, inmediatamente después del brindis, Musa suspiró y se puso de pie. Tenía una planta imponente.
—Te acompaño —farfulló el jefe, mascando una aceituna, y ambos «hermanos» se pusieron en movimiento y desaparecieron tras la puerta, dejándola medio abierta. A los oídos de Saveliy llegaron fragmentos de frases de despedida, todas ellas pronunciadas en la cultivada jerga de los primeros pisos.
Al volver, Pushkov-Riltsev anunció:
—Pues yo bebería un poco más.
«No lo dudo», pensó Hertz para sus adentros.
El anciano sonrió despreocupadamente:
—¿Sabes? Yo puedo meterme de una vez dos litros entre pecho y espalda. Tengo el estómago de plástico, y los riñones y el hígado también. Y lo más importante: no tengo que preocuparme de que me sostengan las piernas. No sabes lo lista que es esta zorra —dijo el viejo, dando unos golpecitos con los dedos en los brazos de su silla de ruedas—. Aprieto un botón y ella va por sí sola en automático al cuarto de baño y me inclina encima del inodoro para, quiero decir… Bueno, ya me has entendido…
—Sí —respondió educadamente Saveliy.
El anciano quería decir algo más, incluso llegó a abrir la boca, pero se lo impidió el ruido de un helicóptero que pasaba volando cerca de las ventanas: un chino más que volvía a su casa después de haber cenado en el fastuoso restaurante Fanzé, o en el Yan-Tsi, o en La Gran Muralla, o en cualquier otro club privado donde los vástagos de las familias más ricas del enclave chinosiberiano apostaban millones jugando al mahjong.
Pushkov-Riltsev movió la cabeza a un lado y a otro:
—Imagínate, Saveliy. Recuerdo los tiempos en que no había ni hierba ni pisos cien. Yo vivía en el cuarto de un edificio de nueve pisos, y me sentía de maravilla. Y ese edificio era el más alto de la ciudad. Es verdad que la ciudad no se llamaba Moscú, tenía otro nombre. Entonces había otras ciudades, aparte de Moscú… Lo que te quiero decir es que el hombre no está hecho para vivir en el cielo. Dios nos creó para que anduviéramos sobre la tierra. Y para que miremos el mundo desde nuestra propia altura. Cuando me cambié de casa al piso cuarenta y cinco, tenía la sensación de que iba como en un avión. Me despertaba y me volvía a dormir con una sensación de estar esperando: «¿Cuándo coño me van a decir que me abroche el cinturón de seguridad porque nos disponemos a aterrizar?».
Saveliy esperó pacientemente a que concluyeran los nostálgicos preludios. A él le ocurría justamente lo contrario cuando estaba abajo, al pie de las torres de cien pisos. Sentía malestar e incluso angustia. «Está claro que el patriarca no tiene razón. Dios creó al hombre no para que viva solo a ras de tierra, sino para que pueda vivir en todas partes, lo mismo arriba que abajo, bajo el agua o encima de las nubes. En la Luna e incluso más allá.»
—Veo que no estás de acuerdo —observó quejumbroso Pushkov-Riltsev—. Bueno, ya volveremos a hablar del tema de para qué nos creó Dios. ¿Estás preparado para escuchar algo muy importante?
—Preparado —respondió Saveliy.
El redactor jefe entrecerró los párpados, apretó un botón y trazó un círculo con su silla de ruedas alrededor de la habitación. El motor de la silla zumbada levemente.
—Mañana, durante el banquete, voy a anunciar que me voy. Estoy viejo, cansado y además soy un inválido. Ya es hora de que me vaya al columbario. Tú dirigirás la revista.
La sorpresa hizo que Saveliy casi se desmayara. El viejo lo taladró con la mirada. Sin duda le había clavado una bayoneta dentada y estaba revolviendo en la herida.
—¿Por qué yo?
—Es mi decisión.
—Pero usted no me ha preguntado si estoy de acuerdo.
—¿Para qué? Me habrías contestado que no quieres.
—Sí, le habría respondido que no quiero.
—Eres el único que puede dirigir este negocio.
—A mí me parecía que Prizhunov…
—¡Que le den por el culo a Prizhunov! —graznó, enojado, el redactor jefe—. ¡A Prihunov le gusta demasiado el poder! ¡Y la gente que ama demasiado el poder no debe tenerlo! Se convierten en tiranos y destruyen todo lo que tienen bajo su mando. Sólo puedes ser tú, Saveliy. Sólo tú.
Hertz movió la cabeza de lado a lado.
—No estoy preparado.
—Tienes cincuenta años —dijo el anciano en voz baja pero furioso—. Ya es hora de que crezcas.
—Que crezca la hierba. Yo sólo quiero vivir, y punto.
—Es imposible «sólo vivir», querido mío. Una persona no debe «sólo vivir, y punto».
—Nadie debe nada a nadie.
Pushkov-Riltsev volvió a apretar el botón y movió la silla de ruedas para situarse lo más cerca posible de Saveliy.
—Chico, ya es hora de que dejes de repetir esos lemas para idiotas hartos de comer.
—Todo el país repite esos lemas.
—Tú no sabes nada de este país, Saveliy. Tienes que entender de una vez que no hay seres más ingenuos e ignorantes que los periodistas profesionales. Todos y cada uno de vosotros creéis que lo entendéis todo, y por eso, en realidad, no entendéis ni jota.
—Si no entiendo ni jota —manifestó Saveliy, sintiendo que lo habían herido en lo más profundo—, ¿cómo puedo entonces dirigir la revista?
—Podrás. Empiezas y poco a poco se te irá apareciendo la esencia de las cosas.
Saveliy sintió que no podía seguir sentado por más tiempo. Se levantó y se puso firme como un soldado.
—Mijáil Evgráfovich, créame… Siento un gran respeto por usted, pero…
—A la mierda el respeto —lo interrumpió el anciano—. Sé todo lo que vas a decir: que no quieres llevar esa carga, que estás muy bien como estás ahora, que te da miedo, que quizá no puedas hacerlo, y algunas tonterías más…
—No —replicó Saveliy con firmeza—. Simplemente voy a rechazar el puesto. Me niego rotundamente.
Pushkov-Riltsev negó con la cabeza e hizo aspavientos con las manos.
—Entonces —declaró con tristeza—, habrá que vender nuestro diario de combate. A Golovánov. Ese canalla pagará un dineral sin discutir. Y añadirá la revista a la corporación Primo Hermano. Vais a hacer las entrevistas en Vecinos y se situará entre los cien primeros. Te lo aseguro, Saveliy: con los nuevos dueños no vas a aguantar ni un año. Porque una cosa es escribir sobre personas de verdad, y otra escribir sobre oligofrénicos que se pegan con cacerolas, que se casan y se divorcian en la misma semana. Es algo totalmente distinto.
Saveliy sintió miedo. Se imaginó a sí mismo como autor de artículos sobre la familia Valiáyeva y suspiró:
—Parece que es un ultimátum.
—La vida entera se compone de ultimátums —contestó secamente el anciano mientras retrocedía un par de metros para examinar a Saveliy de la cabeza a los pies y anunciar en tono teatral: ¡Jefe de redacción Saveliy Hertz! Suena bien. Y se te verá muy bien en mi despacho.
—No estoy para bromas.
Pushkov-Riltsev lo miró irritado:
—Yo tampoco. Escúchame bien, muchacho. Escucha muy atentamente. La revista mensual
Lo Más
da de comer a treinta personas. Me gustaría que después de irme yo la revista siguiera existiendo y proporcionando a la gente trabajo, dinero y estatus. Qué será y cómo será después de que yo me vaya, no es importante para mí. Lo principal es que el negocio siga adelante. Precisamente por eso te propongo a ti y no a Prizhunov. Aunque ese escarabajo, como te habrás dado cuenta, sueña y se imagina sentado en mi sillón. —Pushkov-Riltsev indicó la puerta moviendo la barbilla, dando a entender que no se refería a su silla de inválido, sino al sillón del jefe—. Pero Pruzhinov se va a sentir frustrado. El nuevo jefe serás tú, Saveliy. Eres un joven tranquilo, inteligente y leal, serás la mano firme que lleve el timón y marque el rumbo.
—¿Y si no soy capaz?
—Lo serás —contestó el jefe tranquilamente—. Repito: lo importante es decidirse, y lo demás se arreglará. No olvides que vais a ser dos, Bárbara y tú. Marido y mujer.
—Yo no estoy casado.
—¡Pues te casas, cojones!
—No sé dirigir —declaró con firmeza Saveliy—. Exigir, someter, imponer disciplina, eso no es para mí. No soy un líder por naturaleza.
—¡A la porra la naturaleza! —gritó Pushkov-Riltsev—. ¿Tú crees que yo soy un líder? Si hace cincuenta años me hubieran dicho que iba a dirigir mi propia revista ni siquiera habría entendido una broma tan mala. Yo tengo menos capacidad de liderazgo que tú. Pero me apretó la vida y tuve que liderar.
»Te prometí que íbamos a volver al tema de para qué nos creó Dios. Dime, ¿te ha gustado Musa, mi invitado?
—Hombre, Musa como tal… —contestó Saveliy.
El anciano asintió con la cabeza y bajó el tono de voz.
—Dios creó a Musa como asesino. Auténtico. Yo lo he visto en acción, y más de una vez. En una ocasión nos quedamos rezagados en combate y de repente nos encontramos con un piquete chino. No me había dado tiempo a cargar el arma cuando dejó tumbados a tres e iba a por el cuarto… Y ya lo ves ahora, negocio propio, oficina, secretaria y todo lo demás. ¡Está ganando un dineral! Aunque había nacido para combatir. Saveliy, no babees. Coge la revista y actúa.
—Deme tiempo para pensar.
—Te lo doy —respondió el anciano al instante—. Hasta mañana por la mañana. Y no olvides que no solamente te estoy ofreciendo un negocio digno, sino también ingresos dignos. ¿Ahora vives en un sesenta y tres?
—En un sesenta y nueve.
—Verás cómo dentro de un año te mudarás a uno más alto. A algún ochenta y dos. Por supuesto, si esa mierda verde no sigue aumentando y a la gente le sigue dando igual en qué piso vivir…
—¿Cree que irá en aumento?
El redactor jefe acarició los brazos de su silla de ruedas y adoptó una expresión severa.
—Y tú, ¿no lo crees?
—No lo sé —respondió Saveliy con toda sinceridad—. No he pensado en eso.
—Pues piénsalo —le aconsejó Pushkov-Riltsev guiñándole un ojo—. Y, sobre todo, créetelo. Cuantos más de nosotros lo creamos, antes llegará el gran día. La verdad es que si avanza lo vamos a pasar mal. Por cierto, con Bárbara hablaré yo mismo. Llevaréis el timón a la par. Marido y mujer, los dos juntos. «Periodistas dirigen su propia revista mensual» —citó a modo de titular—. ¡Es estupendo!
«Bárbara sin duda va a saltar de felicidad», pensó Saveliy.
El anciano lo observaba atentamente mientras intentaba convencerlo. Permaneció unos instantes callado y luego empezó a hablar en voz baja, casi con vergüenza:
—La revista es todo lo que tengo. Tuve mucho más, pero sólo quedó la revista. Quiero que sobreviva a mi muerte. No quiero que después de morir la gente diga: «Vaya, mientras estuvo Pushkov-Riltsev había revista, ahora que ya no está, nos quedamos sin ella». Querido Saveliy, a mí me gustaría que la gente dijera: «¡Vaya! Hace tiempo que Pushkov-Riltsev está enterrado y su revista sigue prosperando!». Ése es mi sueño, Saveliy. Naturalmente, durante una temporada te iré pasando las cosas… Durante un mes o dos, estaré todo el tiempo a tu lado, ayudándote y dando sugerencias. Después tendrás que apañarte tú solo. Tú y yo somos muy distintos. Yo soy heterodoxo, tú leal. Pero así es incluso mejor. Alguien —el anciano adoptó su personal mueca de desprecio— se va a alegrar mucho de que yo me jubile y deje a la cabeza de la revista a un ciudadano pacífico que respeta las leyes. Sólo te digo, muchacho, que no seas ni demasiado pacífico ni demasiado obediente con las leyes.
—¿Cómo es eso? —preguntó Saveliy—. ¿Cómo distinguir a una persona observadora de la ley de otra que es demasiado observadora de la ley?
—Lo vas a entender por ti mismo —dijo el anciano apuntándolo con un dedo—. Y ahora, vete. Pero antes de salir abre ese armario, el que está al lado de las enciclopedias… Ahí hay una botella entera y otra medio vacía. Tráeme las dos aquí. Esta noche voy a beber. Solo. ¿Te gusta beber solo?
—No.
—Es que eres tonto.
Solzhenitsyn seguía abrigado con su chubasquero de prisionero y amenazaba con un dedo desde el rincón.
—No tengas tanta prisa —dijo el viejo cuando Saveliy estaba ante las puertas—. ¿Por qué estás tan asustado?
—¿Y cómo tengo que estar, después de lo que he oído?
—Eh, vamos —dijo con condescendencia Pushkov-Riltsev—. Alégrate, tontorrón. Riesgo, responsabilidad, cargas, ¡eso es la felicidad! Si confían en ti, disfruta. Dirigir una gran empresa es lo mismo que perder la virginidad. Sólo se da una vez, aunque se recuerde para siempre… Lo que tienes que hacer es celebrarlo, en vez de abrumarte y angustiarte. ¿Entendido?