Todos los botones del enorme ascensor VIP, empezando por el 99, aparte de los números normales llevaban adosados jeroglíficos y letreros en cirílico: «Sólo para chinos». Un
dazibao
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que colgaba cerca recordaba lacónicamente la responsabilidad penal por invadir ilegalmente un territorio particular.
Se le acercó alguien en silencio, cual ayudante de cámara etéreo —descalzo, aunque vestido con un traje de rayas—, y lo acompañó a una espaciosa y rimbombante sala. El multimillonario Glybov, totalmente desnudo, hacía deporte saltando en una cama elástica. Las paredes de cristal dejaban traslucir entre la niebla ardiente un panorama extraordinario: edificios blancos y grises, pirámides, conos y paralelepípedos, y entre ellos, irguiéndose en la densidad, las puntas verdes de los tallos. La superciudad, un milagro tecnogénico, testigo de excepción del poderío del genio humano, había sido derrotada en cincuenta horas por unas plantas primitivas.
Más alto aún sólo estaba el cielo azul, prendido a un botón amarillo.
Saveliy suspiró.
En la pared del fondo de la residencia del millonario, al lado de una chimenea encendida, estaban tumbados en unas
chaises longues
dos modelos holográficos de Brigitte Bardot y Amy Winehouse, tirándose perezosamente bombones una a otra, ambas medio desnudas.
—¡Hola, periodista! —exclamó con voz sonora Glybov, casi rozando el techo—. ¡Únete al entrenamiento!
—Gracias —respondió educadamente Saveliy—. Tengo miedo de romperme el cuello.
—No temas. —El millonario dio un salto—. ¡Si te lo rompes, te compraré otro!
—Es usted muy amable.
—Vamos con tus preguntas —ordenó el vendedor de sol—. Pero de prisa. Y muévete un par de pasos a un lado, me estás tapando el sol.
Saveliy obedeció inmediatamente y, apretando los dedos, puso en marcha el dictáfono que llevaba implantado en la palma de la mano.
—Señor Glybov —dijo, sintiéndose tenso—, represento a una revista analítica seria. Nos leen personas influyentes. Mi intención es sacar temas importantes en nuestra entrevista, y me gustaría…
—Entendido —contestó negligentemente el millonario, y saltó al suelo. Se acercó tendiéndole una mano musculosa: realmente era un macho fuerte y, además, hediondo, que irradiaba un desagradable y excesivo estado de salud—. Entiendo —repitió—. Había olvidado que en nuestros tiempos existen las revistas serias. Ayer se me acercó un idiota, también de una revista, preguntándome cuántos orgasmos tengo a la semana y quién me hace la manicura…
—Sus orgasmos —respondió amablemente Saveliy— no son de interés para nuestra revista.
—¡Ah! —exclamó el millonario—. ¿Y de quién son los orgasmos que interesan a su revista?
—Personalmente, a mí sólo me interesan mis propios orgasmos.
Glybov prorrumpió en carcajadas, lo que dejó ver una dentadura extraordinaria pintada con laca de un color rojo intenso.
—De acuerdo. ¿Quieres algo de beber? ¿De comer? ¿Té, café, un puro, fumar narguile? Siéntete como en casa.
—Si es posible, sólo quiero agua.
—¿Agua? —El millonario mandó salir a su ayudante de cámara con un gesto—. ¿Bebes mucho? Eso está bien. Vamos, te serviré yo mismo.
Fueron al fondo de la sala, dirigiéndose hacia unos enormes sillones y luego a la barra donde estaban las bebidas. Glybov se quedó mirando la cara de Saveliy y de repente preguntó:
—¿Tú vas a mis solarios?
—No.
—¿Por qué?
—En el entorno en que yo vivo —explicó con sequedad Saveliy—, se da por hecho que sus solarios son sólo para los pálidos.
—¿Y se supone que tú no lo eres? —sonrió maliciosamente Glybov.
—Dios me indultó.
—Estupendo. Siéntate.
El periodista asintió con la cabeza. «Qué asco de nuevos ricos. Por lo menos podría echarse un albornoz por los hombros.»
—Señor Glybov —comenzó diciendo—, nosotros escribimos sobre personas que… eh… han tenido éxito en la vida. La revista se llama
Lo Más
. Claro que hoy en día, en los primeros años del siglo XXII, cuando la esperanza media de vida se sitúa en noventa y siete años, el concepto mismo de éxito parece un anacronismo. En setenta años de vida activa cada uno de nosotros tiene la posibilidad de triunfar en cualquier parte. Por ejemplo, yo mismo soy campeón de billar en tres dimensiones de Moscú y candidato a doctor en filosofía. En una sociedad en la que nadie debe nada a nadie, todos tienen el éxito asegurado…
—Comprendo —interrumpió el millonario, y finalmente se envolvió en un albornoz—. Es decir, que yo, que ando en los cuarenta, un chico inmaduro y todo eso, soy el dueño de un gran negocio. Ése es el tema de la entrevista.
—Ha acertado.
—¿Por dónde empezamos?
—Por la biografía.
Glybov tomó asiento, se bebió el contenido de su vaso a grandes tragos y suspiró.
—Mi biografía es aburrida, no tiene nada de especial. Nací en la periferia, entre pálidos, en un noveno piso. En Balashija
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la hierba es muy espesa, por eso se vive en una penumbra constante. Durante años no vi el sol. El primer solario —una cabina china barata— lo compré a los dieciocho años. En la actualidad tengo veinte mil cabinas. Cualquier persona, hasta la más pálida, se puede broncear en mis cabinas, porque es barato…
—Lo sé —manifestó sin gran interés Saveliy—. He leído sus folletos publicitarios. ¿Y por qué a los dieciocho años Petr Glybov decidió dar luz a su vida precisamente con solarios?
El millonario se encogió de hombros.
—Mi difunto padre hablaba frecuentemente de los viejos tiempos, cuando todos tenían gratuitamente toda la luz solar que querían. Lo escuché y pensé: ¿por qué antes era así y ahora ha cambiado? En la escuela me enseñaban que el presente siempre es mejor que el pasado. El pasado sólo representa el salvajismo, el hambre y la falta de leyes. Pero yo miraba por la ventana y veía que no todo era así. En mi país había un pasado soleado y un presente gris. Me decían que el progreso estaba muy bien, pero yo no entendía de qué progreso hablaban cuando hoy yo tenía que pagar por lo que ayer era gratis. Adiviné que la civilización se sostiene en base a un simple principio: nadie puede nunca recibir nada gratis. En este sistema es mejor estar en el grupo de aquellos a quienes hay que pagar que en el de los que tienen que pagar. La falta de luz solar lleva a una carencia de vitamina A en el organismo. A mí me pagan por esa vitamina, eso es todo.
—Eso es —asintió Saveliy—, dicho de forma breve y clara. ¿Y su principio consiste en vender sus servicios a los ciudadanos pálidos?
—Mi principio consiste en dar a las personas lo que necesitan.
Saveliy de repente se fijó en que el hombre joven que tenía ante sus ojos, de constitución atlética y muy bronceado, en realidad era muy feo. Y seguramente era horroroso antes de que la cirugía estética le rehiciera la nariz y los labios.
«Bien —pensó el periodista experimentado Hertz—, aquí tenemos un complejo escondido. Tengo ante mí a un sublimador. De ahí le viene la pasión por la riqueza, los músculos y todo lo demás. Se puede ver que las chicas no se le entregaban gratuitamente. Y esas frases inteligentes sobre el progreso han sido elegidas y aprendidas últimamente.»
—Usted —prosiguió Saveliy— es muy popular entre los estratos pálidos de la población.
El millonario se incomodó:
—Me trae sin cuidado. Yo no busqué la popularidad. Lo único que quería era mudarme del piso doce al noventa para disfrutar de sol.
El periodista hizo una pausa. Más adelante había previsto el bloque con las preguntas principales. Por algunas de ellas podían sobarle el morro. Y vaya puños que tenía este joven…
—Corren rumores —continuó— de que su imperio es una gigantesca pirámide financiera. Que está usted obligado a ampliar su negocio poniendo más y más cabinas. Se dice que tiene deudas y que sus beneficios no cubren sus gastos…
—No le debo nada a nadie —respondió tranquilamente Glybov.
Saveliy hizo un gesto para calmarlo.
—Eso se da por hecho. Nadie debe nada a nadie. Pero yo he oído que usted recibe ayuda, como dicen, por amistad…
—Esos rumores los hacen correr los envidiosos —sonrió con desgana el vendedor de sol—. En general, amigo mío, se supone que debo ofenderme. Si usted publica la frase anterior, yo denunciaré a su revista inmediatamente. ¿Qué significa «por amistad»? La amistad es un atributo de los malhechores y de los pálidos.
«Puede servir de título», pensó Saveliy al instante.
—Hasta los niños saben —continuó Glybov— que los créditos están prohibidos, y que ésa es la garantía de solidez de la economía nacional. Declaro oficialmente que toda mi contabilidad financiera es transparente y se ha dado a conocer. De lo contrario, por cierto, no habría llegado a ser el principal patrocinador del proyecto Vecinos.
—¿Y es cierto que todos los patrocinadores del proyecto Vecinos han sido obligados a participar en él?
—Cierto.
—¿Eso quiere decir que usted, Petr Glybov, era un participante en el proyecto?
—Lo ha adivinado.
—¿Y aquí —preguntó Saveliy mirando a su alrededor— hay telecámaras en todas partes? ¿Alguien está viendo nuestra conversación?
El millonario afirmó con la cabeza y soltó una risita:
—Aquí en casa tengo cincuenta cámaras. Pero no tema. Generalmente las conversaciones no son interesantes para Vecinos. Imagínese: periodista viene a hablar con hombre de negocios. Pero si nosotros habláramos, después nos emborracháramos, nos peleáramos y luego hiciéramos las paces, y para sellar nuestra reconciliación llamáramos a unas cuantas mujeres, bebiéramos con ellas y volviéramos a pelearnos, ahora ya por las chicas, entonces podríamos estar entre los cien primeros. Y si, supongamos, las chicas también se pegaran por nosotros y empezaran a estrangularse unas a otras utilizando las medias, en ese caso nos darían un puestecillo entre los cincuenta primeros…
—Divertido —comentó Saveliy, pensativo—. Normalmente a la gente con su nivel de vida no le gusta Vecinos.
—Y a mí tampoco. Pero ¡qué no hará uno por los intereses de su negocio! —El vendedor de sol rió entre dientes, se bebió entero otro vaso de agua de la marca Double Premium y de repente se sintió algo turbado—. A propósito —dijo, bajando el tono de voz—, de acuerdo con las condiciones del contrato no sólo estoy obligado a participar en el proyecto, sino que además tengo que hacerle publicidad.
—Eso está excluido —respondió Saveliy de inmediato—. Ya le he dicho antes que nuestra revista es seria. No puedo permitir que el texto contenga elementos publicitarios.
—Entonces —manifestó, divertido, el millonario— ponemos fin a la entrevista ahora mismo.
Saveliy suspiró:
—Váyase al diablo con su publicidad.
—Eso se hace de prisa —anunció Glybov magnánimamente—. En el proyecto Vecinos hay una nueva promoción sólo durante este mes. Todo el que lo desee puede conectarse al sistema unilateral. No pondrán cámaras en su casa, pero ustedes pueden observar a todos los que las tienen. Así no les ve nadie, pero ustedes ven a todos… Más un archivo de los mil primeros del año pasado. Con él verán sólo lo más interesante: dormitorios ajenos, vestuarios de mujeres, cárceles…
—¿Las cárceles también están conectadas?
—Las cárceles tienen un
rating
de audiencia enorme. El año pasado los presos de la penitenciaría central ayudaron a huir al conocido asesino y violador Dronov. La retransmisión se colocó entre los diez primeros. Por cierto, al malhechor lo cogieron exclusivamente gracias a Vecinos. Y otra cosa más: mi compañía instaló gratuitamente en esa penitenciaría veinticinco solarios.
—Estupendo —replicó Saveliy—. Pero ya basta de hablar de Vecinos. Volvamos a su persona. ¿Es cierto que usted odia a los herbívoros?
—Cierto —contestó contundentemente Glybov—. Comer hierba sólo es para los animales.
«Eso es también una variante de garantía», pensó Saveliy.
—¿Está usted de acuerdo en que los órganos de poder no son capaces de luchar contra el consumo de hierba?
El millonario evitó la respuesta directa:
—No es mi intención criticar a esos órganos. Yo soy leal a los ciudadanos. Los órganos de poder no deben nada a nadie. La crítica al poder conduce sin duda a la ruptura de la comodidad psicológica personal…
Saveliy recordó que quería introducir en la entrevista una broma sutil, y lo interrumpió:
—Perdone, pero eso es trivial. Aparece como cita en los libros de texto. A usted no le gustan los herbívoros, pero cada día ve cómo la pulpa de tallo se vende en todas las calles. ¿Cómo se concilia esto?
Glybov se puso serio. La simplicidad de su rostro no tenía edad, y esto le impedía a Hertz percibir adecuadamente a su interlocutor. Era el coste de las tecnologías rejuvenecedoras; no se podía hacer nada.
—¿Y quién le ha dicho a usted —preguntó el millonario— que lo concilio? Yo financio labores de investigación del fenómeno del crecimiento de la hierba. Tengo mi propio laboratorio.
—¿Hay algún resultado?
—Sí.
—Cuente.
—No tengo derecho a hacerlo. Los resultados, según la ley, son confidenciales. Sólo puedo decir lo que saben todos. La hierba crece al máximo en cuarenta y ocho horas. Lógicamente, se puede deducir que se seca con la misma rapidez. Eso en primer lugar. En segundo, es necesario encontrar el centro del micelio y aclarar lo que representa el germen, la semilla, el grano. Ahora estamos descifrando el genoma de la hierba, después intentaremos clonar el germen, ahí está la clave del enigma. ¿Entiende?
Saveliy asintió mientras observaba cómo cambiaba la expresión del rostro de su interlocutor. La tensión en las comisuras de los labios se aflojó, los ojos empezaron a brillar de interés.
—Algún día —continuó el millonario bajando el tono de voz— acabaremos con ella. La gente se despertará y verá que ya no está.
—Pero entonces nadie necesitará sus solarios.
—Sí —asintió Glybov casi con ternura—, y cerraré mi negocio.
—¿Y a qué se dedicará entonces?
—¿Quién coño lo sabe? ¿Qué más da?
—Usted ha invertido veinte años de vida en su negocio, y ahora…
—Escucha, amigo —lo interrumpió bruscamente Glybov—, tú mismo dices que soy lo más de lo más. Todo mi éxito se debe a mí mismo y cosas por el estilo. Compré mi primera cabina cuando tenía dieciocho años. Con veinte, ya tenía cinco cabinas. A los treinta, mil quinientas cabinas. Tú me has dicho que eres campeón y candidato a doctor, mientras que yo no he visto otra cosa en mi vida más que cabinas. Me despertaba por la mañana y pensaba: tengo ciento cuarenta y dos cabinas, y necesito ciento tres más. Durante veinte años sólo soñaba con las cabinas. Cabinas estándar, cabinas para inválidos, para niños, modelo Solecito… Si mañana mis cabinas dejan de darme beneficios, lo primero que haré será echarme a dormir durante un mes seguido. Y sólo después, cuando despierte, empezaré a pensar a qué dedicarme.