Hertz asintió con la cabeza:
—No es un problema, pero entonces va a resultar que el número de aniversario entero va a estar firmado solamente por mí.
—¿Y qué tiene eso de raro? Yo inauguré esta revista estando solo. A ti te será de mucha utilidad. Vamos, corre. Sacrifica… ¿cómo se dice eso?… ¡ah, sí!, tu comodidad psicológica personal.
«¿Y por qué demonios hay que sacrificar algo?», pensó Saveliy.
—Ése será —continuó el viejo— tu, je, je, acorde final antes de licenciarte. ¿Sabes lo que es un acorde final?
—No.
—Ni falta que hace. Y por la tarde, exactamente a las siete y media, preséntate aquí, en la redacción. Tenemos que hablar. Cancela todo lo demás, y no llegues tarde. —Pushkov-Riltsev le guiñó un ojo jovialmente (una jovialidad horrorosa, la misma que podría expresar un tiranosaurio) y añadió—: De lo contrario vas a echar a perder tu vida con muchos años de antelación.
Al abandonar la sala de conferencias, Saveliy, confuso, vio a sus colegas a lo lejos en la sala de redacción, equipada para fumar y tomar té en los ratos de descanso, así como para las reuniones informales. Como de costumbre, al acabar la reunión, los empleados necesitaban tiempo para volver en sí. El centenario jefe de redacción era capaz de provocar en su entorno unas ondas energéticas terriblemente potentes.
Por lo demás, en el momento en que se acercó Hertz, los monstruos del periodismo, ya absolutamente relajados, se entretenían haciendo preguntas al novato.
—…Y me dice: «¡Termina tus estudios universitarios!» —contaba Filippok todo sonrojado—. Y yo le digo: «¿Para qué? Ya me lo conozco todo. Y me ofrecen trabajo en una empresa estable. Me he hartado de estudiar. Ya acabaré después. Dentro de tres o cuatro años». Y él que no, que tenía que obtener el título. Y le digo: «Papá, que no le debo nada a nadie». Y se ofende…
—Pero es verdad que no debes nada a nadie. —Bárbara tenía una mirada resplandeciente.
—¡Naturalmente que no! Pero papá… Tiene ochenta años, es un anticuado. Llevo toda la vida oyéndole decir: «Tienes que hacer esto, tienes que hacer lo otro… Yo te he criado, te he alimentado…». Y yo le digo: «Papá, no tenías la obligación de darme de comer, en cualquier caso me habría alimentado el Estado…».
«Un tipo simpático», pensó Saveliy, y dijo en voz alta:
—Difícil lo tienes con tu padre.
—¡No lo sabes tú bien! —exclamó el muchacho—. Una vez echó un vistazo a uno de mis libros de texto,
Fundamentos de la teoría de la prosperidad absoluta
, y se puso a llorar. ¿Os imagináis? Intentó romper el libro pensando que era de papel.
—¿En qué piso vives? —preguntó alguien desde una mesa lejana.
—Bueno, nací en el sesenta y uno. Ahora estoy de alquiler en el cincuenta y siete. Compartimos con mi novia.
Saveliy y Bárbara intercambiaron miradas. Alrededor se oyeron unos suspiros benevolentes.
—Un buen piso —admitió Bárbara—. Modesto pero con gusto. ¿Y a qué se dedica tu… eh… tu chica?
—De momento a nada. Está en casa. Sus padres son Vecinos, y ella creció en medio de teleobjetivos. El apartamento en el que vivimos ahora no tiene conexión, así que está deprimida. Está todo el tiempo gritándome, peleando… Se queja de que le quito el sol… Dice que es insoportable vivir sin Vecinos. Le parece que nadie la necesita, que todos la han abandonado, y cosas por el estilo. Yo le explico que los Vecinos es un juguete para los pálidos, y entonces se enfada.
—Acércate al psicoterapeuta del barrio.
—Ya estuve allí. El médico me dijo que se trata de una adicción, y quitarla lleva unos cuantos meses, pero luego la persona se siente mejor. En caso extremo me aconsejó conectarnos… Y que él mismo era Vecino desde hacía mucho tiempo.
—Todos los psicoterapeutas son Vecinos desde hace tiempo —observó Gosha Degot en voz baja.
—Lleva a tu chica de vacaciones —aconsejó otro—. A Europa.
Filippok negó con la cabeza.
—Allí es peor todavía. He ido dos veces, y no pienso volver jamás. Es aburrido, sucio, todos pasan hambre, están pálidos. Y los dos extremos: trabajan de la mañana a la noche o se dedican a pedir como mendigos. Cinco veces al día te suplican que les vendas un poco de pulpa de tallo. Ellos la llaman «hierba rusa», o «hierba del Kremlin». Hacen preguntas estúpidas. Creen que aquí, en Moscú, nosotros mismos plantamos esta hierba para nuestro propio placer. Nos tienen envidia… No, no volveré jamás. Y no pienso llevar a mi amiga.
Una nueva serie de suspiros circuló en torno a la mesa.
—Perdona, Filipp —interrumpió delicadamente Bárbara—. Eres un chico estupendo, pero no deberías emplear la palabra «amiga». Y menos aún «amigo» o «amistad»… En los pisos superiores está mal visto.
El estudiante enrojeció, sonrió y se rascó la cabeza.
—Entendido. Pido perdón. ¿Puedo tomar un poco más de agua? Me encanta la extra premium.
—Nos la distribuye una empresa de publicidad —dijo Pruzhikov, cargando la frase de sentido—. Y ahora, jovencito, vas a beberla todos los días.
Filippok se echó a reír como extasiado.
• • •
Planificando mentalmente el día, Hertz abandonó la sala común —que a esas horas ya estaba llena de peones de la esfera periodística: secretarias, diseñadores de portadas, coordinadores de las sesiones fotográficas y los propios fotógrafos, generalmente agotados, aunque eran jóvenes avispados vestidos con jerséis bohemios— y fue pasando de rincón en rincón. Le dejaban paso educadamente, temiendo rozarlo o molestarlo. Los jóvenes lo consideraban un paradigma desde hacía mucho tiempo y se dirigían a él llamándolo por su nombre y apellido haciéndole una leve inclinación, lo que, por cierto, lo ayudó bastante durante el período en que intentaba conquistar el corazón de su caprichosa y burlona amiga Bárbara.
«No estaría mal pillar ahora a esa caprichosa y echarle un buen polvo en algún rincón para diversión y gran éxtasis hormonal y emocional», pensó. Pero Bárbara, rodeada de ayudantes, ya no era tan ingenua. Era una mujer verdaderamente profesional. Hertz se despidió de ella con un leve gesto de la mano mientras una secretaria con carita de tonta aplicada (es decir, absolutamente agradable) le entregaba una hoja con la dirección de la primera cita. La entrevista estaba concertada, habían llamado al cliente y puesto de acuerdo con él. Habían bosquejado toda una serie de temas: cuáles era mejor tocar y cuáles era preferible dejar de lado. Sólo quedaba ir y concluir el asunto.
De niño, Saveliy jugaba a los partisanos siberianos.
Todos los niños jugaban a los partisanos siberianos, que por aquel entonces estaban de moda. Para ser más exactos, no los partisanos en sí, sino los juegos sobre partisanos siberianos. A los verdaderos partisanos los vieron muy pocos, incluso en Siberia, por no hablar de Moscú. Pero el caso es que Saveliy jugaba a eso.
Se imaginaba a sí mismo como un ser infatigable que comía carne de oso curada. Desaparecía en la taiga, comandaba un pequeño pero prometedor destacamento, aterrorizaba a los chinos ambiciosos y excitados, entontecidos por el opio, quienes creían que la tierra en la que les habían permitido vivir temporalmente les pertenecía.
Cierto que su padre —un viejo humanitario— a veces intentaba explicarle que los doscientos millones de chinos que vivían en Siberia no lo hacían de balde, que cada año pagaban una cantidad enorme de dinero, y que precisamente el dinero chino era la extraordinaria base, en toda la historia del mundo, del bienestar del pueblo ruso. Y lo más importante, repetía su padre, era que hasta la llegada de los chinos Siberia Oriental había sido un territorio abandonado, y que ahora allí había campos de cultivo, fábricas y empresas productoras. Allá donde el ruso no había sido capaz de plantar patatas, el chino plantaba ahora naranjos.
Saveliy untaba mantequilla china en pan chino, lo llevaban al colegio en un automóvil chino, se sentaba en un pupitre chino, y sus libros de texto se habían impreso en papel chino.
Los chinos sabían hacer de todo. Trabajaban de la mañana a la noche y además pagaban puntualmente por permitirles trabajar en territorio ajeno. Por eso mismo nadie quería a los chinos y los partisanos siberianos eran tan populares.
En la misma República Popular de China, independientemente de su indiscutible liderazgo en la economía mundial, no todo era fácil. Cincuenta años antes, al principio de los años cincuenta de aquel siglo, por fin tuvo lugar la fundición de los hielos polares pronosticados por los científicos y que tanto asustaba a los hijos del siglo XX. China perdió casi el veinte por ciento de su territorio. En el agua quedaron sumergidos todos los puertos importantes desde el punto de vista estratégico, incluidos Hong Kong, Shangai, Xindao, Dalian, Tianxin, Liangyungan, Fuchzhou, Shantou, Ningbo y Siamen. El gobierno de la Tierra bajo el Cielo
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volvió la mirada a su vecino del norte. Empezaron a hablar de su gran amistad y de que ésta se remontaba a los tiempos de Stalin y Mao.
El vecino del norte estaba atravesando tiempos difíciles. A principios del último tercio del siglo veintiuno la población de Rusia se había quedado en cuarenta millones. Este hecho hirió profundamente el orgullo nacional de los ciudadanos, pero no hasta el punto de motivarlos a multiplicarse activamente. El orgullo es el orgullo, pero criar hijos era algo más serio. Quizá la población rusa tenía problemas de reproducción debido a factores negativos, para contrariar al milenario Cáucaso islamista o incluso a la milenaria China de Confucio. O porque las mujeres rusas estaban obligadas no sólo a tener hijos, sino también a trabajar en las mismas condiciones que los hombres. De una forma u otra, en determinado momento Moscú llegó a cobijar a todos los habitantes de Rusia. Los procesos migratorios resultaron irremediablemente dirigidos al centro. Todo el que quería (y querían casi todos) se mudaba a la capital y se asentaba en ella.
Espacios enormes quedaron deshabitados y después cayeron en el abandono. La idea de poner en alquiler los territorios libres dejó de ser una blasfemia.
Unos se indignaron, otros se hicieron partisanos. Después, todo volvió a la calma por sí mismo. Y Saveliy creció teniendo claro el concepto: en Moscú estaba el dinero, en Siberia estaban los chinos y en los montes Urales los partisanos.
Por otro lado, los maestros explicaban a la juventud romántica que hacía ya tiempo que se había liquidado el movimiento partisano en los Urales. Puede que anduvieran errantes por la taiga dos o tres docenas de los últimos idealistas incorregibles, pero nada más. Más tarde, estando ya en la universidad, sus amigos entendidos en el tema le hicieron ver a Saveliy que la oposición antichina estaba llena de provocadores y que, en general, desde el principio se había creado un servicio especial de inteligencia para asustar a los ciudadanos y para que la opinión pública se reconciliara con la ley de digitalización general.
El ideólogo de la oposición siberiana, el general Agafanguel Retskiy, murió desterrado en Nueva Zelanda cuando Saveliy cumplió seis años. Pero el libro del general,
Terra nostrum
, era posible conseguirlo y leer en él que el ruso por naturaleza es un pueblo dueño y empresario, y jamás esclavo u obrero; que es posesivo pero no consumista, y que inconscientemente aspira a poseer cosas, incluso si no tiene capacidad para poseerlas. «Se puede aprender a poseer. Cualquier oficio, arte o profesión se puede aprender —afirmaba Retskiy—. El valor radica en poseer desinteresadamente, sin cambiar en nada, sin interferir y bajo ningún motivo permitir la entrada a los intrusos. Lo importante es pillar un bocado, no importa si luego eres capaz de tragártelo o no.» De acuerdo con las enseñanzas del endiablado Agafanguel, la tierra rusa está prohibida por los siglos de los siglos. Los salvajes territorios de Siberia deben seguir estando en manos de los rusos y seguir siendo inhabitables, tal como estaban cuando los descubrió Ermak Timoféyevich, el conquistador de Siberia.
Según cuentan los ancianos, los defensores del general caído en desgracia se hartaron en algún momento. No a todos les hizo gracia que doscientos millones de súbditos de la Tierra tuvieran que atravesar el río Amur.
Sin embargo, Saveliy nació después de estas discusiones acaloradas en torno a la Zona Económica Libre Chinosiberiana. Era pequeño cuando cesaron estos debates. Los beneficios de la colaboración con Pekín eran demasiado evidentes: todos los ciudadanos de Rusia, sin excepción, se convirtieron en personas dichosas. Doscientos millones de chinos, tras haber colonizado en bloque la región de los alrededores del Baikal y Yakutia, instalaron su capital en el legendario puerto de Vánino, y en unos cuantos años colmaron de dinero el tesoro público ruso. Reinaba la prosperidad.
Los rusos no trabajaban, sólo trabajaban los chinos. Por cada ruso tenían que trabajar cuatro laboriosos chinos. Para recibir dinero, a los ciudadanos de la Federación Rusa se les exigía una sola cosa: pasar por la digitalización, es decir, permitir que se les insertara un microchip en el cuerpo. A los que se negaban y gritaban en contra del control absoluto de la policía, los miraban como a tontos. Un pequeño pinchazo y ¡dinero asegurado hasta la muerte! Una vez al año tu parte llegaba a un depósito bancario, y era imposible dársela a alguien, sólo se podía gastar.
La concesión de cualquier crédito o préstamo estaba perseguida por la ley. Los préstamos, créditos y cualquier otro artificio que quedara de los tiempos del capitalismo salvaje fueron prohibidos por la Constitución ya a principios del siglo XXI, tras acabarse la gran crisis de los diez primeros años. Poco a poco llegaron los tiempos de un lujo extraordinario, y Saveliy tuvo una infancia magnífica.
La prosperidad era maravillosa. Y era maravilloso, extraordinario, despertarse por la mañana y vivir prósperamente hasta altas horas de la noche, y así un año tras otro. El siglo de oro llegó de improviso, fácil y elegantemente; nadie se acercó a él, todo se dio solo. Al diablo con el petróleo, el gas, la producción de madera y otras materias primas, con cuya venta se contentaba el país en otra época. Al diablo los cerebros rusos, los inventores rusos, las bailarinas, los escritores, las modelos, los programadores, los jugadores de hockey y las mujeres rusas casaderas. Los territorios rusos eran el principal capital de la nación. Kilómetros y kilómetros cuadrados, llanuras inmensas que no conocían los terremotos,
tsunamis
ni tornados. Montañas sólidas, humedales, de todo esto había en cantidades colosales, y cuando la quinta parte del mundo civilizado desapareció bajo el agua, resultó que Rusia era prácticamente el único territorio del planeta en el que se podía vivir fuera del peligro de los elementos.