—¿Para qué?
El doctor se turbó y miró a Saveliy con sorpresa.
—Me parecía —continuó con voz amable— que era mi vocación.
Hertz se recriminó a sí mismo mentalmente su falta de tacto. Smirnov miraba al periodista como si mirara probablemente al estudiante menos dotado de su escuela, y con voz serena prosiguió:
—Un hijo nacido del amor con toda garantía recibe la chispa divina. Incluso si se trata del amor de una noche, incluso de diez minutos… Así que compré una casa grande en las afueras de Moscú. Hace treinta años, si lo recuerda, todavía existía ese extraño espacio llamado «afueras». —Smirnov sonrió con tristeza—. Los niños vivían en un grupo único. Nosotros mismos nos proveíamos de todo lo necesario. Sacábamos el agua de un pozo, calentábamos la casa con gas…
—¿Con gas? —preguntó Saveliy—. ¿De dónde sacaban el gas? Hace tiempo que se acabó.
—Por aquel entonces todavía se podía comprar gas. Si faltaba gas, quemábamos madera y carbón para la calefacción, como en el siglo XX. La idea consistía en no vivir en un edificio de pisos, ni en un hormiguero, o a una altura espantosa, sino en un lugar aparte, aislado. Teníamos un tractor y un camión, y también pollos, incluso conejos, y cultivábamos patatas y zanahorias. Éramos una pequeña colonia en la nada, a veinte kilómetros del tallo verde más cercano. Con mucha dificultad conseguí que nos llevaran la electricidad. Costó una cantidad enorme de dinero, pero a pesar de eso al cabo de un año nos desconectaron y nos propusieron irnos a vivir a una torre. «No perdáis el tiempo en tonterías» —me dijeron—. Vivid como todos, os daremos un local estupendo con agua caliente y aire acondicionado central.» Yo no acepté. Para conservar la pureza del experimento era importante que los niños contactaran solamente con los pedagogos o con niños parecidos a ellos. Se pidió una autorización por escrito a cada uno de los padres. En resumen —Smirnov volvió a sonreír—, a los padres, como aquel que dice, todo les daba igual. Los hijos no queridos siempre serán personas no queridas. Éramos cuatro profesores. Mi esposa y yo y otra pareja más. Nos ocupamos de estos niños cien veces más que de los propios… ¿Tiene usted hijos?
—No —respondió Saveliy, e inmediatamente sintió vergüenza. Era imposible contestar negativamente a esa pregunta sin avergonzarse.
—¿Por qué?
—Ahora —bromeó Hertz—, curiosamente, estoy trabajando en eso.
Smirnov asintió moviendo la cabeza.
—Se lo suplico, continúe —pidió Hertz—. ¿Qué pasó después?
—Yo no creía en mi propia teoría. Fundé la escuela no para demostrar mi teoría, sino para rebatirla. Todos mis niños eran casos perdidos, sin esperanza. No eran discapacitados con retraso mental, no, eran niños y niñas normales, totalmente sanos, de edades comprendidas entre los seis y doce años… Absolutamente todos iguales: desprovistos de talento. Eran seres tontos, carentes de curiosidad, torpes. Yo era joven y estaba lleno de fuerza. Estaba con ellos desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche. Improvisaba sobre la marcha, incluso les releía las inocentes obras de Makarenko. Les enseñaba que el mundo es maravilloso y que ellos en este mundo también son maravillosos. Analizaba el alma de cada uno de ellos. A veces lloraba de pura impotencia. Me parecía que era una estupidez buscar un don divino allí donde en la base no hay amor, sino casualidad, capricho o fornicación. Era como buscar el bien en el mal…
—¡Demonios! —exclamó Hertz—. El final de su narración debe de ser horroroso o magnífico.
—Estuve trabajando ocho años. Pero después…
En el bolsillo de Smirnov empezó a vibrar un teléfono, y se sobresaltó. Mientras escuchaba, dijo en voz baja: «Voy ahora mismo», y cambiando la expresión del rostro se levantó:
—Lo siento mucho, tenemos que dejarlo aquí.
—¡Un minuto! —exclamó Saveliy—. Dígame, ¿qué pasó después? ¿Consiguió usted…? ¿Lo consiguió?
Smirnov hizo un gesto de indecisión con las manos:
—Sí y no. No le he contado ni la mitad de lo que tiene que saber usted. Eso, por supuesto, si tiene la intención de escribir un buen artículo…
—¡Esto es para volverse loco! Éste será mi mejor material. ¿Y a qué se dedica ahora?
—Siempre me he dedicado a los niños. Y sigo haciéndolo hasta ahora.
—¿Trabaja con niños sin talento?
El doctor Smirnov se puso muy serio y respondió:
—Todavía no lo sé. Quizá sea lo contrario, que están demasiado dotados. Pero eso no es importante. Transmita mis respetos a Misha… Y llame mañana, le contaré toda la historia hasta el final.
Eran las siete de la tarde cuando Saveliy rodeó la torre de pisos Zamiatin por el puente elevado espiral, y a la altura de los pisos treinta tomó el desvío de la autopista de YugoZápadnaya. En seguida alcanzó la velocidad máxima permitida, en primer lugar porque le encantaba circular a toda velocidad; y en segundo lugar, tenía prisa porque tenía que ver a su jefe. Al viejo Pushkov-Riltsev no le gustaban las personas que llegaban tarde.
El viejo era un hombre de reglas estrictas, despreciaba la rimbombante prosperidad de la capital rusa y en general llevaba mal el relajamiento de la vida moderna. Por lo demás, esto no molestaba a sus subordinados, incluido Saveliy. Los empleados de la revista
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, como el resto de habitantes de la hiperpolis, sabían desde niños que era imposible vivir en Moscú y no disfrutar de la ciudad.
Había pasado medio siglo desde que se hundieran muchos centros de civilización. Los océanos se tragaron Nueva York, Londres, Tokio, Los Ángeles y Río de Janeiro. Las capitales continentales que habían sobrevivido en el oriente euroasiático —Moscú, Nueva Delhi y Pekín adquirieron gran poder y se convirtieron en centros financiero-económicos a nivel global.
Ahora Moscú compraba y vendía de todo y a todos.
Al que vivía en Moscú poco le interesaba el resto del mundo: ni Europa, que se había transformado en un enorme y destartalado museo, donde al abrigo de los grandes monumentos vagaban multitudes de originarios de África, exigiendo a los confusos gobiernos subsidios y subvenciones; ni la misma África, convertida finalmente en salvaje; ni el Oriente Próximo, donde los jeques y emires blandían unos frente a otros bombas atómicas de fabricación casera.
Moscú era escandalosamente rica. Moscú ofrecía un confort insólito y unos servicios de primera clase. Moscú construía carreteras con el ultramoderno asfalto de resina. Moscú proporcionaba todos los entretenimientos pensables e impensables, empezando por las carreras de ciervos de tiro y acabando con los vuelos a la estratosfera. Moscú quería sentir la alegría de vivir.
La población local estaba harta de guerras interminables, crisis y otras catástrofes mundiales del mismo tipo. Aquí habían destruido uno tras otro a los grandes dictadores y tiranos, propios y ajenos: Napoleón, Hitler, Stalin. Aquí se realizaban con sus propios ciudadanos experimentos que en otros lugares temían realizar incluso con ciudadanos extranjeros. Aquí se aprendía a morir de hambre y al mismo tiempo a volar al espacio. Aquí se consideraba que el libro más importante no era la Biblia, sino aquel que relataba la historia de cómo un estudiante había matado a una vieja a hachazos. Aquí, de generación en generación se acumulaba un cansancio genético por haber llevado a cabo voluntariamente la misión de ser portadores de Dios.
Un buen día, el pueblo portador de Dios comprendió que hacía ya mucho tiempo que se había demostrado a sí mismo y a la humanidad su poderosa y única fuerza, y que ya era hora de descansar.
Entonces decidieron mandar a la humanidad a la mierda, alquilar Siberia e irse de vacaciones.
A las 19.22 Saveliy dejó el coche en el garaje y se dirigió a toda prisa hacia el ascensor. El jefe y propietario de la revista
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vivía en el mismo edificio en el que estaba la redacción, sólo que ocho pisos más arriba. La revista era la actividad principal del anciano —al menos en el último cuarto de siglo— y, al igual que los legendarios adictos al trabajo del siglo XX, no separaba el espacio personal del laboral. Un ascensor especial comunicaba su dormitorio con la oficina, y muchas veces, en pleno día, sus empleados no eran capaces de adivinar dónde estaba el jefe: lo mismo había decidido echarse una siesta tras la comida o en ese momento se estaba desgañitando con su faringe sintética para llamar al orden a un indolente compaginador o un corrector.
A las 19.35 Saveliy estaba delante de la puerta, que no tardó en abrirse porque la puerta era inteligente y dejaba entrar a los conocidos sin ningún problema. Sin embargo, Pushkov-Riltsev obedecía las antiguas normas de hospitalidad y prefería recibir él mismo a sus visitas, incluso si eso le suponía cruzar en silla de ruedas, de un extremo a otro, su elegante apartamento de quinientos metros cuadrados.
—Entra —chilló bruscamente.
Canoso, demacrado, con una bata de terciopelo ajada, el pecho cubierto de ceniza de cigarrillo, el viejo se volvió desenfadadamente y se dirigió rodando a toda prisa hacia su santuario: al enorme despacho que olía a madera vieja y en el que unas cortinas medio caídas se abrían flotando empujadas por la corriente de aire; un lugar donde se guardaban en armarios herméticos colecciones únicas de libros de papel y, en unas urnas especiales hechas por encargo, destellaban con severidad ejemplares únicos de revólveres, puñales, sables, casquillos aplastados de proyectiles, hachas de piedra, algunas condecoraciones, escarapelas y otras rarezas y antigüedades militares.
Pushkov-Riltsev no estaba solo. Junto a una mesa baja para revistas, provista con lo necesario para una corta juerga masculina —una botella, copas y una lata de aceitunas negras—, estaba sentado un hombre robusto de nariz grande, ni joven ni viejo, ni feo ni atractivo, vestido de una manera insoportablemente modesta, con una chaqueta y un chaleco de color gris rata, descoloridos y raídos; un traje primitivo que contrastaba brutalmente con su porte. Cuando apareció Saveliy, el desconocido cambió con toda soltura su digna postura por otra aún más digna. Saveliy se lo quedó mirando, después miró al redactor jefe y tuvo una extraña impresión. Era increíble estar viendo al mismo tiempo a dos hombres maduros que no llevaban encima sortijas, ni pulseras, ni cadenas, ni tatuajes, ni laca de color en las uñas o los dientes y otros aditamentos a los que estaba acostumbrada la gente para levantarse el ánimo unos a otros en los momentos en que había déficit de luz solar.
—Preséntate —ordenó el jefe a Saveliy—. Éste es mi hermano.
—Musa. —El hombretón narigudo se levantó y extendió la mano, dejando atrás el codo y moviendo los hombros a la vez. Sin duda tenía ganas de darle un puñetazo en el hígado a Saveliy.
«Hay algo en lo que no se parece a su hermano», pensó Saveliy, dándole un buen apretón de manos.
—¿No se parece? —dijo el jefe sonriendo, para demostrar el talento senil de leer el pensamiento.
—No —admitió honestamente Saveliy.
—Sin embargo, somos hermanos —anunció medio bebido Pushkov-Riltsev. Después volvió la mirada al narigón y apuntó a Saveliy con un dedo—. Y éste es mi mejor empleado. Una pluma de oro.
—¿Pluma, dices? —El «hermano», Musa, sonrió débilmente.
Saveliy entendió de pronto que tenía ante él a un hombre del primer piso. Un bandido. Una rara avis en los niveles noventa.
—No tengas miedo, Hertz —lo tranquilizó el viejo—. Bebe con nosotros. Mira qué regalo me han traído.
Saveliy echó un vistazo a su alrededor y vio el regalo, que verdaderamente era de lo más original: una copia holográfica de primera categoría de Solzhenitsyn sentado en un sillón volteriano, con el mono de trabajo del campo de concentración que llevaba el número Sh-854
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El hombretón se atusaba la barba y amenazaba severamente con un dedo.
—Bueno, tengo que irme —dijo Musa a media voz.
—Quédate ahí sentado —ordenó Pushkov-Riltsev—. Vamos a beber los tres. Por haberos conocido. Saveliy Hertz es el tipo del que te he hablado.
Saveliy se estremeció. El dueño de la revista
Lo Más
era considerado una leyenda viva. Además de haber formado parte del movimiento partisano de Siberia, le atribuían haber tenido amistad con dos primeros ministros, enemistad con un tercero, haber amasado varias fortunas y haberlas dilapidado, una docena como mínimo de esposas y muchas cosas más. Si una persona así te apunta con un dedo en presencia de un bandido diciendo: «Te he hablado de él», seguramente todo eso significa que tu destino va a cambiar.
• • •
—Y tú, pluma de oro —dijo el jefe dirigiéndose a Saveliy—, sírvenos a todos. Por ser el más joven del grupo.
Saveliy llenó las copas. Bebieron. El alcohol quemó las entrañas al periodista y le provocó náuseas. Musa —evidentemente un gran especialista en estas lides— se lo bebió de un solo trago. El viejo bebía ruidosamente, haciendo vibrar su flácida papada. Al instante dijo:
—Vuelve a servir. Por cierto, ¿tienes hambre?
—No —contestó Saveliy—. Y tampoco quiero beber más.
«A propósito —recordó—, todavía tengo que ir a casa de Gosha Degot. El colega me ha pedido que vaya, lo que significa que tengo que hacerlo. Gosha Degot es un buen hombre que está atravesando por momentos difíciles, así que hay que apoyarlo.»
—No quieres beber —observó con tono agrio Pushkov-Riltsev—. Tampoco quieres comer. Es muy raro.
—¿Por qué te metes con él? —recriminó al anciano su «hermano» narigudo—. Quizá el hombre consume alegría en forma pura.
—Lo dudo —respondió lentamente el jefe de redacción—. Ya me habría enterado. Saveliy, ¿a que no consumes alegría en forma pura?
Saveliy decidió hacerse el ofendido. Solamente los viejos ricos y borrachos y conocidos cercanos podían permitirse entre ellos tamaña falta de delicadeza como era conversar sobre la ingesta de pulpa de tallo. Pero el «hermano» no dejaba de observar a Saveliy, y la mirada de aquel hombre tan duro era inexpresiva hasta tal punto que lo más sensato era simplemente guardar silencio.
A pesar de su riquísima experiencia periodística, Hertz conocía poco a este tipo de personas: bandidos, «amigos», habitantes de los pisos uno al cinco o inquilinos que habían sobrevivido en alguno de los suburbios, en los edificios destartalados de diecisiete plantas construidos por el alcalde Luzhkov, donde uno de cada dos adolescentes desde los quince años intentaba organizar un equipo para alguna vez, durante la noche, derribar un tallo, vender la pulpa a los especuladores y hacerse con un helicóptero propio. En los pisos más bajos no temían ni a la policía ni al diablo, inventaban complicadas combinaciones de pulpa de quinta destilación con cocaína y opio, traficaban con ellas, mantenían elegantes burdeles y casas de apuestas con unos ingresos millonarios. Allí falsificaban de todo, empezando con los Rolls-Royce chinos y acabando con viajes turísticos a la Luna; inventaban aparatos para neutralizar la señal de los microchips del gobierno, intentaban clonar a Berezóvskiy, Bill Gates, Zinedine Zidane, Bruce Lee, Mijáil Krug, Pete Doherty y al general Agafanguel Retskiy. Naturalmente, el grande y poderoso Pushkov-Riltsev, uno de los hombres de acción social más odiosos de Moscú, anciano invencible que tenía en su poder tanto denuncias como premios por parte del Estado, podía mantener contacto directo con el mundo de la delincuencia, y Saveliy no se sorprendió al ver a un malhechor profesional en su despacho. Pero estar sentado en la misma mesa al lado de ese «hermano» tan pobremente vestido y que hablaba entre dientes, y además tener que emborracharse con él, eso ya era demasiado. «¿Para qué me habrá llamado el viejo? —pensó Hertz, enojado—. ¿Para presentarme a un criminal? ¿Para qué necesito yo un criminal? Los criminales no conceden entrevistas. Toda su vida, hasta en los más mínimos detalles, está organizada para pasar lo más desapercibidos posible. Para cualquier criminal un periodista es el enemigo número uno después de la policía.»