El friegaplatos dio media vuelta y salió corriendo hacia la panadería.
La panadería. Cuando la alarma de su reloj había anunciado, amenazante, el amanecer, Jody había corrido por el callejón probando puertas, y la única que había encontrado abierta llevaba al almacén de una panadería. Necesitaba un escondite donde no la molestaran mientras dormía, y aunque pensó en esconderse debajo de un par de sacos de harina de veinticinco kilos, no tenía modo de saber si los panaderos los usarían ese día. Ya se había despertado en una morgue en cierta ocasión (cuando Tommy la congeló), y encontrarse con un rollizo auxiliar funerario con tenden-cias necrófilas restregando su supuesto cadáver semidesnudo con las manos y otras partes del cuerpo mientras ella se descongelaba le había amargado por completo la experiencia. No, tenía que encontrar un sitio más apartado donde dormir.
Había oído, al otro lado de la puerta, los pasos y la voz de un panadero que se disponía a entrar en el almacén. Había mirado a su alrededor en busca de un sitio donde esconderse y había visto las mugrientas planchas del techo acústico sobre su cabeza. Había saltado sobre el palé de harina, levantado una plancha y visto que el techo estaba suspendido a un metro veinte por debajo del techo estructural. Benditos fueran los edificios viejos. Se había agarrado a una cañería de agua, se había encaramado al techo, había subido las piernas y rodeado con ellas la cañería; luego había usado la mano libre para volver a colocar la plancha en su sitio, todo ello en menos de dos segundos.
Había aguzado el oído mientras el hombre se movía debajo de ella, recogía uno de los sacos grandes de harina y salía de la habitación. Se había librado por los pelos.
Entonces había mirado su reloj. Faltaba menos de un minuto para que se quedara frita. Había visto cuatro cañerías que corrían en paralelo al techo, casi unidas. Estaban ligeramente calientes, por eso podía verlas en la oscuridad, pero medían cinco centímetros de contorno cada una y estaban sujetas al techo más o menos cada medio metro. La sostendrían.
Se había subido encima de ellas, se había quitado la chaqueta de cuero, la había puesto encima de las cañerías y luego se había tumbado boca abajo sobre ella. Así, aunque una de sus piernas resbalara, no se caería. Estaba intentando meter las punteras de las botas entre los resquicios de las cañerías cuando se quedó dormida.
El problema era que a aquella hora tan temprana las cañerías no se usaban. Pero cuando el edificio se despertó el agua caliente empezó a correr por ellas, y Jody había pasado todo el día expuesta a su calor. La chaqueta había protegido su cara y su tronco, pero sus muslos se habían cocido a fuego lento bajo los vaqueros.
Rechinó los dientes, cruzó a toda prisa la puerta del cuarto del lavaplatos y entró en la trastienda de la panadería. Estaba desierta, claro: los panaderos solo trabajaban de madrugada y a primera hora de la mañana. Al anochecer, el que fregaba los platos era el único que quedaba en el edificio.
Volvió al almacén y salió al callejón. Desde el fondo del callejón veía la entrada a sus dos lofts. Por suerte, nadie parecía estar vigilando desde la calle. En la casa nueva había luz. Se acercó a la puerta. Le ardían las piernas cada vez que daba un paso.
Aplicó el oído a la puerta, hizo lo que ella llamaba «abarcar». Si se concentraba, casi podía oír formas, dependiendo del ruido ambiente. Había alguien en el loft; oía el latido de un corazón, música industrial sonando a través de auriculares, el arrastrar de un cuerpo: un cuerpo ligero que bailaba. Era la chica, Abby Normal. ¿Dónde demonios estaba Tommy? No podía estar muy lejos del loft: solo hacía cinco minutos que se había puesto el sol.
Jody aporreó la puerta, pero los ruidos de arriba no cambiaron de ritmo. Volvió a aporrearla, dejando esta vez una abolladura en el metal. Joder, la cría tiene puestos los cascos y no oye nada.
Se estremeció, aunque no por el frío, sino por el hambre que empezaba a apoderarse de ella. Su cuerpo le decía que necesitaba alimentarse para sanar.
Solo lo había hecho una vez antes, y no estaba segura de poder volver a hacerlo, pero tenía que entrar en el loft y dejar intacta una puerta que pudiera cerrarse con llave. Se concentró como el viejo vampiro le había enseñado y poco a poco sintió que se difuminaba y que iba transformándose en niebla.
Monet ya no iba vestido de estatua viviente: había abandonado su papel (ese papel, por lo menos). Ahora era todo un gangsta, un rapero de la hostia, un ninja con un par de cojones, un hijoputa de mucho cuidado en busca de venganza. A media tarde había desistido de ganar algún dinero y se había ido a casa para quitarse el maquillaje y lamerse las heridas. Ese día le habían dado una buena zurra, aunque fuera solo en el ego. Pero ahora iba con sus colegas P. J. y Fly; entre los tres darían su merecido a aquel hijoputa de bronce, si todavía andaba por allí. Si no salía corriendo como una zorra.
—¿Llevas pipa? —dijo Fly mientras se ajustaba el pañuelo pirata y conducía su Honda Civic de diez años, cuyas llantas valían más que el resto del coche.
—¿Eh? —preguntó Monet.
—Que si tienes un arma —dijo Fly, pronunciando con la precisión de la Royal Shakespeare Company.
—Ah, sí. —Monet se sacó la Glock de la cinturilla y se la enseñó a Fly.
—Baja ese cacharro, negro —dijo P. J., que iba en el asiento de atrás, vestido con un chándal Phat Pharm que le quedaba cuatro tallas grande.
—Perdón —dijo Monet, y volvió a meterse la pistola en la cinturilla de los pantalones. Le había pedido prestada la Glock (se la había alquilado, en realidad) a un auténtico gangsta de Hunter’s Point al que tenía que devolvérsela dos horas después, o le cobraría veinticinco pavos de más. Antes de darle la pistola a Monet, el gangsta le había hecho jurar que nadie llevaría colores de banda, para que no le echaran a él la culpa de lo que hiciera Monet. Monet se lo había asegurado y luego, después de que P. J. buscara en Google qué eran «colores de banda», se habían decidido por pañuelos naranjas, dado que ninguna banda parecía llevarlos.
—El Pelotón de los Butaneros, tío —había dicho Monet.
—No, tío, los Matones de la Pétrea Mandarina —sugirió Fly.
—Tíos, tíos, tíos, atención —dijo P. J., haciendo tantos aspavientos que cualquier sordo que lo hubiera visto habría pensado que tenía el síndrome de Tourette—. La Banda Cutre del Pez Payaso.
—Hostia, tú, eso es tan absurdo que tiene sentido —dijo Monet.
—¿Y eso es bueno? —preguntó Fly.
—Hombre, tío, métete en el papel. —Fly era un mal actor. Iban los tres a la misma escuela de interpretación.
Debería haber contratado a matones de verdad para aquel trabajo. Seguramente P. J. se liaría con las perneras del chándal y acabaría arruinando por completo su intento de intimidación.
—Ya estamos —dijo Fly, apartándose del tráfico junto a la acera del Embarcadero, al lado del Ferry Building—. ¿Es ese?
—Sí, ese es —contestó Monet. No había nadie por allí. Solo algún coche pasaba de largo de vez en cuando. Y, sin embargo, el nuevo seguía allí.
—Acordaos—dijo Fly—.Andad. No corráis. Solo andad, como si tuvierais todo el tiempo del mundo. Utilizad vuestra memoria sensorial.
—Vale, vale, vale —dijo Monet. P. J. y él salieron del coche y avanzaron rápidamente por los adoquines hasta donde la estatua viviente seguía haciendo su papel. Maldición, sí era bueno: ni siquiera se movió.
Cuando llegaron a su lado, Monet levantó la Glock y el cañón chocó con la frente de la estatua.
—¡Tú, hijoputa! —Se oyó un clanc amortiguado.
—Guau —dijo P. J. —. Pero si este negro es una estatua de verdad.
Monet tocó la estatua: tres clanes amortiguados. —Pues sí.
—Tiene un montón de dinero en los zapatos —dijo P. J. —Pues cógelo, idiota —dijo Monet. —Eh, para el carro, Monet, que no es a mí a quien ha robado protagonismo una estatua de verdad. —Cállate —respondió Monet.
P. J. estaba sacando manojos de billetes de los vasos de refresco gigantes de los pies de la estatua y metiéndoselos en los bolsillos.
—Aquí debe de haber mil dólares, tío.
—Jo —dijo Monet—. Ayúdame a meter la estatua en el coche.
P. J. se levantó, metió un hombro debajo de la estatua e intentó levantarla mientras Monet se guardaba la pistola en los pantalones y arrimaba el hombro por el otro lado. Arrastraron la estatua un metro; luego tuvieron que dejarla para recobrar el aliento.
—Pesa como su puta madre —dijo P. J.
—¡Queréis venir de una vez! —gritó Fly desde el coche, ya completamente fuera de su papel.
—A la mierda con esto —dijo Monet. Todo aquel asunto era muy embarazoso. Y había pagado el alquiler de la pistola, ¿no? Se sacó la Glock de la cinturilla y le pegó un tiro a la estatua.
P. J. agachó la cabeza.
—Mierda —dijo—. ¿Tú estás loco o qué?
—A este hijoputa le hace falta que le den una… —Monet se calló de pronto.
P. J. se incorporó y miró hacia atrás. Por el agujero de la bala salía humo y, en el segundo que estuvo mirando, aquel humo tomó la forma de una mano y agarró a Monet por el pescuezo. P. J. se volvió para huir, pero algo lo agarró por la capucha del chándal y tiró de él hacia atrás. Oyó que Monet hacía ruidos como si tuviera arcadas y se ahogara. Luego sintió un dolor agudo a un lado del cuello y se notó mareado.
Lo último que vio fue a Fly largándose en el Honda.
Las crónicas de Abby Normal:
esbirra recién uncida de los Hijos de la Noche
Inclinaos ante mí, sucios mortales, porque ahora os veo como los patéticos ratoncillos que sois. Escabullios ante mi deslumbrante oscuridad, moradores del día, porque soy vuestra ama, vuestra reina, vuestra diosa: ellos me han acogido en su seno. ¡Soy Abigail von Normal, NOSFERATU, cabrones! Bueno, más o menos.
Ay, Dios mío. Fue tan guay… Como correrse dos veces con gominolas y una Coca-Cola. Estaba en el loft, flipando con la música de mi MP3. Me había bajado el último CD de Dead Can Dub (Death Boots Badonka Mix) en el Starbucks, y estaba levitando total. Me sentía transportada a un antiguo castillo rumano donde todo el mundo iba de éxtasis hasta las cejas y bailaba sensualmente y superchill (con el pelo perfecto). Estaba encima de la mecedora, haciendo un baile de caderas estilo libre (perfeccionando mi danza gestalt) cuando vi que entraba humo por debajo de la puerta.
(Estoy deseando bailar con Jared escuchando el nuevo CD. Le va a encantar el paso que hago. Eso es lo que me gusta de bailar con gais. Si se les pone dura mientras bailan, te lo puedes tomar como un cumplido, no como una indirecta.
Jared dice que, si yo fuera un tío, me comería la polla total.
A veces es tan mono…)
Así que me quité uno de los auriculares y dije:
—Vaya, hay fuego en la escalera. Tenía que tocarme a mí.
—Solo hay una salida, así que ya sabes: Abby chamuscada al canto.
Pero el humo tomó la forma de un pilar, y luego empezaron a crecerle brazos y piernas. Cuando vi que tenía ojos corrí al dormitorio y cerré la puerta. No estaba alucinando ni nada, estaba supertranquila. Pero no era como cuando tus amigas te sujetan el pelo mientras vomitas y te dicen que solo son las drogas y que no te va a pasar nada; así que cerré la puerta con llave por si acaso, para poder evaluar la situación. Entonces la puerta reventó hecha astillas y allí estaba la condesa, totalmente desnuda, de pie en la puerta, con el pomo en la mano. Y estaba buenísima, solo que tenía las piernas hechas una mierda, como quemadas o podridas o algo así.
Así que voy y le digo:
—Acabas de quedarte sin fianza.
Y la condesa me coge por el pelo y tira de mí y me muerde en el cuello, así como así. No me dolió mucho, fue más bien la impresión, como cuando te despiertas después de una endodoncia y te encuentras a tu dentista metiéndote mano. Bueno, no exactamente así: más místico. Pero de todas formas fue sorprendente. (Vale, me dolió, pero no tanto corno la vez que Lily intentó que nos agujereáramos los pezones con el compás de la clase de geometría y un cubito de hielo. ¡Au!)
Ella olía a carne quemada, y yo intenté apartarla, pero era como si tuviera los miembros paralizados o un tío muy gordo se hubiera sentado encima de mí; como si estuviera enterrada viva o algo así, pero viendo lo que pasaba. Y luego empecé a marearme y pensé que me iba a desmayar. Entonces fue cuando la muy zorra me soltó.
Y va y dice:
—Baja a recoger mi ropa de la acera. Y haz café.
Y yo pensé, espera un momento, acabo de perder la virginidad de mi mortalidad, ¿no deberías darme un cigarrillo o una puta toalla o algo así?
Pero solo dije:
—Vale. —Porque las quemaduras de la condesa iban curando mientras yo las miraba, y me acojonaba mirarla desnuda, con los muslos quemados y los pelos del pubis todos rojos. Así que bajé y nada más salir del portal había un indigente rebuscando entre un montón de ropa. Bueno, en realidad estaba olisqueando las bragas de la condesa. Y como creo que no siempre hacemos todo lo que podemos por ayudar a los indigentes, voy y le digo:
—Llévatelas, y no le digas a nadie lo que has visto aquí esta noche.
(Ya empezaba a sentir la superioridad de mi nosferatitud, así que me pareció apropiado tirar de nobleza obliga.) Así que se fue husmeando las bragas de encaje de la no muerta mientras yo subía en busca de filtros para el café.
Cuando llegué arriba la condesa se había vestido y se había peinado y va y me dice:
—¿Dónde está Tommy? ¿Has visto a Tommy? ¿Hablaste con esos polis? ¿Y dónde está Tommy?
Y yo:
—Condesa, te suplico perdón y todo ese rollo, pero tienes que calmarte. El vampiro Flood no estaba cuando llegué aquí esta mañana, y tampoco estaba esa estatua de bronce. Pensé que os habíais ido a dormir en el húmedo seno de vuestro suelo nativo o algo así.
—Qué asco —dijo la condesa. Luego se aceleró de repente—. Hazme un café con dos azucarillos y échale una de esas jeringuillas de sangre. Y llámanos a un taxi.
Y yo:
—Eh, para el carro, condesa. Soy uno de los vuestros y tú no mandas en mí y…
Y ella va y dice:
—He dicho «llámanos», ¿no?
Así que hice su recado (bueno, nuestro recado, en realidad) y cogimos un taxi para ir al Safeway de Marina, aunque no entiendo por qué no nos transformamos en murciélagos y fuimos volando. El caso es que llegamos allí en diez minutos. Pero justo cuando íbamos a parar, la condesa va y le dice al conductor que siga adelante.