—¿Cómo lo sabes?
—Fijaos en esos sarcomas de los pies.
Chin, que le había quitado un zapato a la prostituta, señaló las llagas abiertas del pie y el tobillo del cadáver.
Rivera suspiró. No quería preguntar, pero preguntó de todos modos.
—¿Hay pérdida de sangre?
Dorothy Chin había hecho las autopsias de dos de las víctimas anteriores y pareció encogerse un poco. Aquello era una pauta. Todas las víctimas padecían una enfermedad terminal, todas habían muerto con el cuello roto y todas mostraban evidencias de pérdida de sangre extrema, pero ninguna herida visible. Ni siquiera la marca de una aguja.
—Aquí no puedo saberlo.
Cavuto había perdido el buen humor.
—Así que, ¿vamos a pasarnos el día de Navidad interrogando a un montón de sacos de mierda, a ver si alguno vio algo?
Al fondo del callejón, los agentes uniformados estaban aún hablando con el indigente mugroso que había dado parte del asesinato. Intentaba sacarles una botella de güis-qui porque era Navidad. Rivera no quería irse a casa, pero tampoco quería pasarse el día intentando averiguar lo que ya sabía. Miró su reloj.
—¿A qué hora amaneció esta mañana? —preguntó.
—Espera —dijo Cavuto mientras se palpaba los bolsillos—, voy a mirar mi almanaque.
Dorothy Chin volvió a resoplar y empezó a reírse por lo bajo.
—Doctora Chin —dijo Rivera, crispándose un poco—, ¿podría ser más precisa sobre la hora de la muerte?
Chin advirtió el tono de Rivera y adoptó un tono profesional.
—Claro. Hay un algoritmo para el tiempo de enfriamiento de un cadáver. Consígame la temperatura de anoche, deje que lleve el cadáver al depósito y lo pese y le daré una hora en menos de diez minutos.
—¿Qué? —le dijo Cavuto a Chin—. ¿Qué? —Esta vez se dirigió a Rivera.
—El solsticio de invierno, Nick —dijo Rivera—. La Navidad se estableció originalmente en el solsticio de invierno, el día más corto del año. Ahora son las once y media. Apuesto a que hace cuatro horas estaba empezando a salir el sol.
—Sí—dijo Cavuto—. Las prostitutas tienen un horario de mierda. ¿Es eso lo que quieres decir? Rivera levantó una ceja.
—Nuestro amigo no pudo ir muy lejos después de que amaneciera, eso es lo que estoy diciendo. Tiene que estar por aquí.
—Me temía que fuera eso lo que querías decir —dijo Cavuto—. Nunca abriremos la librería, ¿verdad?
—Diles a los agentes que busquen por cualquier sitio oscuro: debajo de contenedores, en agujeros, en sótanos, en cualquier parte.
—Puede que sea difícil conseguir una orden de registro en Navidad.
—No se necesita una orden de registro si se tiene el permiso de los propietarios. No vamos a detener a nadie que viva aquí, estamos buscando a un sospechoso de asesinato.
Cavuto señaló el edificio de ocho plantas que formaba una pared del callejón.
—Este edificio tiene como ochocientos cuchitriles dentro.
—Pues será mejor que os pongáis en marcha. —¿Y tú qué vas a hacer?
—Hace un par de días se denunció la desaparición de un hombre mayor en North Beach. Voy a investigarlo.
—Porque no quieres meterte debajo de los contenedores ni aunque te…
—Porque —dijo Rivera antes de que acabara la frase— tenía cáncer terminal. Su mujer cree que salió a dar una vuelta y se perdió. Ahora no estoy tan seguro. Llámame si encontráis algo.
—Aja. —Cavuto se volvió hacia los tres policías de uniforme que estaban entrevistando al mendigo—. Eh, chicos, tengo un regalito navideño para vosotros.
Los Animales decidieron celebrar un pequeño funeral para Blue en el barrio chino. Troy Lee ya estaba allí, igual que Lash, que no quería volver a su apartamento hasta que se llevaran el cuerpo de Blue, y Barry, que era judío, iba a ir a cenar allí con su familia, como era tradición en su fe. Además, las licorerías del barrio chino estaban abiertas en Navidad, y si uno deslizaba algún dinero por debajo del mostrador, podía conseguir petardos. Los Animales estaban seguros de que Blue habría querido petardos en su funeral.
Estaban de pie formando un semicírculo, cada uno de ellos con una cerveza en la mano, en un parque cerca de la calle Grant. A la difunta se la honraba in absentia: en su lugar había un par de bragas comestibles a medio comer. Desde lejos, parecían una panda de muertos de hambre llorando a un palote de caramelo.
—Me gustaría empezar, si puedo —dijo Drew. Llevaba un abrigo largo y el pelo recogido con una cinta negra, de modo que se le veía el moraron en forma de diana de la frente, allí donde Jody le había dado con la botella de vino. Se sacó del abrigo un narguile del tamaño de un saxo tenor y, usando un mechero largo diseñado para encender chimeneas, prendió aquella magnífica pipa y se puso a borbotear como un submarinista con un ataque de asma. Cuando no pudo aguantar más, levantó el narguile, vertió un poco de agua en el suelo y dijo con voz ronca:
—Por Blue. —Lo cual le salió con un anillo de humo perfecto ante cuya visión los ojos de los demás se llenaron de lágrimas.
—Por Blue —repitieron los otros y, poniendo una mano sobre el narguile, vertieron un poco de sus cervezas.
—Pol Blue, mi neglo —dijo la abuela de Troy Lee, que había insistido en unirse a la ceremonia en cuanto supo que habría petardos.
—La vengaremos —dijo Lash.
—Y recuperaremos nuestro puto dinero —dijo Jeff, el gran deportista.
—Amén —dijeron los Animales.
Se habían decantado por una ceremonia aconfesional, ya que Barry era judío, Troy Lee budista, Clint evangélico, Drew rastafari, Gustavo católico y Lash y Jeff drogadictos paganos. Gustavo se había ido a trabajar porque tenía que haber alguien en la tienda mientras el escaparate siguiera tapado con tablones de contrachapado, así que, por deferencia a su fe, habían llevado pebeteros e incienso, y levantado una valla de palitos humeantes alrededor de las bragas comestibles. El incienso iba también con la tradición budista de Troy y su abuela, y Lash comentó durante la ceremonia que, aunque en otras cosas tuviera sus diferencias, a todos los dioses les gustaban las putas bienolientes.
—¡Amén! —dijeron otra vez los Animales.
—Y además vienen muy bien para encender petardos —añadió Jeff que, inclinándose sobre una varita de incienso, prendió una traca.
—¡Aleluya! —exclamaron los Animales.
Cada uno se ofreció a compartir algún recuerdo de Blue, pero todas sus historias degeneraban rápidamente con la inclusión de orificios y cosas pringosas, y ninguno quería seguir en esa línea delante de la abuela de Troy, así que se limitaron a lanzar petardos a Clint mientras este leía el salmo veintitrés.
Antes de empezar la segunda caja de cerveza, decidieron que, cuando anocheciera, tres de ellos (Lash, Troy Lee y Barry) sacarían a Blue del apartamento de Lash, la meterían en la parte de atrás de la ranchera de Barry y la arrojarían al mar en medio de la bahía en la Zodiac de Barry. (Barry era el submarinista del grupo, y tenía un montón de chismes acuáticos. Habían usado sus pistolas de arpones para atrapar al viejo vampiro).
Lash se armó de valor al abrir la puerta del apartamento, pero, para su sorpresa, no olía a nada. Llevó a Barry y a Troy al dormitorio y juntos sacaron la alfombra enrollada del armario.
—No pesa mucho —dijo Barry.
—Ay, mierda, mierda, mierda —dijo Troy mientras intentaba furiosamente desenrollar la alfombra.
Por fin, Lash estiró los brazos, cogió el borde de la alfombra y la desplegó de golpe por encima de su cabeza. Se oyó un golpe seco contra la pared del fondo y luego un tintineo metálico, como de monedas al caer.
Los tres Animales se quedaron mirando.
—¿Qué es eso? —preguntó Barry.
—Unos pendientes —contestó Troy. En efecto, había siete pendientes sobre la tarima del suelo.
—Eso no. ¡Eso! —Barry señaló con la cabeza dos tabletas gelatinosas del tamaño de melones cantaloupe que temblaban sobre el suelo como gelatina varada.
Lash se estremeció.
—Yo ya los había visto antes. Mi hermano trabajaba en una fábrica de Santa Bárbara que los hacía.
—¿Qué coño son? —preguntó Troy Lee, guiñando los ojos a través de una neblina alcohólica.
—Implantes mamarios —dijo Lash.
—¿Y qué son esa especie de gusanos? —preguntó Barry. Había dos pegotes traslúcidos parecidos a babosas pegados junto al borde de la alfombra.
—Parece silicona para ventanas —dijo Lash. Se fijó en que había un polvillo azul al borde de la alfombra. Pasó la mano por él, cogió un poco entre dos dedos y lo olfateó. Nada.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Barry. —Ni idea —dijo Lash.
Gustavo Chávez era el séptimo hijo del ladrillero de un pueblecito del estado de Michoacán, México. A los dieciocho años se casó con una chica del pueblo, hija de un granjero, ella también séptima hija, y a los veinte, con su segundo vástago en camino, cruzó la frontera de Estados Unidos, donde desde hacía algún tiempo vivía con un primo en Oakland, junto con veinte parientes más, y trabajaba de peón doce horas al día, ganando así dinero suficiente para comer y mandar a su familia más dinero del que habría hecho en el ladrillal de su padre. Hacía esto porque era lo responsable y lo correcto, y porque había sido educado como un buen católico que, al igual que su padre, debía mantener a su familia y a no más de dos o tres queridas. Cada año, un mes antes de Navidad, volvía a cruzar la frontera de extranjis para celebrar las fiestas con su familia, conocer a sus hijos nuevos, si había nacido alguno, y hacer el amor con su mujer, María, hasta que tenían los dos tantas agujetas que hasta andar les dolía. De hecho, la visión de los muslos tentadores de María empezaba a aparecérsele a menudo en torno a Halloween, y el desventurado portero de noche se encontraba con frecuencia en estado de semierección cuando pasaba su fregona jabonosa por los cuatro mil metros cuadrados de linóleo del supermercado, cosa que hacía cada noche.
Esa noche se encontraba solo en la tienda y no estaba ni mucho menos empalmado, porque era Navidad y no podía ir a misa ni tomar la comunión hasta que se hubiera confesado. Se sentía profundamente avergonzado. Era Navidad y ni siquiera había llamado a María. Hacía semanas que no hablaba con ella, porque, como el resto de los Animales, se había ido a Las Vegas y le había entregado todo su dinero a la puta azul.
Había llamado, como es lógico, después de que se llevaran las obras de arte del vampiro y las vendieran por un montón de dinero, pero desde entonces su vida había transcurrido en una neblina de tequila y marihuana y entre las perversas atenciones de la azulada. Él, un buen hombre que se preocupaba por su familia y que jamás había pegado a su mujer, a la que solo le había puesto los cuernos con una prima segunda y nunca con una blanca, había caído bajo la maldición de la concha de la diabla azul.*
Esta es la Navidad más triste y solitaria de mi vida, pensó mientras arrastraba su fregona más allá de las puertas de lona plástica que daban a la cámara de la sección de alimentos frescos. Soy como el pobre cabrón de ese libro, La perla, porque, por intentar aprovecharme de un golpe de buena suerte, he perdido todo lo que me importa. Vale, estuve borracho una semana y mi perla era una puta de color azul que me sacó hasta las chimichangas, pero aun así es muy triste. Pensaba estas cosas en español, así que sonaban infinitamente más trágicas y románticas.
Oyó entonces un ruido procedente de la cámara y se sobresaltó por un segundo. Escurrió su fregona como si quisiera estar listo para todo. No le gustaba estar solo en la tienda, pero con el escaparate roto tenía que haber alguien allí, y como él estaba muy lejos de casa, no tenía otro sitio donde ir y el sindicato se encargaría de que le pagaran el doble, se había ofrecido voluntario. Quizá si mandaba a casa un poco más de dinero, María se olvidaría de los cien mil dólares que le había prometido.
Algo se movía detrás de las puertas de plástico de la cámara, que se agitaban ligeramente. El recio mexicano se santiguó y salió marcha atrás de la sección de alimentos frescos, moviendo la fregona en rápidas pasadas, casi sin dejar un asomo de humedad en el linóleo. Iba por la vitrina de los lácteos cuando una pila de yogures se cayó del otro lado de las puertas de cristal, como si alguien los hubiera apartado de un empujón para mirar entre ellos.
Gustavo soltó la fregona y corrió hacia el fondo de la tienda, rezando un avemaria aderezado con palabrotas y preguntándose si lo que oía tras él eran pasos o el eco de sus propias pisadas que resonaba en la tienda desierta.
Por la puerta delantera y ala calle, canturreaba para sus adentros. Por la puerta delantera y a la calle. Estuvo en un tris de caerse al doblar la esquina del mueble de la carne. Tenía todavía los zapatos húmedos del agua de la fregona. Se sujetó con una mano y se levantó como un esprínter, al tiempo que echaba mano de su cinturón en busca de las llaves.
Se oían pasos tras él, ligeros, expeditivos: pies descalzos sobre linóleo, pero veloces, y a corta distancia. No podía pararse a abrir la puerta cuando llegara allí, no podía mirar atrás, no podía volverse para mirar: un segundo de vacilación y estaba perdido. Profirió un largo gemido y atravesó corriendo un expositor de chicles y caramelos que había al lado de las cajas registradoras. Tropezó con la primera caja en medio de una avalancha de caramelos y revistas, muchas de las cuales ostentaban titulares como «Me casé con el Yeti», «El culto a los marcianos se apodera de Hollywood», «Los vampiros infestan nuestras calles» y otras tonterías por el estilo.
Gustavo salió a gatas de aquel montón de cosas y se iba arrastrando boca abajo como se arrastraría un lagarto del desierto por la arena caliente cuando un gran peso cayó sobre su espalda, dejándolo sin respiración. Jadeó intentando recuperar el aliento, pero algo lo agarró por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás. Oyó unos crujidos cerca de sus oídos, olió como a carne podrida y tuvo una náusea. Mientras era arrastrado como una pieza de carne por el pasillo y a través de las puertas de la trastienda a oscuras del supermercado, vio los fluorescentes, un alegre elfo de cartón que hacía galletas y algunos jamones en lata.
Feliz Navidad.*
—Nuestra primera Navidad juntos —dijo Jody, y le dio un beso en la mejilla y un pequeño apretón en el culo a través del pantalón del pijama—. ¿Me has comprado algo bonito?