—¡Ja! —dijo—. Creías que me habías pillado.
Un par de tipos vestidos de raperos pasaron junto a él mientras estaba encajando los vasos en los pies del vampiro. Tommy cometió el error de mirarlos, y se pararon.
—Lo he robado de un edificio de la Cuatro —dijo.
Ellos asintieron con la cabeza como si dijeran: «Claro, solo teníamos curiosidad», y siguieron calle abajo.
Deben de sentir mi fuerza superior y mi velocidad, pensó Tommy, y no se atreven a meterse conmigo. De hecho, habían constatado que el chaval blanco maquillado como un fantasma estaba como una cabra… ¿y qué iban a hacer ellos con una estatua de doscientos kilos, de todas formas?
Tommy decidió arrastrar la estatua hasta el Embarcadero y arrojarla al mar desde el muelle del Ferry Building. Si había alguien por allí, se quedaría junto a la barandilla como si estuviera con su novio y tiraría la estatua cuando nadie mirara. Aquel plan le hacía sentirse enormemente sofisticado. A nadie se le ocurriría jamás que un chico de Indiana fingiera ser gay. Esas cosas simplemente no se hacían. Tommy había conocido a un chico en el instituto que fue a Chicago a ver el musical Rent y del que nunca más se supo. Estaba convencido de que lo había hecho desaparecer el club juvenil del pueblo.
Cuando llegó al Embarcadero, que corría a lo largo de los muelles, sintió la tentación de arrojar a Elijah a la bahía e irse a dormir, pero tenía un plan, así que arrastró al vampiro a lo largo de las últimas dos manzanas, hasta el paseo del final de la calle Market, donde, en un gran parque pavimentado y adornado con estatuas, convergían los tranvías antiguos, los funiculares y los transbordadores que cruzaban la bahía. Allí, lejos de los edificios, la noche pareció abrirse a sus sentidos de vampiro y cobrar una nueva luz. Se detuvo un momento, dejó a Elijah junto a una fuente y observó el calor que desprendían algunas rejillas junto a la rotonda del tranvía. Perfecto. No había ni un alma por allí.
Entonces empezó el pitido. Tommy miró su reloj. Faltaban diez minutos para el amanecer. La noche no se había abierto a él: se le estaba cerrando. Diez minutos, y el loft estaba a veinte calles de allí.
Jody caminaba apresuradamente por el callejón de enfrente de su viejo loft. Todavía tenía veinte minutos antes de que amaneciera, pero empezaba a ver cómo clareaba el cielo y veinte minutos era muy poco tiempo. Tommy estaría aterrado. Debería haberse llevado el teléfono móvil. No tenía que haberlo dejado solo con su nueva esbirra.
Por fin había encontrado a William inconsciente en un portal del barrio chino, con Chet, el gato enorme, dormitando sobre su pecho. Tenían que acordarse de no dejarle ningún dinero de allí en adelante, si iba a ser su fuente de alimento. Si no, se iría por ahí a emborracharse y la cosa iría de mal en peor. En ese momento, iba de vuelta a casa solo, tambaleándose. Quizá Jody le dejara darse una ducha en el loft viejo: de todos modos, no iban a recuperar la fianza.
Todavía había luz en el loft. Genial, Tommy estaba en casa. Jody había olvidado llevarse la llave de la casa nueva. Estaba a punto de salir del callejón cuando olió a humo de puro y oyó una voz de hombre. Se paró y se asomó a la esquina.
Había un Ford sedán de color marrón aparcado al otro lado de la calle, enfrente de su viejo loft, y dentro de él dos hombres de mediana edad. Cavuto y Rivera, los inspectores de homicidios con los que había hecho un trato la noche que volaron el yate de Elijah. Tommy y ella se habían mudado justo a tiempo. O quizá no. Tampoco podía llegar a la casa nueva. El loft estaba solo a media manzana de allí, y tendría que cruzar a la intemperie. ¿Y si la puerta estaba cerrada, de todos modos?
Pegó un salto de dos metros cuando empezó a pitar la alarma de su reloj.
Solo hacia el final de su segundo turno, tras su regreso al Safeway, a los Animales se les pasó por fin la borrachera. Sentado en el amplio asiento trasero de la limusina, con la cabeza entre las manos, Lash confiaba desesperadamente en que el desánimo y el asco hacia sí mismo que sentía fueran solo el efecto de la resaca, y no lo que realmente eran; o sea, un enema de realidad, grande y flameante. El hecho era que se habían gastado más de medio millón de dólares en una puta de color azul. Dejó que la enormidad de aquello diera vueltas por su cabeza y miró a los otros Animales, que estaban sentados alrededor del perímetro de la limusina, en pose similar, intentando no mirarse los unos a los otros. Esa noche habían tenido que descargar y colocar casi dos remolques enteros de mercancías. Sabían lo que les esperaba porque ellos mismos habían hecho el pedido para compensar el tiempo que habían estado fuera y porque Clint había dejado que las estanterías se vaciaran. Así que se habían despejado, habían agachado la testuz y se habían puesto a acarrear mercancías como los Animales que eran. Ahora se acercaba el amanecer y todos ellos empezaban a comprender que quizá la hubieran cagado a lo grande.
Lash se arriesgó a lanzar una mirada de reojo a Blue, que iba sentada entre Barry y Troy Lee. Ella se había quedado con el apartamento de Lash en Northpoint, y le había hecho dormir en el sofá de Troy Lee, en cuya casa había unos setecientos chinos, todos ellos miembros de la familia, entre ellos la abuela de Troy, que, cada vez que cruzaba la habitación de día, cuando Lash intentaba dormir, chillaba:
—¿Qué pasa, neglata? —E intentaba despertarlo para que chocara con ella los puños o las palmas.
Lash había intentado explicarle que era de mala educación dirigirse a un afroamericano llamándolo «negrata» (a no ser que uno fuera otro afroamericano), pero Troy Lee entró y dijo:
—Solo habla cantonés.
—No es verdad. Está todo el rato diciéndome «¿qué pasa, negrata?».
—Ah, sí. A mí también me lo hace. ¿Habéis chocado los puños?
—No, no hemos chocado los puños, pedazo de capullo. Me ha llamado «negrata».
—Pues no va a parar hasta que choquéis los puños. Así es como funciona.
—No digas chorradas, Troy.
—Es su sofá.
Lash, exhausto y resacoso, chocó los puños con la anciana resabiada.
La abuela se volvió hacia Troy Lee.
—¿Qué pasa, neglata? —Ofreció la mano y chocó los puños con su nieto.
—¡No es lo mismo! —dijo Lash.
—Duerme un poco. Esta noche nos toca un cargamento grande.
Ahora, medio millón de dólares había desaparecido. Su apartamento había desaparecido. Y la limusina les costaba mil dólares diarios.
Lash miró por las ventanillas tintadas de negro el colaje de sombras fugaces que arrojaban las farolas. Luego se volvió hacia Blue.
—Blue—dijo—, tenemos que deshacernos de la limusina.
Todos levantaron la mirada, pasmados. Nadie se había dirigido a ella desde que habían acabado de descargar y reponer. Le habían llevado un café y un zumo, pero nadie había abierto la boca.
Blue lo miró.
—Conseguidme lo que quiero. —No había ni una pizca de malicia, ni siquiera de exigencia, en su voz; era solo una afirmación.
—De acuerdo —contestó Lash. Luego le dijo al conductor—: Tuerza a la derecha. Vuelva al edificio al que fuimos anoche.
Lash pasó por encima de la mampara de separación y se sentó en el asiento del copiloto. No veía una mierda por las ventanillas tintadas. Solo habían recorrido tres manzanas cuando vio a alguien corriendo. A alguien que iba demasiado deprisa para correr por simple afición. Corría y corría como si estuviera en llamas.
—Pare junto a ese tío.
El conductor asintió con la cabeza.
—Eh, chicos, ¿no es ese Flood?
—Sí, es él —dijo Barry, el calvo.
Lash bajó la ventanilla.
—Tommy, ¿necesitas que te llevemos, hombre?
Tommy, que seguía corriendo, asintió como un espídico muñequito de cabeza articulada.
Barry abrió la puerta de atrás y, antes de que la limusina frenara, Tommy montó de un salto y aterrizó sobre las rodillas de Drew y Gustavo.
—Tíos, cuánto me alegro de veros —dijo—. Dentro de un minuto voy a…
Se desmayó en sus regazos en el instante en que el sol comenzaba a derramarse sobre las colinas de San Francisco.
El inspector Alphonse Rivera vio a la marioneta rota (medias de rayas blancas y negras y zapatillas verdes) salir del apartamento de Jody Stroud y enfilar la calle. Luego la chica se volvió y miró su berlina marrón sin distintivos.
—La hemos cagado —dijo Nick Cavuto, el compañero de Rivera, un hombre ancho de espaldas y grande como un oso que añoraba los tiempos de Dashiell Hammet, cuando los polis hablaban como tipos duros y había muy pocos problemas que no pudieran resolverse con los puños o con jarabe de plomo.
—No la hemos cagado. Solo está mirando. Dos tíos de mediana edad sentados en un coche, en plena calle. Es un poco raro.
Si Cavuto era un oso, Rivera era un cuervo: un hispano fibroso y de rasgos afilados, con un toque de gris en las sienes. Últimamente le había dado por llevar trajes italianos caros, de seda cruda o lino, cuando podía encontrarlos. Su compañero llevaba un traje arrugado que había comprado en unos grandes almacenes. Rivera se preguntaba a menudo si no sería Nick Cavuto el único gay del planeta que no tenía ni pizca de sentido de la moda.
La chica patituerta con los ojos maquillados como un mapache avanzaba por la calle, hacia ellos.
—Sube tu ventanilla —dijo Cavuto—. Sube tu ventanilla. Haz como si no la vieras.
—No voy a esconderme de ella —contestó Rivera—. Es solo una cría.
—Exacto. No puedes pegarle.
—Por Dios, Nick. No es más que una cría un poco rara. ¿Se puede saber qué te pasa?
Cavuto estaba de los nervios desde que habían aparcado allí, hacía una hora. Ambos lo estaban, en realidad, desde que aquel tipo llamado Clint, uno de los del turno de noche del Safeway de Marina, había dejado un mensaje en el buzón de voz de Rivera diciéndoles que Jody Stroud, la vampira pelirroja, no se había ido de la ciudad, como había prometido, y que su novio, Tommy Flood, también era ahora un vampiro. Aquello era una mala noticia para los policías, que se habían quedado con una parte del dinero de la colección de arte del viejo vampiro a cambio de dejarlos marchar a todos. En realidad, les había parecido la única solución. Ninguno de los dos quería explicar que el asesino en serie al que habían estado persiguiendo era un vampiro centenario al que había dado caza una panda de porreros que trabajaban en el Safeway. Y cuando los Animales volaron su yate… en fin, el caso quedó resuelto. Si los vampiros se hubieran ido, todo habría acabado bien. Los policías habían planeado prejubilarse y abrir una tienda de libros raros. Rivera tenía pensado aprender a jugar al golf. Ahora sentía que todo aquello se alejaba arrastrado por una brisa maligna. Era policía desde hacía veinte años y nunca había amañado ni una multa de tráfico, y la única vez que aceptaba cien mil dólares y dejaba marchar a un vampiro, el mundo entero se volvía contra él como si fuera el malo de la película. Rivera había recibido una educación católica, pero empezaba a creer en el karma.
—Arranca. Arranca —dijo Cavuto—. Da la vuelta a la manzana hasta que se vaya.
—Eh —dijo la chica-payaso roto—, ¿sois polis?
Cavuto apretó el botón de la ventanilla de su puerta, pero el motor estaba apagado y la ventanilla no se movió.
—Lárgate, rica. ¿Qué haces que no estás en la escuela? ¿Tenemos que llevarte nosotros?
—Vacaciones de invierno, lumbreras —contestó la cría.
Rivera no pudo contener la risa y resopló un poco al intentarlo.
—Circula, bonita. Ve a quitarte toda esa porquería de la cara. Parece que te has quedado dormida con un fluorescente en la boca.
—Sí —dijo la chica mientras se examinaba una uña pintada de negro—, y a ti parece que te han echado ciento treinta kilos de vómito de gato encima de ese traje barato y que luego te han cortado el pelo a trasquilones.
Rivera se hundió en su asiento y volvió la cara hacia la puerta. No podía mirar a su compañero. Estaba seguro de que, si era posible que a alguien le saliera humo por las orejas, eso mismo le estaría pasando a Cavuto. Sabía que si miraba no podría contenerse.
—Si fueras un tío —dijo Cavuto—, ya te habría puesto las esposas, rica.
—Ay, Dios —masculló Rivera.
—Apuesto a que sí, si fuera un tío. Y apuesto a que tendría que mandarte al cajero automático, porque por las cosas raras se paga un extra. —La chica se inclinó hasta que sus ojos quedaron a la altura de los de Cavuto y le hizo un guiño.
Aquello fue el acabose. Rivera empezó a reírse como una niñita. Se le saltaban las lágrimas por las comisuras de los ojos.
—Eres de mucha ayuda, joder —dijo Cavuto. Alargó el brazo, giró la llave de contacto y bajó su ventanilla.
La chica se acercó al lado de Rivera.
—Bueno, ¿has visto a Flood —preguntó—, poli? —Añadió «poli» marcando mucho la «p», como si fuera un signo de puntuación, no una profesión.
—Acabas de salir de su apartamento —contestó Rivera, intentando parar de reírse—. Dímelo tú.
—Ahí no hay nadie. Ese capullo me debe pasta —dijo la chica.
—¿Por qué?
—Por unas cosas que le hice.
—Sé más concreta, tesoro. A diferencia de mi compañero, yo no amenazo. —Era una amenaza, por supuesto, pero le pareció que quizá había dado en el clavo: los ojos de la chica se abrieron tanto que se vio luz en ellos.
—Los ayudé a él y a esa arpía pelirroja a cargar sus cosas en un camión.
Rivera la miró de arriba abajo. No podía pesar ni cuarenta kilos.
—¿Te pagó para que lo ayudaras con la mudanza?
—Solo con las cosas pequeñas. Las lámparas y todo eso. Parecía que tenían prisa. Yo pasaba por aquí y me paró. Dijo que me daría cien pavos.
—¿Y no te los dio?
—Me dio ochenta. Dijo que no llevaba más encima. Que volviera esta mañana a por el resto.
—¿Dijo alguno de los dos adónde iban?
—Solo que esta mañana se iban de viaje, en cuanto me pagaran.
—¿Notaste algo raro en ellos, en Flood o en la pelirro-ja?
—Eran simples moradores del día, como tú. Burgueses de pacotilla. —¿Burgueses de pacotilla?
—Cabezas huecas, tarugos de tienda de muebles pija. —Claro, claro —dijo Rivera. Oyó reírse por lo bajo a su compañero.
—Entonces, ¿no los habéis visto? —preguntó ella. —No van a volver, chica. —¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Te has quedado sin tus veinte dólares. Pero te ha salido barato el escarmiento. Vete y no vuelvas por aquí, y si alguno de los dos se pone en contacto contigo o los ves, llámame.