Authors: John Norman
Antes de que yo perteneciese a Targo, él había estado recorriendo el trayecto de Ko-ro-ba a Laura. En realidad había estado haciendo una ruta en las proximidades de la ciudad de Ar, comprando y vendiendo chicas en varias ciudades. Había adquirido a Inge, Ute y Lana, a quien yo odiaba, en Ko-ro-ba. Lana era nuestra líder. La temíamos. Era la más fuerte y también la más bella. Sumisa, complaciente y dócil con los hombres, era autoritaria con nosotras. Hacíamos cuanto nos decía, pues de no ser así, nos golpeaba. Tal y como se dice, los amos no se inmiscuyen en las peleas de sus esclavas. Por supuesto que la habrían azotado muy severamente si nos hubiese desfigurado, herido o, de alguna manera, rebajado nuestro valor. Pero, aparte de esto, ella podía tiranizarnos o golpearnos cuanto quisiera. La odiábamos. Aunque por otro lado la envidiábamos. No es que fuese solamente la más hermosa de todas, sino que, además, había sido adiestrada en la casa de Cernus, la gran casa de esclavas de Ar, antes de ser capturada. Lana siempre había de colocarse la última en la cadena que formábamos para exhibirnos, para que así, la mercancía más atractiva se reservase para lo último. Esperábamos que la vendiesen, pero Targo se contenía a la espera de conseguir un precio altísimo por ella. Sin duda había recibido grandísimas ofertas en más de una ocasión, pero ella no pertenecía a una casta alta. Lana nos trataba al resto como esclavas. Targo y algunos de los guardias, le daban a veces caramelos y golosinas. Mi propio puesto en la cadena de exhibición era el cuarto, al menos al principio. Me enseñaron a arrodillarme de una cierta manera, y a pronunciar una frase determinada cuando me inspeccionasen, al tiempo que debía levantar la cabeza y sonreír. Targo y los guardias me la hicieron repetir infinidad de veces. Más tarde me enteré de que significaba
«Cómprame, amo»
. Al poner una muchacha a disposición del público, se coloca un anillo en su tobillo izquierdo. Éste se cierra alrededor del tobillo. Hay también un aro más pequeño, que se proyecta desde el que va sujeto al tobillo, que también se cierra herméticamente. Este segundo anillo puede pasarse por el eslabón de una cadena, permitiendo por lo tanto que las muchachas se coloquen a una determinada distancia las unas de las otras, o puede cerrarse al extremo de la cadena, permitiendo así que esta corra libremente en el interior del anillo sin herir o dañar el tobillo de la muchacha. En nuestra cadena de exhibición, éramos colocadas dejando una distancia entre nosotras unidas a una cadena. Ésta se tensaba hasta quedar rígida y se ataban los extremos, en ocasiones a árboles, en otras a dos gruesos aros de metal que se hundían en la tierra, fuera del alcance de la primera y la última chica respectivamente. De esta forma, no solamente estábamos sujetas, sino que además nos era imposible agruparnos, como las chicas sin experiencia tienden a hacer si no se les impide. En la cadena de exhibición, cabe ser mencionado aunque pueda suponerse, somos expuestas desnudas. Un refrán goreano dice que solo un necio compraría una mujer vestida. Supongo que tiene razón.
Targo había iniciado su marcha con cuarenta chicas y seis carros, diez boskos, y muchos otros bienes. Sus hombres, en esos momentos, eran más de veinte. Cuando llevaban dos días fuera de Ko-ro-ba, y se hallaban cruzando los campos hacia el norte en dirección a Laura, el cielo se oscureció con una bandada de tarnsmanes proscritos. Más de cien. Bajo las órdenes del terrible Rask de Treve, uno de los guerreros más temidos de todo Gor. Afortunadamente para Targo, consiguió acercar su caravana hasta el borde de una amplia espesura de Ka-la-na justo antes de que los tarnsmanes atacasen. Yo había visto varias espesuras como aquellas cuando deambulaba sola por los campos. Targo dividió a sus hombres expertamente. Hizo que unos tomasen todo el oro y bienes que pudiesen. Ordenó que otros soltasen a las muchachas y las condujesen a la espesura. Mandó que otros dejaran libres a los grandes que tiraban de los carros y que los llevasen también entre la maleza y los árboles. Entonces, instantes antes de que los tarnsmanes atacasen, con sus hombres llevando a las muchachas y los boskos, salió disparado hacia la espesura. Los tarnsmanes abandonaron sus monturas y saquearon las carretas, prendiéndoles fuego. Hubo una gran pelea en la espesura. Targo debió de perder unos once hombres y unas veinte de sus chicas fueron tomadas por los tarnsmanes, pero al poco rato, estos se batieron en retirada. Los tarnsmanes, jinetes de los grandes tarns, llamados Hermanos del Viento, son los señores del cielo, bravos guerreros cuyos campos de batalla son las nubes y el cielo. No son gente del bosque; no se toman la molestia de perseguir y cazar en lugares en los que por la oscuridad de los árboles o por la espesura del follaje, podrían ser sorprendidos de pronto por las acciones de un enemigo invisible.
Rask retiró a sus hombres y, en cuestión de pocos segundos, con las chicas sujetas a sus sillas de montar y los bienes de Targo metidos en sus mochilas, alzaron el vuelo.
Targo reunió a sus hombres y sus posesiones. Antes del asalto, a diecinueve de sus chicas se les habían atado las muñecas delante o detrás del cuerpo, pero alrededor de un arbusto, en el interior de la espesura. Eran las únicas que había conseguido salvar. Lana, Ute e Inge se hallaban, por supuesto, entre estas. Los boskos, por desgracia, o habían quedado sueltos, o se habían soltado y desaparecido por los campos llenos de hierba. Cuando emergió de la espesura solo encontró una carreta utilizable, pero dañada por el fuego y el humo. Había perdido mucho, pero salvado algunas cosas y, lo más importante, había salvado su oro. Aquella noche acampó en el bosquecillo. Por la mañana dispuso un nuevo arnés. Las chicas se miraron las unas a las otras. No sería ahora cuando viajasen con el tobillo sujeto por un anillo a una barra en el interior de un carro, indolentemente. Entonces Targo reemprendió el camino hacia Laura. Unos dos o tres días más tarde, viajando campo a través, encontraron a una joven extranjera, vestida extrañamente, a la que hicieron su esclava.
Tardaron muchos días en llegar a Laura.
Afortunadamente, a los dos días de haber sido agregada a la cadena de Targo, encontramos una caravana de carros de boskos, que viajaban hacia el sureste, hacia Ko-ro-ba desde Laura. Targo vendió a dos chicas y añadiendo un poco de oro, consiguió dos carros y dos grupos de boskos, así como agua y comida. También adquirió algunos artículos para el equipo de las esclavas: una cadena para exhibirlas, cadenas de distintos tipos, brazaletes para esclavas, anillas para los tobillos, argollas para el cuello, cinta para atar, hierros para marcar y látigos. Me animé algo al comprobar que también adquiría sedas, perfumes, peines, cepillos y cajas de cosméticos. También se hizo con una enorme cantidad de tejido basto. Con él, como pude comprobar más tarde, se hicieron camisks, una sencilla prenda para las esclavas. Cuando están encadenadas en una reta, cogidas a una barra por el tobillo, las muchachas suelen ir desnudas. Cuando los tarnsmanes atacaron y las chicas fueron puestas en libertad, abandonaron las carretas para dirigirse hacia el bosque. Así pues, los camisks se quemaron con muchos de los otros bienes de Targo. Un camisk es un rectángulo de tela, en el que se recorta un agujero para la cabeza, rulante parecido a un poncho. Los bordes normales se doblan y se cosen para evitar que se deshilache. Siguiendo las instrucciones de Targo, las chicas, sintiéndose felices, cosieron sus propios camisks. He oído que la prenda generalmente llega a las rodillas, pero Targo nos hizo acortar los nuestros, considerándose clemente. El mío no quedó demasiado bien. Nunca había aprendido a coser. A Targo no le satisfizo su longitud y tuve que acortarlo aún más. ¡Pero si no era más largo que el de Lana o los de las otras chicas! Me acordé de la paliza. No quería que volviese a repetirse. Sentía un miedo horroroso por las tiras de cuero. Así que finalmente fui vestida como ellas. Según me han dicho, el camisk se llevaba antiguamente atado con una cadena. Sin embargo los que he visto y los que nos dieron se anudaban con una tira larga y delgada de cuero, usada para atar cosas. Con ella se da una vuelta alrededor del cuerpo, y se vuelve a repetir la operación, y luego se ata cómodamente por encima de la cadera derecha. Cuando Targo me inspeccionó, hizo que me apretase el cinturón, para acentuar más mi figura. Por otra parte, había aprendido por primera vez en mi vida, a estar verdaderamente erguida cuando permanecía de pie. Era abofeteada o recibía una patada en cuanto me olvidaba. Al cabo de poco tiempo, me resultaba natural hacerlo. La cinta de cuero que se anuda como un cinturón, no solamente sirve para sujetar el camisk de las muchachas, sino que también es un recordatorio de su cautiverio. Pueden quitársela en cualquier momento y las muchachas pueden ser atadas con él, azotadas, o pueden atarles las manos y los pies. Me pregunté por qué nos permitía Targo llevar camisks. Creo que seguramente había dos razones. La primera es que, a su manera, es una prenda tremendamente atractiva. Pone al descubierto a la muchacha, pero de forma provocativa. Más aún, la proclama esclava, y casi pide que la mano de un amo lo retire. Los hombres se estremecen al ver una muchacha llevando un camisk. En segundo lugar creo que Targo nos los dio para hacernos aún más sus esclavas. Nosotras queríamos desesperadamente algo con que cubrirnos, aunque solo fuese un camisk. Y aquello era algo que él podía quitarnos si se irritaba, o si no estaba satisfecho con nosotras: con aquello conseguía que estuviésemos impacientes por complacerle. Ninguna quería estar desnuda entre las demás cuando estas iban vestidas, pues entonces aún parecía más esclava que el resto.
Nuestras vidas fueron mucho más fáciles después de que Targo encontrase la caravana de carros.
Los dos carros que Targo había adquirido eran de mercader, con toldos rojos para la lluvia. Las ruedas de atrás eran más grandes que las delanteras. Cada uno era tirado por dos boskos, enormes criaturas de color marrón, y grandes cuernos separados, que habían sido pulidos. Sus pezuñas también habían sido abrillantadas y sus largos pelajes estaban tan cuidados que resplandecían. Una de las carretas iba provista de una barra en la que sujetar los anillos de nuestros tobillos. En la otra se instaló la del carro de Targo, que fue finalmente abandonado y se le prendió fuego sobre la hierba. Las chicas, generalmente, viajan en ese tipo de carro, cinco en cada lado. La carreta de Lana iba en primer lugar; la mía era la segunda. Cada carro contenía nueve chicas. Targo había vendido dos. Nos habían puesto nuestros aros en los tobillos y estábamos unidas por un breve tramo de cadena. Uno de los aros se cierra alrededor del tobillo de la muchacha, la cadena pasada por la barra y después, se cierra el aro en su segundo tobillo para impedir que se mueva con libertad. Me daba igual. Ni siquiera me importaba que no nos permitiesen llevar puestos nuestros camisks en la carreta. Instantes después de echarme extendida sobre los pulidos tablones del suelo del carro, a pesar del movimiento y de los saltos y el incesante traqueteo, me quedé dormida. Ser librada de la agonía del arnés y de la ser obligada a la fuerza a guiar la carreta, era sencillamente un placer exquisito por sí mismo.
Cuando me desperté muchas horas después, todo mi cuerpo estaba dolorido y rígido.
Nos sacaron del carro y, una vez encadenadas fuera y arrodilladas, nos dieron de comer. En los dos días que llevaba, antes de nuestro encuentro con la caravana, solo habíamos tomado bayas, agua, y pedazos de pequeñas piezas de caza guisadas por los guardas, que nos las echaban a trocitos. En aquellos momentos, de rodillas y encadenadas en círculos, nos pasamos de la una a la otra un bol de sopa caliente. Luego dieron a cada una la sexta parte de un pan redondo y amarillo, que comimos con las manos. Finalmente los guardas dejaron caer delante de cada una, sobre la hierba, un gran cedazo de carne cocida. Estaba muerta de hambre y, quemándome los dedos, lo así y casi ahogándome, metí la mitad en mi boca, tiré con los dientes y las manos, y el jugo se escurrió por las comisuras de mis labios. Creo que pocos de mis amigos habrían reconocido a la sofisticada y delicada Elinor Brinton en aquella esclava goreana, encadenada, arrodillada en el suelo, devorando un pedazo de carne, tirando de él, con la cabeza hacia atrás en éxtasis, alimentándose, y con el jugo de la carne corriéndosele por el rostro. No era más que bosko asado y medio crudo, pero lo devoré. Ninguno de los delicados y deliciosos filet mignon que yo había saboreado en algún restaurante parisino podía compararse con aquel pedazo de bosko humeante, lleno de jugo, que había recogido del suelo, de la hierba de un campo goreano, junto al carro de un mercader de esclavas.
Después de la comida nos llevaron a un riachuelo cercano, donde nos lavamos. Me daba un poco de respeto entrar en el agua, pero a una voz de Targo me zambullí temblando y con los dientes castañeteándome en la helada corriente. Bastaron unos instantes para que me acostumbrase a la temperatura del agua, y no me apetecía salir. Siguiendo lo que hacían las demás, me lavé el pelo y también el cuerpo. Para sorpresa mía, algunas de las muchachas empezaron a jugar, a tirarse agua unas a otras. Se reían. Nadie se fijaba particularmente en mí, excepto que tanto yo como las demás estaba siempre bajo la mirada de los guardas. Me sentía sola. Me acerqué a Ute, pero me dio la espalda. No había olvidado de que yo había intentado no tirar del arnés. Cuando me lo permitieron, salí del agua y me senté en la hierba, con la barbilla apoyada en las rodillas, sola.
En la orilla, Targo sonrió. Le gustaba ver felices a sus chicas. Supuse que una chica feliz era más fácil de vender. También los guardas parecían de buen humor. Gritaban cosas a las chicas que las hacían chillar y enfurecerse y estas les gritaban cosas a su vez, no muy amables me pareció. Y ellos reían divertidos y se daban palmadas en las rodillas. Una de las chicas echó agua al hombre canoso de un solo ojo y él se tiró al agua. Ante la diversión de todos, le hundió la cabeza en el agua. Cuando ella salió, tosiendo y falta de aire, y él tembloroso y con las ropas completamente empapadas, incluso yo reí. Entonces se les ordenó a las chicas que saliesen del agua, para que se les secase el pelo. Se arrodillaron en círculo, riendo y hablando.
No se fijaron en mí. Me habían olvidado.
Cuando el hombre canoso volvió a la orilla, con ropas secas, las chicas le llamaron, le suplicaron y él finalmente, se colocó en el centro del círculo. Empezó con mucha energía a ofrecerles algún tipo de narración que requería muchos gestos. Debía de ser divertidísima, pues ellas gritaban, alborozadas. Incluso yo reí al verle cojear, moviendo los brazos, con una expresión de horror en el rostro que se transformó después de un gesto desesperado, en una de triunfal éxtasis.