Authors: John Norman
—¿Me suplicarás que te perdone? —preguntó el guarda medio en broma, medio torturándome.
Asentí vigorosamente. Sí. Es duro ser esclava. Los hombres se ríen de ti, eres objeto de sus burlas, pero pueden cambiar en un instante y su mirada puede volverse muy dura. Has de tener cuidado con lo que dices y lo que haces. Es la ley del más fuerte y son ellos los que utilizan el látigo. Así que me arrodillé ante él vi agaché la cabeza, hasta ponerla a sus pies. Luego, tal y como había visto hacer a Lana en una ocasión, tomé cuidadosamente su pierna entre mis manos y apoyé la mejilla contra ella.
—De acuerdo —dijo él.
Soltó la mordaza. Lo miré agradecida, y puse mis manos en sus caderas como había visto hacer a Lana.
De pronto me tomó por los brazos y me alzó hasta quedar a la altura de sus ojos.
Comprendí repentinamente, llena de espanto, que iba a ser violada.
—¡Hey! —dijo una voz, la del otro guarda—. Es hora de volver al recinto.
Me soltó de mala gana y, vacilante, se apartó.
—¡Es seda blanca! —dijo el otro guarda, riendo escandalosamente.
Las otras chicas, atadas las unas a las otras, también reían.
Mi guarda sin embargo, soltando una carcajada, me sujetó como si yo hubiese sido una niña mala, me colocó sobre sus rodillas. Entonces, me azotó enérgicamente con la palma de la mano, hasta que grité y le pedí perdón entre sollozos.
No puedo explicar lo feliz que me sentí al volver a estar atada de nuevo y llevando una carga.
Las chicas, incluso Ute, reían.
Yo me sentía incómoda, humillada.
—Es una belleza, ¿verdad? —dijo el guarda que había intervenido.
—Está aprendiendo los trucos de las esclavas —repuso mi guarda, sonriendo y respirando pesadamente.
El otro me miró.
—Ponte más erguida —me dijo. Así lo hice—. Sí, es una chica preciosa. No me importaría poseerla.
Emprendí mi camino de regreso al recinto, orgullosa, con la deliberada e insolente gracia de las esclavas. Sabía entonces que los hombres me deseaban a mí, a aquel animal que acarreaba su carga, a Elinor Brinton.
Por supuesto, no volví a intentar hablar con el médico.
El cuarto día recibí la última dosis de la Serie de Estabilización. El quinto, el médico, que ya había tomado sus muestras para analizarlas, determinó que los sueros estaban resultando eficaces.
Cuando abandoné su casa el quinto día, le oí hablar con el guarda.
—Un espécimen excelente —le dijo.
Es cierto que nunca antes en mi vida me había sentido tan sana y tan fuerte como entonces, ni me había parecido el aire tan claro y puro, el cielo tan azul, las nubes tan limpias y blancas. Repentinamente me di cuenta de que era feliz. Aunque descalza, aunque sujeta por la garganta, aunque marcada, aunque vistiendo un simple camisk, aunque rebajada a esclava, a merced de los hombres, me sentía acaso por primera vez en mi vida vital y animadamente feliz. Me di cuenta de que pensaba en los hombres más a menudo. Sabía entonces que ellos me encontraban atractiva. Y, sorprendentemente, también yo comencé a encontrarles a ellos más atractivos, profunda y sensualmente atractivos, incluso excitantes. El uno ladeaba la cabeza de una cierta manera; el otro tenía una risa bonita, fuerte y franca; uno tenía las piernas robustas; otro poseía unos brazos largos y bien formados y unas manos fuertes o un torso y una cabeza hermosos. Reparé en que quería mirarles, estar cerca de ellos, como por casualidad, tocarles como si no me diese cuenta, tal vez rozarles al pasar. En ocasiones me descubrían espiándoles y yo, respondiendo a su sonrisa, miraba al suelo deprisa, tímidamente. A veces me sentía satisfecha cuando entre las otras chicas, me arrojaban a mí su cuero o sus sandalias para que las limpiase. Y así lo hacía yo, a la perfección. No me negaba a lavar sus ropas en el riachuelo cerca del campamento. Me gustaba tenerlas entre las manos, notar el recio tejido que se había empapado del dulce sudor de su fuerza. Una vez, Ute me pilló sosteniendo la túnica del guarda que me había acompañado al médico contra mi mejilla y los ojos cerrados. Se echó a reír con todas sus fuerzas y se puso de pie en las rocas planas que había en el agua, mientras me señalaba. Las otras muchachas me miraron también, riéndose y dándose palmadas sobre las rodillas.
—¡El-in-or quiere un amo! —gritó Ute— ¡El-in-or quiere un amo!
La perseguí hasta la corriente echándole agua y ella se escapó tropezando por entre las piedras, para finalmente volver sobre sus pasos y llegarse de nuevo a la orilla del agua. Ute las demás se quedaron de pie allí, riendo y señalándome. Yo seguía en medio del riachuelo, con el agua hasta la rodilla.
—¡El-in-or quiere un amo! —gritaron riéndose.
Sin moverme de donde estaba, alcé los puños, furiosa.
—¡Sí! —grité—. ¡Quiero un amo!
Después, todavía enfadada, regresé a mi colada y lo mismo hicieron las demás. Pero sentí que había cambiado algo. Las oía charlar alegremente juntas, mientras golpeaban y aclaraban los trozos de tela bajo el sol, al borde de aquella rápida corriente. Y yo, Elinor Brinton, estaba trabajando con ellas. ¿Qué había de diferente? Yo llevaba puesto mi camisk, sujeto con fibra de la usada para atar, nada más. Estaba arrodillada como ellas. Trabajaba como ellas. Allí no había ni ático, ni Maserati, ni opulencia, ni edificios enormes, ni rugidos de coches, ni estampidos de aviones, ni nubes de gases asfixiantes. Tan sólo las risas de las chicas, el borboteo de la corriente, el trabajo, el cielo azul, y las nubes blancas, el viento y la hierba ondulándose, aire puro y, en alguna parte, la llamada de un gim de cuernos diminutos, el pequeño pájaro morado parecido a un búho.
Dejé de trabajar un momento y respiré profundamente. Ya no me sentía enfadada. Noté la fibra de atar apretada contra mi cuerpo. Me desperecé. Sentí que todo mi cuerpo se rebelaba contra el burdo tejido del camisk. Me pregunté qué hombre me lo quitaría.
—¡Sí! ¡Sí! —grité—. ¡Soy una mujer! ¡Quiero un amo! ¡Quiero un amo!
—Vuelve a tu trabajo —me dijo el guarda.
Ute, al tiempo que golpeaba la ropa sobre la roca y la aclaraba en el agua fría, se puso a cantar.
De manera harto interesante, por primera vez en mi vida, me di cuenta de que no me disgustaba ser una mujer. Estaba satisfecha y fascinada de que ellos fuesen hombres. Es agradable ser una mujer en Gor, incluso siendo esclava, con tales hombres.
Aquella tarde, Targo me llamó aparte.
—Esclava —yo, asustada, sin saber qué podía haber hecho, corrí hacia él, me arrodillé a sus pies y bajé la cabeza. Comencé a temblar— Levanta tu cabeza.
Cumplí sus deseos.
—La próxima vez que se forme la cadena de exhibición —me dijo—, tú serás la undécima.
No daba crédito a mis oídos.
—Gracias, amo —susurré.
En aquellos momentos había dieciséis chicas en la cadena, pues Targo había vendido cuatro antes de llegar a Laura. Las cien muchachas de los pueblos no estaban incluidas en la cadena de exhibición. Iban a ser vendidas en Ar.
—Ahora estás en la parte alta de la cadena.
Bajé la cabeza.
—Casi eres hermosa —añadió.
Cuando levanté la cabeza, él se había ido. Me sentía dichosa.
Corrí a la puerta de barrotes del recinto y el guarda la abrió para dejarme pasar. Luego volvió a cerrarla con llave.
No me hizo quitar el camisk antes de entrar. Se nos permitía llevarlos dentro del recinto. Incluso las chicas de los pueblos habían cortado y cosido camisks para ellas. Los llevaban alegremente. Era la primera prenda que les estaba permitido ponerse desde que fueron apresadas por los hombres de Haakon de Skjern. A decir verdad, no acabo de entender por qué nos permitían estar vestidas en el recinto. Podía ser, por supuesto, porque el tiempo había cambiado y en el recinto ya no había barro, pero no lo creo. Creo más bien que era porque Targo se sentía, sencillamente, bastante contento de nosotras. Sus chicas más antiguas, entre las que me encontraba, eran género muy bueno. Su chica nueva, la que fuera Rena de Lydius, podría darle un beneficio neto de cincuenta y cinco monedas de oro si conseguía entregarla en el mercado de Ar al capitán de Tyres. Y sus cien chicas de pueblo, compradas a dos monedas de oro cada una, podían ayudarle a hacerse rico, si las llevaba antes de la Fiesta del Amor. Targo estaba de buen humor.
Corrí a contarles a Ute y a Inge que ahora era la undécima. Nos abrazamos y nos besamos.
Lana ocupaba, por supuesto, un lugar alto en la cadena, el dieciséis. Inge era decimoquinta y Ute la número catorce.
No es que resulte sólo prestigioso estar en la parte alta de la cadena, sino que además, por supuesto, también aumentas rápidamente la cotización de la esclava y en consecuencia hay más posibilidades de que el futuro amo disponga de una buena posición. Me paseé frente a Inge y Ute con aire afectado y bromeando.
—No me importa —les dije con tono arrogante— si mi amo prefiere que lleve vestidos de seda...
Y nosotras, que sólo llevábamos nuestros camisks, nos echamos a reír.
—Esperemos —dijo Inge— que no te adquiera el dueño de una taberna de paga.
La miré irritada.
—Pueden permitirse comprar las mejores chicas —prosiguió—, pagando más que muchos amos particulares.
Tragué saliva.
—De todas las muchachas vendidas aquí, sin embargo —observó Inge—, muy pocas son adquiridas para tabernas.
La miré agradecida.
—Quizá seas adquirida para sirviente o para trabajar en una torre —concluyó Inge.
—No —dije perezosamente—, creo que me adquirirán para ser una esclava de placer.
Ute aplaudió llena de contento.
—Pero no has recibido instrucción —resaltó Inge.
—Puedo aprender —apostillé.
—He oído que todas recibiremos instrucción en los recintos de Ko-ro-ba —dijo Ute.
Yo también lo había oído.
—Sin duda me entrenaré estupendamente.
—¡Qué diferente estás de cuando te encontramos!
—El-in-or, ¿crees que, aun siendo de la casta de los escribas, podría darle placer a un hombre? —preguntó Inge.
—Quítate el camisk y te lo diré con más seguridad.
Se echó a reír.
—¿Y yo, qué? —dijo con tono lastimero Ute.
Nos reímos de ella. Ninguna de nosotras tenía la menor duda de que Ute sería un tesoro para cualquier hombre.
—Estarás magnífica —le dije.
—Sí —dijo Inge afectuosamente—, ¡magnífica!
—Pero ¿qué pasaría —se lamentó Ute—, si fuésemos todas compradas por el mismo amo?
Me eché hacia delante con aire amenazador.
—¡Os sacaría los ojos! —les grité.
Nos reímos, nos abrazamos y nos besamos de nuevo.
Aquella tarde, algo después, hubo un poco de diversión en el recinto. Un saltimbanqui, con un sombrero puntiagudo y una pluma en el extremo, vistiendo ropas disparatadas y tirando de un extraño animal, llegó al campamento. Por un disco-tarn de cobre se ofreció a dar una representación. Todas le suplicamos a Targo, incluso las muchachas de los pueblos, que le permitiera hacerlo así. Para alegría nuestra, Targo accedió y el saltimbanqui creó un espacio cerca de los barrotes del lado más alejado del recinto, a cierta distancia de la pared que había en común con el lugar de Haakon de Skjern. Tanto nosotras como las cien muchachas del pueblo, encantadas, nos apretamos contra los barrotes para mirar. Vagamente, el pequeño saltimbanqui, con sus raras vestimentas y su cara pintada, me resultaba familiar, pero creí que no podía ser él. ¡Qué absurdo sería! Bailó y saltó y cantó tontas canciones, delante de los barrotes. Era un hombre menudo, delgado y ágil. Tenía unos ojos y unas manos rápidos. Nos contó historias divertidas y chistes. También hizo juegos de magia, con trozos de seda y pañuelos, y malabarismos con unas anillas de colores que llevaba sujetas a su cinturón. Luego metió las manos por entre los barrotes y simuló que encontraba monedas en el cabello de las muchachas. Del mío, para mi satisfacción, hizo como que sacaba un tarsko de plata. Las muchachas gritaron de envidia. Fue la moneda más cara que encontró. Me sonrojé de gozo. Lana no parecía muy complacida. Me reí. Todas reímos y aplaudimos satisfechas. Mientras tanto, su bestia dormía, o parecía dormida detrás de él, enroscada sobre la hierba y con un guarda sujetando su cadena.
Entonces el saltimbanqui, con una reverencia, se volvió hacia el animal y, tomando la cadena de manos del guarda, se irguió a él, hablándole un tanto abrupta y autoritariamente:
—¡Despierta, Dormilón! ¡Ponte de pie!
Poco a poco la bestia se alzó sobre sus patas traseras, levantó las delanteras y abrió la boca.
Era una cosa increíblemente horrible, de grandes ojos y peluda. Tenía unas orejas puntiagudas y anchas. Debía de medir unos tres metros de alto. Pesaría unos trescientos kilos. Tenía un hocico ancho en el que brillaba la piel de sus orificios nasales. Su boca era enorme, lo suficientemente grande como para albergar la cabeza de un hombre y estaba cercada por dos hileras de fuertes colmillos. En lugar de caninos, tenía cuatro colmillos más grandes, largos y curvados, para agarrar mejor. Los dos superiores sobresalían junto a la mandíbula cuando tenía la boca cerrada. Su lengua era larga y oscura. Las patas delanteras eran más largas que las traseras; le había visto moverse arrastrando las patas de atrás, y sobre los nudillos de las delanteras, pero luego me di cuenta de que lo que yo había mirado por patas delanteras no se parecía ni a unos brazos o unas piernas. En realidad, tenían seis dedos, algunos unidos, casi como tentáculos, que acababan en unas protuberancias que parecían garras y que habían sido despuntadas y limadas. No tenía garras en sus patas de atrás o pies, que eran retráctiles, como demostró el saltimbanqui con las ásperas órdenes que le dio al animal. Las patas traseras o pies, al igual que las delanteras, o manos, si se pueden usar estos términos, también tenían seis dedos, múltiplemente unidos. Eran anchos y abiertos. Las garras, como pude ver cuando se nos mostraron, siguiendo la orden del saltimbanqui, eran curvadas y afiladas. No estaba segura de si podía calificar aquello de animal de cuatro patas, con unas patas traseras inusualmente prensiles, o como algo más humano, con dos brazos y dos piernas, con manos. No tenía cola.
Quizás lo más horripilante fuesen los ojos. Eran grandes y de pupilas negras. Por un momento tuve la impresión de que se habían fijado en mí y me miraban, pero no como un animal ve, sino como algo que pudiera ver sin ser un animal. Luego volvieron a ser unos simples ojos que vagaban vacíos. Los de la bestia de un saltimbanqui.