Authors: Patricia Cornwell
—Bien, pero tendrá que contarme algo más.
—¡No me venga con bobadas! —chilló el hombre.
—Escuche —Wesley respondió con suma calma—, no intentamos ningún truco, ¿de acuerdo? Queremos ayudarlos, pero necesito más información.
—Se ha caído a la piscina y está en una especie de coma.
—¿Quién?
—¿Qué cono importa quién?
Wesley titubeó.
—Si muere, tenemos todo el lugar conectado, ¿entiende? ¡Volaremos esta maldita central si no hacen algo ahora mismo!
Quedaba claro a quién se refería, de modo que Wesley no insistió en ello. Algo le había sucedido a Joel Hand y no quería ni imaginar lo que podían hacer sus seguidores si moría.
—Cuénteme —dijo Wesley.
—No sabe nadar.
—A ver si lo entiendo. ¿Alguien ha estado a punto de ahogarse?
—Mire, esa agua es radiactiva. Las malditas piezas estaban sumergidas en ella, ¿entiende?
—¿El hombre estaba dentro de uno de los reactores?
—¡Ya está bien de preguntas! —chilló de nuevo el comunicante—. Que venga alguien a ayudar. Si muere, todo el mundo muere. ¿Queda claro?
El seco estampido de un disparo resonó a la vez por el teléfono y desde el edificio.
Todos nos quedamos paralizados. Luego oímos unos gritos de fondo al otro lado de la línea. El corazón me latía como si fuera a romperme las costillas. Escuchamos de nuevo la voz excitada del tipejo:
—Si me hace esperar otro minuto, mato a otro.
Me acerqué al teléfono y, antes de que nadie pudiera detenerme, intervine:
—Soy doctora. Tengo que saber exactamente qué sucedió cuando el hombre cayó a la piscina del reactor.
Hubo un silencio.
—Casi se ahogó, es lo único que sé —dijo el hombre por fin—. Intentamos sacarle el agua pero ya estaba casi inconsciente.
—¿Tragó agua?
—No lo sé. Quizá sí. Le salió un poco por la boca. —Lo noté cada vez más nervioso—. Pero si no hace algo, señora, voy a convertir Virginia en un desierto.
—Le ayudaré, pero tengo que hacerle algunas preguntas. Dígame en qué estado se encuentra ahora.
—Ya he dicho que está inconsciente, en una especie de coma.
—¿Dónde lo tienen?
—Aquí, en la sala, con nosotros. —Estaba aterrorizado—. No reacciona a nada, por más que lo hemos intentado.
—Habrá que llevar un montón de hielo y de equipo médico —le dije—. Tendré que hacer varios viajes, a menos que me ayude alguien.
—Será mejor que no sea del FBI —respondió alzando de nuevo la voz.
—Soy médica y estoy aquí fuera con un montón de personal sanitario —respondí—. Estoy dispuesta a ir ahí a ayudar, pero no lo haré si me pone dificultades.
Tras un nuevo silencio, nuestro interlocutor aceptó:
—Está bien, pero venga sola.
—El robot me ayudará a llevar cosas. El mismo que le ha llevado el teléfono.
Cuando hube colgado, Wesley y Marino me miraban como si acabara de cometer un suicidio.
—Rotundamente, no —dijo Wesley—. ¡Dios santo, Kay! ¿Has perdido el juicio?
—No entrarás ahí aunque tenga que ponerte bajo custodia policial —intervino Marino.
—Tengo que hacerlo. Ese hombre va a morir.
—¡Y precisamente por eso no debes meterte ahí! —exclamó Wesley.
—Tiene una patología aguda por radiación, si ha tragado agua de la piscina. No tiene salvación. Morirá pronto y creo que sabemos cuáles podrían ser las consecuencias. Sus seguidores son capaces de hacer estallar los explosivos. —Miré a Wesley y a Marino, y luego al comandante del Grupo de Rescate de Rehenes—. ¿No lo entienden? Yo he leído ese libro. Hand es su Mesías, y cuando muera no se limitarán a retirarse. Entonces todo esto se convertirá en una misión suicida, como predijiste. —Me volví a Wesley.
—No tenemos la seguridad de que lo hagan —respondió.
—¿Y piensas correr el riesgo?
—¿Y qué sucederá si Hand se recupera? —preguntó Marino—. Te reconocerá y dirá a su gente quién eres. ¿Qué ocurrirá entonces?
—No saldrá del coma.
Wesley miró por una ventana y, aunque en el remolque no hacía mucho calor, lo vi sudar como si fuera pleno verano. Se le pegaba la camisa al cuerpo y no dejaba de secarse la frente. No sabía qué hacer. Yo tenía una idea y no creía que pudiera haber ninguna más.
—Escucha —le dije—. No puedo salvar a Joel Hand, pero puedo hacerles creer que no está muerto.
Todos me miraron con perplejidad.
—¿Qué? —dijo Marino finalmente.
Yo empezaba a estar frenética.
—Puede morir en cualquier momento. Tengo que entrar ahí ahora mismo y ganar tiempo para que los demás también podáis entrar.
—No entraremos —dijo Wesley—. No hay manera.
—Una vez que esté dentro, quizá sí —insistí—. Podemos usar el robot para encontrar un camino. Cuando lo hayamos metido dentro, puede aturdirlos y cegarlos el tiempo suficiente como para que consiga entrar la fuerza de choque. Sé que tenemos el equipo necesario para eso.
Wesley tenía expresión sombría, y Marino estaba abatido. Comprendía cómo se sentían, pero sabía lo que debía hacer. Salí a la ambulancia más próxima y conseguí lo necesario de los botiquines mientras otros camilleros buscaban hielo. Luego, Toto y yo iniciamos nuestro avance, con Lucy a los controles. El robot llevaba veinticinco kilos de hielo, y yo un voluminoso maletín médico. Llegamos hasta la puerta del edificio principal de Oíd Point como si se tratara de una visita normal en un día cualquiera. No pensé en los hombres que me tenían en su punto de mira. Me negué a imaginar que hubiera cargas explosivas a bordo de la barcaza en la que iban a cargar el material que podía ayudar a Libia a construir la bomba atómica.
En cuanto llegamos, un tipo que me pareció el mismo hombre barbudo que había salido a coger el teléfono un rato antes abrió inmediatamente la puerta.
—¡Entre! —gruñó. Llevaba un fusil de asalto en bandolera.
—Ayúdeme con el hielo.
Miró hacia el robot, que esperaba al pie de los peldaños con cinco bolsas colgadas de las pinzas, y se mostró reacio, como si Toto fuera un perro de presa dispuesto a lanzarse sobre él en cualquier momento. Por fin bajó a por el hielo y Lucy programó a su amigo a través de la fibra óptica para que soltara las bolsas. Después el hombre y yo entramos en el edificio. Se cerró la puerta y vi que la zona de seguridad estaba destruida. Los aparatos de rayos X y demás escáneres habían sido arrancados de su lugar y cosidos a balazos. Había charcos de sangre y manchas de cuerpos arrastrados, y al doblar un recodo me llegó el olor de los cadáveres antes de ver a los guardias asesinados, que habían sido amontonados al fondo del pasillo en una terrible pila sanguinolenta.
El miedo me subió a la garganta como una amarga bilis cuando cruzamos una puerta roja, y el rugido de los motores me estremeció los huesos y me impidió oír lo que me decía aquel miembro de los Nuevos Sionistas. Me fijé en la pistola negra de gran calibre que llevaba al cinto y recordé el arma del 45 con que habían matado a Danny tan fríamente. Subimos una escalera de rejilla pintada de rojo pero no miré abajo para no marearme. Luego me condujo por una pasarela hasta una puerta muy pesada y llena de advertencias y marcó un código mientras el hielo empezaba a gotear.
—Haga lo que se le diga —le oí decir vagamente al tiempo que entrábamos en la sala de control—. ¿Entendido?
Me empujó por la espalda con el fusil.
—Sí.
Dentro había una decena de individuos vestidos con ropas de trabajo y jerséis o chaquetas, y armados con fusiles semiautomáticos y metralletas. Todos estaban muy excitados y furiosos y parecían indiferentes a los diez rehenes sentados en el suelo junto a una pared. Éstos tenían las manos atadas delante del cuerpo y les habían puesto fundas de almohada en la cabeza. Se les notaba el miedo a través de los agujeros que les habían abierto para los ojos. Las aberturas para la boca estaban manchadas de saliva y respiraban a bocanadas rápidas y superficiales. También observé un rastro de sangre en el suelo, pero éste era reciente y conducía a la parte trasera de una consola, donde los asesinos habían dejado a su última víctima. Me pregunté cuántos cuerpos más encontraría..., en el caso de que el mío no acabara entre ellos.
—Por aquí-me ordenó mi acompañante.
Joel Hand se hallaba tendido boca arriba en el suelo, cubierto con una cortina que alguien había arrancado de una ventana. Estaba muy pálido y mojado todavía tras su rescate de la piscina donde había tragado el agua radiactiva que lo mataría, hiciera yo lo que hiciese. Reconocí su rostro, con la tez clara y los labios carnosos, de cuando lo había visto en el tribunal, aunque ahora parecía más viejo e hinchado.
—¿Cuánto rato lleva así? —pregunté al hombre que me había traído.
—Hora y media, tal vez.
El tipo fumaba y caminaba de un lado para otro. Rehuía mi mirada, con una mano nerviosa apoyada en el cañón del fusil, que me apuntó a la cabeza cuando dejé el maletín en el suelo. Me volví y lo miré.
—No me apunte con eso.
—¡A callar! —Se detuvo y contuvo un gesto, como si quisiera aplastarme el cráneo.
—Estoy aquí porque lo han pedido e intento ayudar. —Le aguanté su mirada vidriosa. Mi tono de voz también era muy terminante—. Si no quiere que lo haga, adelante, pégueme un tiro o deje que me vaya. Aquí nadie más podrá hacer nada por él. Yo intento salvarle la vida y no quiero que me distraiga con esa maldita arma.
El hombre no supo qué decir y se apoyó en una consola con suficientes controles como para pilotar una nave espacial. En las pantallas de vídeo de las paredes se veía que ambos reactores estaban parados y ciertas zonas de una parrilla mostraban unas luces rojas que advertían de problemas que no alcanzaba a comprender.
—¡Eh, Wooten, tómatelo con calma! —Uno de sus compinches encendió un cigarrillo.
—Procedamos con el hielo sin perder tiempo —dije—. Ojalá tuviéramos una bañera, pero no hay ninguna. Veo unos libros en esos estantes y me parece que hay bastantes paquetes de papel junto a la máquina de fax. Traigan todo lo que puedan para hacer un marco alrededor del cuerpo.
Los hombres me trajeron gruesos manuales de todas clases, resmas de papel y maletines que, supuse, pertenecían a los empleados que habían capturado. Formé un rectángulo en torno a Hand, como si estuviera en el jardín de mi casa preparando un macizo de flores. A continuación cubrí a Hand con los veintitantos kilos de hielo y sólo dejé a la vista el rostro y un brazo.
—¿De qué servirá eso? —El tipo llamado Wooten se había acercado y su acento me pareció de algún lugar del oeste.
—Ha sufrido una exposición aguda a la radiación —le dije—, su organismo está siendo destruido y el único modo de detener esta destrucción es ralentizar todos los procesos.
Abrí el maletín con el equipo médico, saqué una aguja, la inserté en una vena del brazo de su agonizante líder y la fijé con un trozo de esparadrapo. A continuación conecté un catéter que iba incorporado a una bolsa, la cual no contenía otra cosa que una solución salina inocua que no le haría ni bien ni mal. Abrí el paso del gota a gota mientras el cuerpo se enfriaba bajo la capa de hielo.
Hand apenas se mantenía con vida y el corazón me latía desbocado cuando observaba a aquellos hombres sudorosos, que consideraban su dios al hombre que yo fingía salvar. Uno se había quitado el jersey, y la camiseta que llevaba debajo estaba casi gris y tenía las mangas encogidas de muchos años de lavados. Algunos llevaban barba y los demás no se habían afeitado desde hacía días. Me pregunté dónde estarían sus mujeres e hijos y pensé en la barcaza del río y en qué debía de suceder en aquellos momentos en otras partes de la central.
—¡Por favor! —dijo una voz temblorosa en un rincón; uno de los rehenes, por lo menos, era una mujer—. Tengo que ir al baño.
—Mullen, llévala tú. Que nadie se cague aquí.
—Disculpe, pero yo también tengo que ir —dijo otro rehén.
—Y yo.
—Está bien, de uno en uno —dijo Mullen, un tipo joven y enorme.
Al menos ahora sabía una cosa que el FBI ignoraba. Los Nuevos Sionistas no tenían intención de soltar a nadie más. Los terroristas colocan capuchas a sus rehenes porque resulta más fácil matar a alguien que no tiene cara. Saqué una ampolla de solución salina e inyecté cincuenta mililitros en el catéter de Hand, como si le estuviera administrando alguna otra poción mágica.
—¿Cómo está? —preguntó en voz alta uno de los hombres mientras otro de los rehenes era conducido al lavabo.
—De momento lo tengo estabilizado —mentí.
—¿Cuándo volverá en sí? —preguntó otro.
Tomé de nuevo el pulso a su líder, pero era tan débil que casi no lo encontré. De pronto el tipo se agachó a mi lado y palpó el cuello de Hand. Hundió la mano en el hielo y la apoyó sobre el corazón. Me miró con el miedo reflejado en el rostro.
—¡No noto nada! —exclamó, rojo de rabia.
—No ha de notar nada. Es fundamental mantenerlo en un estado de hipotermia para frenar el progreso de los daños causados por la irradiación en los vasos y órganos —me inventé—. Le he administrado una dosis masiva de ácido dietilentriamina pentacético y está muy vivo.
El hombre se incorporó, con la mirada aún furiosa, y se me acercó aún más, con el dedo en el gatillo de su Tec—9.
—¿Cómo sabemos que no mientes o que no lo pones aún peor?
—No lo pueden saber. —No demostré la menor emoción porque había aceptado que aquél sería el día de mi muerte y no me daba miedo—. No tienen más alternativa que confiar en que sepa lo que me hago. He ralentizado profundamente su metabolismo y tardará bastante en recuperar el sentido. De momento sólo trato de mantenerlo con vida.
El hombre desvió la mirada.
—¡Eh, Oso, tranquilo!
—Deja en paz a la señora.
Continué arrodillada junto a Hand mientras el suero intravenoso seguía cayendo gota a gota y el hielo fundente empezaba a filtrarse por la barricada y a extenderse por el suelo. Busqué sus signos vitales y tomé abundantes notas para dar la impresión de estar muy ocupada atendiéndolo. De vez en cuando no podía evitar una mirada a las ventanas y me pregunté por mis compañeros. Aún no habían dado las tres cuando los órganos del paciente le fallaron como si se tratara de seguidores que, de pronto, hubieran perdido todo interés. Joel Hand murió sin un gesto ni un sonido mientras el agua fría seguía fluyendo por el suelo en pequeños regueros.