Authors: Patricia Cornwell
—¿Dónde está tu puesto avanzado? —preguntó Wesley.
—Debería estar ahí fuera, con los grupos especiales. Me ha parecido distinguir nuestro camión frigorífico desde el aire.
Recorrió la sala con la mirada y sus ojos se detuvieron en la puerta batiente de los aseos de hombres. Marino apareció por ella, ajustándose los pantalones una vez más. No esperaba verlo allí. Estaba convencida de que se habría quedado en casa, aunque sólo fuera por su fobia a la radiación.
—Voy a buscar un café —dijo Wesley—. ¿Alguien quiere?
—Que sea doble —pidió Marino.
—Yo también, gracias —le dije. Luego me volví a Marino y añadí—: Este es el último lugar donde esperaría encontrarte.
—¿Ves todos estos tipos que hay aquí? —me respondió Pete—. Formamos parte de una fuerza de choque, de modo que todas las jurisdicciones locales tengan aquí a alguien que pueda llamar a casa y explicar qué cono está pasando. En resumen, que el jefe me ha ordenado venir, y que desde luego no estoy nada entusiasmado con todo esto. Por cierto, ahí fuera he visto a tu colega, el jefe Steels, y te alegrará saber que Roche ha sido suspendido de empleo y sueldo.
No respondí. En aquel momento Roche me tenía sin cuidado.
—Eso debería hacerte sentir un poco mejor —continuó Marino.
Lo observé detenidamente. Tenía el cuello blanco de la camisa mojado de sudor, y el cinturón, con todo el equipo, crujía con sus movimientos.
—Ya que estoy aquí haré lo que pueda por no perderte de vista. Pero te agradecería que no te pusieras al alcance del fusil de alta potencia de alguno de esos gilipollas.
Se alisó hacia atrás unos mechones de cabello con una de sus manos, grande y recia.
—Yo también agradecería no tener que arriesgarme —respondí—. Pero necesito ponerme en contacto con mi equipo. ¿Has visto a alguien?
—Sí, he visto a Fielding en ese remolque grande que compró esa funeraria para vosotros. Estaba preparando unos huevos en la cocina, como si estuviera de camping o algo así. También hay un camión frigorífico.
—Bien. Ya sé dónde está.
—Si quieres, te llevo —se ofreció Marino con indiferencia, como si le diera igual.
—Me alegro de que estés aquí —le confesé, porque sabía que dijera lo que dijese Pete, yo era en parte la
razón
de su presencia.
Wesley volvió enseguida con una bandeja de dónuts en equilibrio sobre los vasos del café. Marino se sirvió mientras yo contemplaba el día, luminoso y frío tras las ventanas.
—Benton, ¿dónde está Lucy? —pregunté.
No me respondió, y su silencio fue una confirmación de mis peores presagios.
—Kay, todos tenemos un trabajo que hacer. —Su mirada era afable, pero inequívoca.
—Por supuesto. —Dejé el café a un lado porque ya tenía suficientes nervios—. Iré a comprobar unas cosas...
—Espera. —Marino empezó a dar cuenta del segundo dónut.
—No me pasará nada.
—Claro que no —insistió él—. Te acompañaré para estar más seguros.
—Sí, debes tener mucho cuidado ahí fuera —intervino Wesley—. Sabemos que hay alguien en cada ventana y pueden empezar a disparar cuando les venga en gana.
Contemplé el edificio principal, a lo lejos, y empujé la puerta de cristal que llevaba al exterior. Marino venía pegado a mi espalda.
—¿Dónde está el Grupo de Rescate de Rehenes? —le pregunté.
—Donde no puedes verlo.
—No me vengas con acertijos, no estoy de humor.
Avancé con determinación, pero como no alcanzaba a ver ninguna señal de los terroristas ni de sus víctimas, la experiencia no pasó de recordarme un ejercicio de instrucción. Los coches de bomberos y los camiones frigoríficos parecían formar parte de una emergencia simulada, e incluso cuando vi a Fielding preparando equipos médicos contra catástrofes dentro del gran remolque blanco que constituía mi puesto de dirección avanzado, tuve la sensación de estar ante una escena irreal. En el momento en que lo encontré, Fielding procedía a abrir una de las taquillas azules de cuerpo entero de la Marina que llevaba el rótulo OCME y en cuyo interior había de todo, desde agujas de varios calibres a bolsas amarillas destinadas a guardar los efectos personales del difunto.
Mi ayudante alzó la cabeza como si yo llevara allí todo el rato.
—¿Tiene idea de dónde están los picos?
—Deberían estar en cajas aparte, con las hachas, los alicates y los puntos metálicos —respondí.
—Pues no los veo.
—¿Qué hay de las bolsas amarillas para cuerpos? —dije mientras inspeccionaba taquillas y cajas almacenadas dentro del remolque.
—Supongo que tendré que conseguir todo eso en la FEMA —comentó él. Se refería a la Agencia Federal para las Actuaciones de Emergencia.
—¿Dónde está? —pregunté, porque allí había cientos de personas de muchas agencias y departamentos.
—Si sales verás su remolque justo a la izquierda, junto a la de esos tipos de Fort Lee. Registro de Sepulturas. La FEMA también tiene esos trajes revestido de plomo.
—Y nosotros rezaremos para que no tengamos necesidad de ellos.
—¿Hay más datos de los rehenes? ¿Sabemos cuánta gente sigue ahí dentro?
—En realidad no estamos seguros porque no conocemos exactamente cuántos trabajadores había en el edificio. Pero cuando Hand y su gente dieron el golpe, el turno de servicio era reducido. Estoy seguro de que formaba parte del plan. De momento han liberado a treinta y dos rehenes. Calculamos que puede quedar una decena, no sabemos cuántos de ellos con vida.
—¡Mierda! —Fielding sacudió la cabeza con gesto de rabia—. Si quiere mi opinión, todos esos cabrones deberían ser fusilados en el acto.
—Sí, bueno, en eso no vamos a discutir —asintió Marino.
—En este momento podemos ocuparnos de unos cincuenta —dijo Fielding dirigiéndose a mí—. Es el número máximo que podemos conservar entre ese camión frigorífico que tenemos aquí y la cámara del depósito de Richmond, que ya está bastante llena. Aparte de eso, la Facultad de Medicina está sobre aviso por si necesitamos más espacio.
—Supongo que los dentistas y radiólogos también estarán avisados, ¿no?
—Por supuesto. Jenkins, Verner, Silverberg, Rollins. Están todos movilizados.
Me llegó el aroma a huevos con jamón y no estuve segura de si tenía hambre o ganas de devolver.
—Si me necesitas, llámame por la radio —dije a Fielding mientras abría la puerta del remolque.
—No vayas tan deprisa —se quejó Marino cuando estuvimos fuera.
—¿Has comprobado el puesto de mando móvil? —le pregunté—. Es ese remolque grande, pintado de blanco y azul, ¿verdad? Me he fijado en él desde el helicóptero.
—No creo que sea buena idea acercarse allí.
—Yo silo creo.
—Pero... El remolque está en el perímetro interno...
—Sí, y también está ahí el Grupo de Rescate de Rehenes.
—Antes hablemos con Benton. Ya sé que quieres localizar a tu sobrina, pero utiliza la cabeza, por el amor de Dios.
—Ya utilizo la
cabeza
, y, sí, busco a Lucy.
Cada momento que pasaba me sentía más furiosa con Wesley. Marino me agarró del brazo con su manaza y me detuvo. Los dos nos miramos con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol.
—Escúchame, doctora —me dijo—. En todo esto no hay nada personal. A nadie le importa un huevo que Lucy sea tu sobrina. Es una agente del FBI, ¿de acuerdo?, y Wesley no tiene obligación de presentarte un informe sobre lo que hace con ellos.
No dije nada, y tampoco hubiera sido necesario que Pete abriera la boca para confirmar lo que ya sabía.
—Así que no la tomes con él —continuó Marino, sin dejar de cogerme el brazo con suavidad—. Si quieres que te diga la verdad, a mí tampoco me gusta la situación. Y si le sucediera algo a Lucy, no podría soportarlo. No sé qué haría si os sucediera algo a cualquiera de las dos. Y en este momento estoy más asustado de lo que me he sentido en toda mi puta vida, pero tengo un trabajo que cumplir, y tú también.
—Lucy está en el perímetro interior —murmuré.
—Vamos, doctora —dijo él tras una pausa—. Vayamos a hablar con Wesley.
Pero no tuvimos ocasión de hacerlo porque al entrar en el centro de visitantes lo encontramos al teléfono. Hablaba con un tono sereno pero firme y estaba muy tenso.
—No hagan nada hasta que llegue. Y es muy importante que esa gente sepa que voy hacia ahí —decía con voz pausada—. No, no, no. No hagan eso. Utilicen un altavoz y así no tendrá que acercarse nadie. —Benton se volvió a mirarnos—. Esperen un momento. Díganles que ahora mismo se acercará alguien para entregarles un teléfono directo.
Después de colgar se encaminó directamente a la puerta, y Pete y yo echamos a andar tras sus pasos.
—¿Qué cono sucede? —preguntó Marino.
—Quieren comunicarse.
—¿Y qué harán? ¿Enviar una carta?
—Uno de los tipos se ha asomado por una ventana y ha empezado a dar gritos —respondió Wesley—. Están muy nerviosos.
Cruzarnos el helipuerto a toda prisa y observé que estaba vacío. Hacía rato que el senador y la fiscal general se habían marchado.
—¿Es que no tienen teléfonos? —pregunté, aún desconcertada por el comentario.
—Hemos desconectado todas las líneas telefónicas del edificio —me explicó Wesley—. Tienen que pedirnos un aparato para llamar. Hasta este momento no lo han querido, pero ahora lo exigen.
—Eso quiere decir que hay algún problema —apunté.
—Yo también lo veo así-secundó Marino, jadeante.
Wesley no respondió pero advertí que seguía muy nervioso y me extrañó, porque era sumamente raro que algo lo alterara de aquella forma. El estrecho sendero nos condujo entre el mar de gente y de vehículos que esperaba para colaborar, y el edificio principal de la central se hizo mayor al acercarnos. El puesto de mando móvil brillaba al sol y estaba aparcado en la hierba; las torres de contención de los reactores y el canal de agua necesario para su refrigeración quedaban a un tiro de piedra.
No tuve ninguna duda de que los neosionistas nos tenían en el punto de mira de sus armas y que si querían podían apretar el gatillo y abatirnos a todos. Las ventanas desde las que suponíamos que observaban nuestros movimientos estaban abiertas, pero no alcancé a ver nada tras las persianas.
Avanzarnos junto al remolque hasta la parte delantera, donde media docena de agentes en ropa de calle rodeaba a Lucy. Al verla, el corazón me dio un vuelco. Iba vestida de negro, con uniforme de campaña y botas, y volvía a estar conectada a los cables como la había encontrado en el Servicio de Gestión de Investigaciones, pero en esta ocasión llevaba dos guantes de realidad virtual y Toto estaba activo sobre el terreno, con su grueso cuello conectado a un rollo de cable de fibra óptica que parecía lo bastante largo como para permitirle llegar hasta los confines del estado.
—Será mejor pegar el receptor con cinta adhesiva —comentaba mi sobrina a los hombres, a quienes ni podía ver debido a los tubos de rayos catódicos que cubrían sus ojos.
—¿Quién tiene cinta adhesiva?
—Un momento.
Un hombre con un mono negro de mecánico hurgó en una caja de herramientas de gran tamaño y arrojó un rollo de cinta a otro de los presentes. Éste arrancó varias tiras y aseguró el receptor a la horquilla de un sencillo teléfono negro en una caja firmemente sujeta a las pinzas del robot.
—Lucy —dijo Wesley—. Te habla Benton Wesley. Estoy aquí.
—Hola —respondió mi sobrina y noté su nerviosismo.
—En cuanto les hayas entregado el teléfono empezaré a hablar. Sólo quiero que sepas lo que estoy haciendo.
—¿Estamos preparados? —preguntó ella, sin tener la menor idea de que yo estaba allí.
—Vamos allá —asintió Wesley con voz tensa.
Lucy pulsó un botón del guante y Toto cobró vida con un suave ronroneo. Su único ojo, bajo la cabeza de forma redondeada, se volvió como la lente de una cámara con enfoque automático. Cuando Lucy tocó otro botón del guante, el robot volvió la cabeza y todo el mundo observó con expectación contenida cómo la creación de mi sobrina se ponía de pronto en movimiento. Toto avanzó con seguridad sobre la goma de la banda de rodamiento, con el teléfono apretado en sus pinzas, mientras desenrollaba los dos carretes de cable, el de fibra óptica por el que recibía órdenes y el del teléfono.
Mi sobrina guió en silencio la marcha de Toto como si dirigiera una orquesta, moviendo brazos y piernas suavemente. El robot avanzó con seguridad camino abajo por un terreno de grava y hierba, hasta que se alejó tanto que un agente distribuyó unos prismáticos para seguir observándolo. Toto siguió una calzada hasta alcanzar los cuatro escalones de cemento que conducían a la entrada acristalada del edificio principal y se detuvo allí. Lucy hizo una profunda inspiración y continuó el contacto por telepresencia con su amigo de plástico y metal. Tocó otro botón y las pinzas se extendieron junto con los brazos, descendieron lentamente y depositaron el teléfono en el segundo escalón. Después el robot retrocedió y dio media vuelta, y Lucy empezó a guiarlo de regreso.
Toto no había llegado muy lejos cuando vimos que se abría la puerta de cristal y un hombre barbudo con pantalones caqui y jersey salía a toda prisa, recogía el teléfono del escalón y desaparecía de nuevo en el interior.
—Buen trabajo, Lucy —dijo Wesley con un tono de profundo alivio—. Ahora usad ese teléfono, maldita sea. —No nos lo decía a nosotros sino a los terroristas. Acto seguido añadió—: Lucy, cuando estés preparada, entra.
—Sí, señor —respondió ella mientras con los brazos mantenía en equilibrio a Toto entre los charcos e irregularidades del terreno.
Marino, Wesley y yo subimos la escalerilla que conducía al puesto de mando móvil, cuyo interior estaba tapizado en gris y azul, con mesas entre los asientos. También había una pequeña cocina y un baño, y las ventanas tenían cristales ahumados que permitían observar el exterior desde dentro, pero no a la inversa. En la parte posterior estaba instalado el equipo de radio y los ordenadores, y arriba había una serie de cinco televisores sin sonido, sintonizados con las cadenas principales y con la CNN. Mientras avanzábamos por el pasillo central sonó urgente e imperioso un teléfono rojo sobre una mesa. Wesley corrió a contestar.
—Wesley —dijo, vuelto hacia una ventana, al tiempo que pulsaba dos botones que ponían en marcha una grabadora y el micrófono de mesa.
—Necesitamos un médico. —Por el acento, el hombre que hablaba parecía un blanco del Sur. Todos notamos su respiración acelerada.