Causa de muerte (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: Causa de muerte
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—Ese grupo no es quien impulsa esta acción —dijo él—. No es esa gente la que quiere el plutonio.

—¿Quién lo quiere, pues?

—Libia.

—Me parece que eso lo sabe todo el mundo desde hace tiempo —respondí.

—Pues ahora lo está intentando —intervino Wesley—. Eso es lo que sucede en Oíd Point.

—Sin duda sabrá, doctora —continuó Olson—, que Gaddafi ambiciona tener armas nucleares desde hace mucho tiempo y que ha visto frustrado cada uno de sus intentos por conseguirlas. Parece ser que al final ha encontrado el medio. Descubrió a los Nuevos Sionistas en Virginia, y desde luego aquí también hay grupos extremistas a los que podría utilizar. Tenemos muchos árabes.

—¿Cómo sabe que es Libia?

Esta vez fue Wesley quien me respondió:

—Por un lado hemos comprobado el registro de llamadas telefónicas. Durante los dos últimos años Joel Hand efectuó muchas, sobre todo a Trípoli y a Bengasi.

—Pero no hay señales de que Gaddafi intente algo aquí, en Londres —insistí.

—Lo que tememos es lo vulnerable que sería la ciudad. Londres es el punto de escala a Europa, Estados Unidos y el Próximo Oriente. Es un centro financiero tremendo. Que Libia robe el fuego a Estados Unidos no significa que nuestro país sea el objetivo final.

—¿El fuego? —repetí.

—Como en el mito de Prometeo. Fuego es nuestra palabra clave para referirnos al plutonio.

—Es de una lógica escalofriante. Dígame qué puedo hacer —añadí.

—Bien, tenemos que explorar las características de este asunto, tanto para saber qué sucede en este momento como para predecir qué puede pasar más adelante —dijo Olson—. Tenemos que conocer mejor cómo piensan esos terroristas, y evidentemente eso es asunto de Wesley. El de usted es conseguir información. Me han dicho que tiene aquí un colega que podría resultar de utilidad.

—No se haga ilusiones —repliqué—, pero intentaré hablar con él.

—¿Qué hay de la seguridad? —preguntó Wesley al hombre de Londres—. ¿Tenemos que poner a alguien con ella?

Olson me dedicó una extraña mirada, como si sopesara mi fuerza y como si no me viera a mí sino a un objeto o a un luchador a punto de saltar al ring.

—No —dijo—. Creo que la doctora está perfectamente a salvo aquí, a menos que tengan conocimiento de lo contrario.

—No estoy seguro —murmuró Wesley, y esta vez también él me miró fijamente—. Quizá deberíamos asignarle a alguien para que la proteja.

—Rotundamente, no —intervine—. Nadie sabe que estoy en Londres y el doctor Mant es reacio a dejarse ver. Para mí que está muerto de miedo, así que no me contará nada si viene alguien conmigo. Y entonces el objetivo de este viaje habrá fracasado.

—Está bien —aceptó Wesley a regañadientes—, siempre que sepamos en todo momento dónde estás. Y tenemos que encontrarnos aquí otra vez a las cuatro, como mucho, si queremos coger ese avión.

—En el caso de que no pudiera venir por algún motivo, llamaré. ¿Estarán aquí?

—Si no estamos —apuntó Olson—, mi secretaria sabrá localizarnos.

Bajé al vestíbulo. Entre las paredes cubiertas de retratos de anteriores representantes norteamericanos había una fuente de la que manaba agua con un sonoro chapoteo, y un Lincoln de bronce sentado en un escaño. Los guardias estudiaban los pasaportes y a los visitantes con gesto severo. Me dejaron pasar con una fría mirada y noté cómo me seguían con la vista hasta que crucé la puerta. Ya en la calle, bajo el frío y la humedad de la mañana, llamé un taxi e indiqué al conductor una dirección no lejos de allí, en Belgravia, junto a Eaton Square.

La anciana señora Mant había residido hasta su muerte en Ebury Mews, en una casa de tres plantas que había sido dividida en pisos. El edificio estaba estucado, con remates de chimenea en rojo que se alzaban sobre un techo veteado de tejas de madera. Los maceteros de las ventanas estaban llenos de narcisos, azafrán y hiedra. Subí la escalera hasta el segundo piso y llamé a la puerta, pero no fue mi ayudante jefe el que me abrió. La matrona que se asomó parecía tan desconcertada como yo.

—Disculpe —le dije—. Supongo que la casa se ha vendido...

—No, lo siento. No está a la venta —contestó la mujer con firmeza.

—Busco a Philip Mant —continué—. Debo de tener mal la dirección...

—Oh, Phillip es mi hermano. —La mujer me dirigió una sonrisa congraciadora—. Acaba de marcharse al trabajo. No lo encuentra aquí por muy poco.

—¿Al trabajo?

—Sí, claro. Siempre sale a esta hora para evitar los atascos, aunque me parece que eso es imposible. —De repente se dio cuenta de que hablaba con una desconocida y titubeó—. ¿Quién le digo que ha preguntado por él?

—La doctora Kay Scarpetta —me di a conocer—. Y es importante que lo encuentre pronto.

—Sí, desde luego. —La mujer parecía sorprendida y al mismo tiempo satisfecha—. Le he oído hablar de usted. La tiene en gran aprecio y estará contentísimo de saber que ha venido. ¿Y qué le trae por Londres, doctora?

—Nunca pierdo una ocasión de venir de visita. ¿Podría decirme dónde encontrar a Phillip? —insistí.

—Desde luego. En el depósito de cadáveres de Westminster, en Horseferry Road. —La mujer titubeó de nuevo—. Creía que Phillip ya se lo había dicho.

—Sí —sonreí—. Y me alegro mucho por él.

No estaba segura de qué significaba todo aquello pero vi que la mujer volvía a mostrarse complacida.

—No le comente que voy a verlo —continué—. Quiero darle una sorpresa.

—Muy buena idea. Phillip se quedará de una
pieza.

Cogí otro taxi y reflexioné sobre lo que me parecía haber oído. Fueran cuales fuesen las razones de Mant para actuar como lo había hecho, me resultó imposible no sentirme bastante furiosa.

—¿Va usted al despacho del forense, señora? —me preguntó el taxista—. Es ese edificio de ahí.

El hombre indicó por la ventanilla un hermoso edificio de ladrillos.

—No. Voy al depósito.

—Muy bien. Es esa puerta. ¡Mejor entrar ahí por tu propio pie! —exclamó con una risotada.

Saqué el billetero mientras el taxi aparcaba delante de un edificio, pequeño para lo habitual en Londres. Era de ladrillo con adornos de granito y un extraño pretil a lo largo de la
azotea., y
estaba rodeado por una verja de hierro forjado, pintada de minio. Según una placa situada a la entrada, el depósito tenía más de cien años de antigüedad, y pensé en lo tétrica que debía de ser, en aquellos tiempos, la práctica de la medicina forense. Entonces apenas debía de haber más constancia de un suceso que los testimonios que aportaran las personas, y me pregunté si la gente mentiría menos en épocas pasadas.

La recepción del depósito era pequeña pero estaba amueblada con cierto gusto, como un típico vestíbulo de cualquier empresa. Tras una puerta abierta vi un pasillo, y me dirigí hacia allí porque no aparecía nadie. En aquel preciso instante salió de una sala una mujer con unos voluminosos libros en los brazos.

—Lo siento —dijo ella, sobresaltada—. No puede volver por aquí.

—Busco al doctor Mant.

La mujer llevaba un vestido holgado de falda larga y un suéter, y hablaba con un ligero acento escocés.

—¿Y quién le digo que ha venido a verlo?

Le mostré las credenciales.

—Muy bien —dijo al verlas—. Supongo que la estará esperando.

—Yo diría que no.

—Entiendo —dijo desconcertada, y movió un poco los brazos para acomodar los libros.

—Trabajábamos juntos en Estados Unidos —le expliqué—. Me gustaría darle una sorpresa. Si me indica dónde puedo encontrarlo, yo misma iré a buscarlo.

—Estará en la Sala Apestosa. Tome por esa puerta de ahí —indicó con un gesto—. Verá unos vestuarios a la izquierda del depósito principal. Allí encontrará todo el equipo necesario. Póngaselo, cruce las puertas que quedan a la izquierda y habrá llegado. ¿Lo ha entendido bien?

—Sí, gracias.

En el vestuario me puse las fundas para el calzado, los guantes y una mascarilla y me envolví en una bata holgada para evitar que las ropas me quedaran impregnadas del olor. Crucé una sala embaldosada en la que brillaban seis mesas de acero inoxidable y una pared entera de cámaras frigoríficas blancas. Los doctores iban de azul, y el distrito de Westminster los tenía bastante ocupados aquella mañana. Apenas me dedicaron una mirada cuando pasé cerca de ellos. Encontré a mi ayudante jefe en el fondo del pasillo.

Iba calzado con botas altas de goma y estaba de pie sobre una tarima, examinando un cuerpo sumamente descompuesto que, sospeché, había pasado algún tiempo bajo el agua. El hedor era terrible y cerré la puerta a mi espalda.

—Doctor Mant —le dije.

Se volvió, y por un segundo dio la impresión de no saber quién le hablaba ni dónde estaba. Se quedó perplejo.

—¿Doctora Scarpetta? —Bajó pesadamente de la tarima, porque no era un hombre pequeño—. ¡Vaya sorpresa! ¡Me ha dejado sin habla!

Balbuceaba, y vi en sus ojos un pestañeo de temor.

—Yo también estoy sorprendida —murmuré con tono lúgubre.

—Ya lo imagino, pero no es preciso que hablemos de ello en presencia de este ahogado tan desagradable. Lo encontraron ayer por la tarde en el Támesis. Me parece que es una muerte por arma blanca, pero aún no hemos identificado el cuerpo. Vamos al salón —continuó con aire nervioso.

Phillip Mant era un caballero ya mayor, de tupida cabellera canosa, cejas marcadas y ojos claros y vivarachos. Era encantador y resultaba imposible que no le cayera bien a alguien. Me condujo a las duchas, donde nos desinfectamos los pies, nos despojamos de los guantes y de las mascarillas y arrojamos las batas a un cubo. Después volvimos al salón, que se abría directamente al aparcamiento de la parte de atrás. Como todo en Londres, el humo rancio de la estancia tenía también una larga historia.

—¿Puedo ofrecerle un refresco? —me preguntó al tiempo que sacaba un paquete de Players—. Sé que ha dejado de fumar, de modo que no le voy a ofrecer.

—No necesito nada, salvo algunas respuestas —repliqué. Vi un leve temblor en sus manos al encender un fósforo—. ¿Pero se puede saber, qué está haciendo usted aquí, doctor Mant? Todos pensábamos que vino a Londres porque se había producido una muerte en la familia...

—Y es verdad. Coincidió con ello.

—¿Coincidió con ello? —repetí—. ¿Qué quiere decir?

—Verá, doctora Scarpetta... Ya estaba decidido a irme de todas maneras, pero la inesperada muerte de mi madre me ha facilitado el momento adecuado.

—Eso quiere decir que no tiene intención de volver, ¿no es eso? —dije, molesta.

—Lo siento mucho, pero no. No pienso volver. —Hizo saltar la ceniza del cigarrillo con delicadeza.

—Podría habérmelo dicho. Por lo menos habría empezado a buscarle un sustituto. He intentado llamarlo muchas veces.

—No se lo dije, ni la he llamado, porque no quería que ellos lo supieran.

—¿Ellos? —La palabra flotó en el aire—. ¿A quién se refiere exactamente?

El doctor continuó fumando sin inmutarse, con las piernas cruzadas y el vientre rebosándole del cinturón.

—No tengo idea de quiénes son, pero ellos saben muy bien quiénes somos nosotros. Eso es lo alarmante. Le diré cuándo empezó todo esto exactamente: el trece de octubre. No sé si recuerda usted el caso...

No tenía idea de a qué se refería.

—Bueno —continuó—, de la autopsia se encargó la Marina porque la muerte se produjo en sus instalaciones de Norfolk, en ese varadero.

—¿Se refiere al hombre que resultó aplastado por accidente en el dique seco? —Recordaba el asunto vagamente.

—Sí, sí, a ése.

—Tiene razón. El caso lo llevó la Marina y no nosotros —asentí. Empezaba a olerme lo que Mant me iba a decir—. ¿Qué tiene que ver eso con usted o con...?

—Verá —explicó entonces—, el grupo de rescate cometió un error. En lugar de trasladar el cuerpo al Hospital Naval de Portsmouth, como debían, lo llevaron a mi depósito. El joven Danny no sabía nada del asunto, así que empezó las extracciones de sangre, el papeleo y esas cosas. Mientras estaba en ello, encontró algo muy inusual entre los efectos personales del difunto.

Me di cuenta de que Mant ignoraba lo de Danny.

—El muerto tenía consigo una bolsa de lona —siguió diciendo Mant— y el grupo de rescate se limitó a colocarla sobre el cuerpo y a cubrirlo todo con un lienzo. Por pobre que fuera este envoltorio, imagino que si no hubiera sido por eso no habríamos tenido el menor indicio.

—¿Indicio de qué?

—Según parece, lo que ese tipo tenía era un ejemplar de una Biblia bastante siniestra, que más adelante descubrí que estaba relacionada con el culto de un grupo llamado Nuevos Sionistas. Ese libro era una cosa increíblemente terrible, con descripciones detalladas de torturas, asesinatos y cosas así. Me pareció espeluznante.

—¿Se titulaba
El libro de Harid?
—le pregunté.

—¡Sí, exactamente! —Se le iluminaron los ojos—. ¿Cómo...?

—¿Estaba encuadernado en cuero negro?

—Creo que sí. Con un nombre escrito en la tapa, que curiosamente no correspondía al difunto. «Shapiro» o algo así.

—Dwain Shapiro.

—Eso es —confirmó Mant—. O sea que ya estaba al corriente de todo esto... Conozco el libro pero ignoro por qué lo tenía ese individuo, porque desde luego no era Dwain Shapiro. —Hizo una pausa para frotarse el rostro—. Creo que se llamaba Catlett.

—Pero pudo ser quien matara a Shapiro —señalé—, y por eso tenía esa Biblia en su poder.

Mant no lo sabía.

—Cuando descubrí que teníamos un caso de la Marina en nuestro depósito, hice que Danny trasladara el cuerpo a Portsmouth, y lo lógico era que los efectos del pobre hombre le acompañaran.

—Pero Danny
se
quedó el libro —apunté.

—Me temo que sí. —Mant se inclinó hacia delante y aplastó la colilla en un cenicero de la mesilla auxiliar.

—¿Por qué lo haría?

—En cierto momento entré en su despacho por no sé qué motivo y vi el libro allí. Le pregunté por qué se lo había quedado y me dijo que, como llevaba el nombre de otra persona, pensó que quizás alguien lo había cogido por error y que tal vez no era propiedad del muerto. —Hizo una pausa—. Yo creo que el muchacho era bastante novato y que cometió un simple error, sin malicia.

—Dígame una cosa —pregunté—, ¿recuerda si recibió visitas o llamadas de periodistas en ese tiempo? Por ejemplo, ¿alguien se interesó por el hombre que murió aplastado en el astillero de la Marina?

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