Authors: Patricia Cornwell
—¡Oh, sí! Se presentó el señor Eddings. Lo recuerdo porque estaba muy interesado en conocer el menor detalle, lo cual me extrañó un poco. Pero el joven Danny sabía desde luego que no debía facilitarle mucha información.
—¿No es posible que le diera el libro a Eddings, suponiendo que éste estuviera preparando un reportaje sobre los Nuevos Sionistas?
—En realidad no puedo descartarlo. No volví a ver el libro y di por sentado que Danny lo había devuelto a la Marina. Echo de menos a ese chico. Por cierto, ¿cómo está? ¿Qué tal la rodilla? Yo lo llamaba «Saltarín», ¿sabe? —Mant se echó a reír.
No respondí a la pregunta. Ni siquiera sonreí.
—Dígame qué sucedió después, qué fue lo que lo asustó tanto.
—Una serie de cosas raras. Obsesiones. Notaba que me seguían. Como usted recordará, el supervisor de mi depósito renunció de pronto a su puesto sin la menor explicación. Y un día, cuando salí al aparcamiento, encontré el parabrisas de mi coche embadurnado de sangre. Incluso llevé una muestra al laboratorio para analizarla y resultó de carnicería. Me refiero a que era sangre de vaca.
—Supongo que ha tratado usted con el detective Roche —apunté.
—Por desgracia. No me cae nada bien.
—¿Roche ha intentado alguna vez obtener información de usted?
—A veces pasaba por el despacho. Nunca para contemplar autopsias, desde luego. No tiene estómago para eso.
—¿Qué quería saber?
—Sobre ese muerto del astillero. Hizo preguntas al respecto.
—¿Preguntó por sus efectos personales, por esa bolsa de lona que llegó con el cuerpo por error?
Mant hizo un esfuerzo por recordar.
—Bueno, ahora que está usted exprimiendo mi pobre memoria, me parece que sí que preguntó por ella. Y creo que yo lo envié a Danny.
—Bien, es evidente que Danny no se la devolvió —apunté—. O al menos que no le dio el libro, porque éste ha aparecido después.
No le conté en qué circunstancias porque no quería perturbarlo.
—Ese maldito libro debe de ser tremendamente importante para alguien —comentó.
—Más de lo que yo pensaba —le respondí pensativa. Hice una pausa mientras él encendía otro cigarrillo y continué—: ¿Por qué no me dijo nada, Mant? ¿Por qué se limitó a huir sin contarme una palabra de todo esto?
—A decir verdad, no quería arrastrarla a usted también a este asunto. Y todo ello parecía bastante fantasioso. —Guardó silencio durante unos momentos y advertí en su expresión que presentía que habían sucedido otros graves acontecimientos desde que dejó Virginia—. Ya no soy joven, doctora Scarpetta. Sólo quiero hacer mi trabajo pacíficamente unos pocos años más antes de jubilarme.
No quise criticarlo más porque comprendía lo que había hecho. No podía recriminárselo, sinceramente, y me alegraba que hubiese salido por piernas porque era muy probable que así hubiera salvado la vida. Lo irónico era que Mant no sabía nada importante, y si lo hubieran matado habría sido por nada, como había sucedido con Danny.
Entonces le conté la verdad mientras reprimía en mi mente las imágenes del aparato ortopédico para la rodilla, rojo como sangre derramada, y de las hojas y desperdicios adheridos a los cabellos ensangrentados del muchacho. Recordé la sonrisa luminosa de Danny, y nunca olvidaría la bolsita blanca que se había llevado del café de la colina, ni el perro que se había pasado la mitad de la noche ladrando. No se me borraría nunca de la cabeza la tristeza y el miedo que había visto en sus ojos mientras me ayudaba a examinar a Ted Eddings, a quien Danny ya conocía de antes, según acababa de explicarme Mant. Sin darse cuenta, los dos jóvenes se habían empujado el uno al otro a la muerte violenta que finalmente habían tenido.
—Pobre muchacho... —fue todo lo que acertó a decir.
Se cubrió los ojos con un pañuelo. Cuando me fui todavía continuaba llorando.
W
esley y yo volamos esa noche de vuelta a Nueva York y llegamos temprano porque llevábamos vientos de cola de más de cien nudos. Pasamos la aduana y retiramos el equipaje. El mismo vehículo de la ida nos recogió en la salida y nos condujo al aeropuerto privado donde aún nos seguía esperando el Learjet.
La temperatura había experimentado un brusco ascenso, y volamos entre enormes nubes de tormenta que se iluminaban con violentas descargas eléctricas. La tormenta estalló en relámpagos y estampidos y atravesamos lo que parecía el fragor de una batalla. Me había puesto un poco al corriente del estado de cosas y no me sorprendió que el FBI hubiera establecido un puesto avanzado junto con los instalados por la policía y por los grupos de rescate.
Me alivió saber que Lucy había sido traída del campus y trabajaba de nuevo en el Servicio de Gestión de Investigaciones, donde estaba a salvo. Lo que Wesley no me dijo hasta que estuvimos en la Academia fue que había sido movilizada con el resto del Grupo de Rescate de Rehenes y que no estaría mucho tiempo en Quantico.
—Rotundamente, no —le dije como si fuera una madre que negara su permiso.
—Me temo que tú no tienes voz ni voto en esto —respondió.
En aquel momento me ayudaba a llevar las bolsas a través del vestíbulo del Jefferson, que estaba desierto aquel sábado por la noche. Saludamos a las muchachas de recepción y seguimos discutiendo.
—¿Pero no te das cuenta de que Lucy es una novata? No puedes ponerla en medio de una crisis nuclear.
—No la estamos poniendo en medio de nada. —Wesley abrió las puertas de cristal—. Lo único que necesitamos son sus conocimientos técnicos. No tiene que hacer de francotiradora ni saltar de un avión.
—¿Dónde está ahora? —pregunté mientras entrábamos en el ascensor.
—Con suerte, en la cama.
Consulté el reloj.
—¡Oh, pero si es medianoche! Pensaba que ya era mañana y tenía que levantarme.
—Lo sé. Yo también estoy molido.
Nuestras miradas se encontraron y aparté la mía.
—Supongo que debemos fingir que no ha sucedido nada —dije con tono cortante, porque no habíamos hablado en absoluto de lo que había sucedido entre nosotros.
Salimos al pasillo y Benton marcó un código en una cerradura digitalizada. Se corrió el pestillo y Wesley empujó otra puerta de cristal y entró.
—¿De qué serviría fingir? —Marcó otro código y abrió una puerta más.
—Dime qué quieres hacer, eso es todo —murmuré.
Estábamos en la suite de seguridad donde me alojaba normalmente cuando el trabajo o algún peligro me retenía allí por la noche. Benton llevó el equipaje al dormitorio mientras yo corría las cortinas de la gran ventana del salón. La pieza era cómoda pero sencilla y, al ver que Wesley no respondía, recordé que probablemente no era seguro comentar intimidades en aquel lugar, donde sabía positivamente que hasta los teléfonos estaban intervenidos. Lo seguí al pasillo y repetí la pregunta.
—Ten paciencia —respondió con tristeza, o quizá sólo era cansancio—. Escucha, Kay, debo irme a casa. Lo primero que tengo mañana por la mañana es una inspección desde el aire con Marcia Gradecki y el senador Lord.
Gradecki era la fiscal general de Estados Unidos, y Frank Lord presidía el Comité Judicial y era un viejo amigo.
—Me gustaría que nos acompañaras, porque según parece tú eres quien más sabe de este asunto. Tal vez puedas explicarles la importancia que tiene esa Biblia para esos chiflados, que matarán por ella, que morirán por ella. —Exhaló un suspiro y se restregó los ojos—. Y tenemos que hablar de cómo vamos a tratar los muertos por contaminación si esos hijos de puta deciden volar los reactores, Dios no lo permita. —Hizo una pausa—. Lo único que podemos hacer es probar —añadió, y por su modo de mirarme supe que se refería a algo más que a la crisis de la central.
—Es lo que hago, Benton —respondí, y regresé a la suite.
Llamé a centralita y pedí comunicación con la habitación de Lucy. Al no obtener respuesta imaginé que estaría en el ERF, con los ordenadores, pero no podía llamarla allí porque no sabía dónde la encontraría en aquel edificio tan grande como un campo de fútbol. Así que me puse el abrigo y salí del edificio Jefferson, porque no podría dormir hasta que viera a mi sobrina.
El ERF tenía su propio puesto de guardia, no lejos del instalado a la entrada de la Academia, y la mayoría de los agentes del FBI ya me conocían bastante bien. El guardia de la garita puso cara de sorpresa cuando aparecí, y salió a ver qué quería.
—Creo que mi sobrina se ha quedado a trabajar... —empecé.
—Sí, señora. La he visto entrar hace un rato.
—¿Puede ponerse en contacto con ella?
—Hum... —Frunció el entrecejo—. ¿Tiene idea de en qué zona podría estar?
—Quizás en la sala de ordenadores.
Probó allí, sin éxito, y me miró.
—¿Es importante?
—Mucho —respondí con gratitud.
El centinela se llevó la radio a los labios.
—Unidad cuarenta y dos a base —dijo.
—Adelante, cuarenta y dos.
—Solicito relevo en el puesto del ERF.
—Recibido.
Esperamos a que llegara la guardia y otro hombre sustituyó al centinela, que nos acompañó al interior del edificio. Deambulamos un rato por largos pasillos vacíos, probando puertas que daban a talleres y laboratorios donde podía estar mi sobrina. Al cabo de un cuarto de hora tuvimos suerte. El centinela abrió una puerta y entramos en una sala enorme, que era el taller de actividades científicas de Papá Noel.
Lo más destacado de todo era la presencia de Lucy, que llevaba un guante informático y una pantalla montada en casco, conectados a unos cables negros, largos y gruesos, que serpenteaban en el suelo.
—Los dejaré aquí-dijo el guarda.
—Sí —respondí—. Muchas gracias.
Había varios colaboradores con batas de laboratorio y monos de trabajo, atareados con ordenadores, interfaces y grandes pantallas de vídeo.
Todos me vieron entrar, pero Lucy estaba ciega. En realidad ni siquiera estaba en aquella sala sino en la que aparecía en los pequeños tubos de rayos catódicos que cubrían su campo de visión mientras efectuaba un paseo de realidad virtual a lo largo de una pasarela situada, sospeché, en la central nuclear de Oíd Point.
—Ahora voy a ampliar y entrar —decía al tiempo que pulsaba un botón situado en el reverso del guante.
De pronto se amplió la zona que aparecía en la pantalla de vídeo, y la figura que representaba a Lucy se detuvo ante una empinada escalera de rejilla.
—¡Mierda, voy a salir de aquí! —masculló con impaciencia—. Esto no funcionará de ninguna manera.
—Te prometo que sí-dijo un joven que estaba pendiente de una gran caja negra—. Pero es complicado.
Lucy hizo una pausa y efectuó algunos ajustes más.
—No sé, Jim, ¿esto son datos de alta resolución, realmente, o el problema soy yo?
—Creo que eres tú.
—Me parece que me va a dar un cibermareo —comentó Lucy momentos después, cuando empezó a girar dentro de lo que, en la pantalla gigante de vídeo, parecían correas de transporte y enormes turbinas.
—Echaré un vistazo al algoritmo.
—¿Sabes? —dijo ella mientras bajaba por la escalera virtual—, quizá deberíamos ponerlo en modo C y partir de un retraso de tres-cuatro a trescientos cuatro microsegundos, etcétera, en lugar de lo que tenemos en el programa que utilizamos.
—Sí. Las secuencias de transferencia están desconectadas —dijo otra voz—. Tenemos que ajustar los circuitos de retardo.
—Lo que no podemos es permitirnos el lujo de darle demasiadas vueltas —intervino otro de los presentes—. Oye, Lucy, tu tía está aquí.
Lucy hizo una breve pausa y continuó como si no hubiera oído nada.
—Mira, yo me ocuparé del código C antes de mañana por la mañana. Tenemos que andar finos o Toto terminará atascado o se caerá por la escalera. Y entonces estaremos jodidos del todo.
Deduje que Toto era el extraño artilugio formado por una burbuja a modo de cabeza, con un objetivo de vídeo por ojo, montada sobre un cuerpo de acero en forma de caja de casi un metro de altura. Las piernas eran cadenas de oruga con clavos de agarre, los brazos tenían pinzas, y en conjunto me recordaba un carro blindado de juguete con capacidad de moverse. Estaba aparcado en un rincón, no lejos de su dueño, que ayudaba a Lucy a quitarse el casco.
—Tenemos que cambiar los biocontroladores del guante —indicó mientras procedía a quitárselo con mucho cuidado—. Estoy acostumbrada a que un dedo signifique adelante y dos, atrás. Aquí están a la inversa, y no puedo permitirme una confusión así cuando estemos sobre el terreno.
—Eso será fácil —respondió Jim y se quedó el guante.
Cuando Lucy vino a mi encuentro, junto a la puerta de la sala, parecía furiosa.
—¿Cómo has entrado? —Su tono no era nada amistoso.
—Con uno de los guardias.
—Sí, claro. Te conocen.
—Benton me ha dicho que te habían traído de vuelta y que el Grupo de Rescate de Rehenes te necesita —le expliqué—. Me alegro de que estés aquí.
—No será por mucho rato. —Lucy miró hacia sus colegas, que habían reanudado el trabajo. Me costó asimilar lo que acababa de decirme porque no quería comprenderlo—. Casi todos los chicos ya están allí-continuó.
—En Oíd Point... —añadí.
—Tenemos buceadores en la zona, francotiradores situados en los alrededores y helicópteros a la espera, pero todo eso no servirá de mucho si no conseguimos infiltrar al menos una persona en esa central.
—Y evidentemente esa persona no serás tú —apunté. Si Lucy me decía otra cosa era capaz de matar al FBI, al Buró entero, a todos ellos a la vez.
—En cierto modo seré yo quien entre —respondió mi sobrina—. Me encargaré de dirigir a Toto. ¡Eh, Jim! —gritó—. Ya que estás en eso, añadamos un comando de vuelo al guante.
—¡Ahora Toto también tendrá alas! —dijo alguien en tono burlón—. Eso está bien. Vamos a necesitar un ángel de la guarda muy listo.
No pude evitar un comentario:
—Lucy, ¿tienes idea de lo peligrosa que es esa gente?
Me miró a los ojos y soltó un suspiro.
—¿Pero por quién me tomas, tía Kay? ¿Crees que soy una niña entretenida con sus juguetes?
—Lo único que sé es que estoy preocupada. No puedo evitarlo.
—En estos momentos todos debemos estarlo —respondió sombría—. Mira, tengo que volver al trabajo. —Consultó el reloj y resopló—. ¿Quieres que te haga un resumen de mi plan para que al menos sepas qué sucede?