Win no había llamado. Sólo había hablado con sus padres. A pesar de la llamada de Davis Lee, Win la estaba manteniendo a distancia. Por el momento, él estaría a salvo y seguro junto a sus padres. Sin duda, toda su familia estaba descansando confortablemente en el rancho de Montana o en su palacio de ladrillo en Nuevo México, pensó con amargura. Tampoco le importaba demasiado.
En ese momento lo único que le preocupaba era asumir el control de los daños causados en su propia vida. Contaba con que la situación fuera lo suficientemente caótica una vez que pasara la tormenta como para darle algo de tiempo mientras regresaba a Washington a vaciar su apartamento. A pesar de las inundaciones, estaba segura de que no tendría ningún problema en alquilarlo. Era un pequeño piso en un edificio histórico situado en Aurora Heights, y por lo tanto, muy cerca del Pentágono. Incluso podría ganar algún dinero con ese arreglo.
Los meteorólogos habían agotado los superlativos hacía ya varios días, pero al mirar por la ventana, Elle volvió a pensar que aquélla no parecía la peor tormenta que había visto jamás. Lisa dijo que hasta que se fue la luz los comentaristas televisivos habían dicho que la situación iba a empeorar muchísimo.
El cielo de fondo estaba pintado de tonos grises más o menos oscuros, y las nubes parecían hervir en un caldo demoníaco. El viento arrastraba la lluvia de forma casi horizontal, entre los edificios. Los constantes relámpagos y los ensordecedores truenos le recordaban las escenas de batalla en
Salvar al soldado Ryan
, y la lluvia también contribuía a esa sensación, imitando el sonido apagado de las ametralladoras, al golpear contra las ventanas. Existía una especie de extraña soledad en medio de tanta violencia, pensó, y no le importó.
El seco y chirriante zumbido del timbre de la puerta interrumpió el ritmo de la lluvia contra las ventanas. Lisa apareció en la puerta del dormitorio con los ojos desorbitados, y Elle se dio cuenta de que el portero no había anunciado a nadie. Como la última vez.
El temor le cosquilleó en la nuca. Ella no conocía a ninguno de los vecinos, y John nunca dejaría que alguien entrara en el edificio si no tenía su permiso. O una credencial.
—¿Quién es? —preguntó.
—No lo sé. Hay tres tipos ahí afuera. Uno tenía la cabeza gacha y no pude ver su rostro.
Con manos temblorosas Elle tomó la consola telefónica de la mesita de noche y apretó el código de la recepción con un lápiz. Las vendas de sus dedos hacían que marcar un número fuera, si no imposible, incómodo.
—¿John? —dijo cuando le respondieron—. Hay alguien en mi puerta. ¿Has dejado subir a alguien?
—Me dijo que era una sorpresa, señorita Baker. Y yo pensé que estaría bien. Él me dijo que venía a buscarla para llevarla lejos de la tormenta.
—¿Quién? ¿Quién se lo dijo? —exigió saber, con el pánico subiendo por su garganta, amargo como la bilis.
—El señor Benson. Disculpe que le haya arruinado la sorpresa, señorita Baker, pero…
Ella colgó el auricular mientras el zumbido del timbre volvía a oírse, esta vez con más insistencia, como si la persona que lo presionaba estuviera impaciente o irritada.
O enfadada más allá de toda medida.
Su corazón le latía en el pecho, miró a Lisa, que ahora estaba completamente asustada.
—No los dejes entrar.
—¿Quiénes son?
—Son… Es… —Se puso de pie—. Es Win Benson, el hijo del presidente. Dile que no estoy, ¿vale? Inventa cualquier cosa.
—¿Quién? ¿Win Benson? No puedo mentirle. ¿Por qué…?
—No puedo explicártelo —dijo Elle, emitiendo un pequeño chillido—. ¡Dile simplemente que no estoy aquí!
Empujó a Lisa prácticamente fuera del dormitorio y cerró la puerta. Un momento después, la oyó discutiendo con un hombre. Asustada, Elle dio media vuelta, buscando en vano una vía de escape.
—Elle. Era Win.
Las vendas la volvían torpe, pero tras un momento de forcejeo, abrió la ventana. Se preparó para enfrentarse a la fuerza del viento y de la lluvia antes de pasar una pierna por encima de la reja metálica de la escalera de incendios. La suela de su zapato se deslizó bajo su peso, haciéndole perder el equilibro, obligándola a sentarse a horcajadas colgando del marco de madera de la ventana. Le dio la sensación de que la lluvia era como miles de piedras que se hundían en la piel de sus brazos y su espalda, con una fuerza tal que le causaban dolor. Le zumbaban los oídos, lo cual no tenía mucho sentido puesto que estaban en un octavo piso. También le resultaba difícil respirar. Trató de que su respiración se hiciera más pausada, pero no le sirvió de ayuda.
Tenía que llegar a la calle. Podía esperar a que pasara la tormenta en alguna parte y marcharse después. Ignorando el dolor que sentía en los brazos, Elle se aferró con más fuerza al marco, para contrarrestar la superficie resbaladiza de la madera bajo sus dedos vendados, y pasó la otra pierna por la ventana. Su vestido, ya empapado, se le pegaba a los muslos, dificultando sus esfuerzos.
Un grito de frustración salió de su garganta mientras perdía el equilibrio y caía en la reja del pequeño balcón. El viento la cortaba, envolviendo sus cabellos alrededor de su cuello como un garrote, y estrellando trocitos de escombros contra su rostro. Agarrando las barras verticales del balcón, consiguió sentarse.
—¿Estás loca? ¿Qué haces ahí fuera?
El grito amortiguado sonó cerca. Elle levantó la cara y vio a Win de pie, dentro, junto a la ventana, protegiéndose del viento y acompañado por su guardaespaldas del servicio secreto.
—Déjame sola —gritó.
—Elle, te vas a matar. Entra. Dame la mano. —Extendió su mano para agarrarla, inclinándose un poco por la ventana antes que los agentes volvieran a empujarlo hacia el interior. Uno de ellos echó medio cuerpo fuera, diciéndole que se acercara y tomara su mano.
Ella apartó la vista y miró hacia abajo, buscando el final de las escaleras, pero lo que vio, en cambio, fue el callejón de detrás del edificio repleto de basura. Por debajo corría un río de basura urbana de la zona cara, arrastrando botellas de vino, envases de leche y bolsas de supermercado que se estrellaban en una tortuosa y sucia marea.
—Elle, dame la mano. —La voz de uno de los agentes parecía cercana. Se volvió y vio que el hombre salía por la ventana.
—Puedo hacerlo —se murmuró a sí misma, preguntándose cuándo había comenzado a llorar. Se arrastró, con los pies por delante, hacia la escalera. Su trasero y sus muslos rozaron contra el áspero metal mientras que su vestido se resistía a moverse junto con ella.
—Elle, no —gritó Win—. No lo conseguirás. Entra, por el amor de Dios. ¿Qué estás haciendo?
En su voz podía vislumbrar el pánico, y eso alentó su coraje.
—Déjame sola —le gritó, deslizando los pies por las escaleras. Se dio un poco más de impulso, moviendo las manos hacia el siguiente tramo de escalera.
«Lo lograre. Esto es fácil. Sólo tengo que repetir esto mismo varias veces».
Unas manos la agarraron por detrás, pasando por debajo de sus brazos y sobre su pecho, levantándola. Ella soltó la barandilla y hundió en los brazos que la rodeaban sus dedos sin uñas, mientras las vendas se le soltaban. Retorciéndose, intentando escapar, sintió el húmedo y oxidado metal contra sus muslos.
—Déjame —gritó, desembarazando su cuerpo del abrazo del agente.
—Elle, detente.
—¡Déjame marchar!
El relámpago atravesó la oscuridad, impactando contra algo cercano. El ruido, la lluvia de chispas que cayó desde lo alto del edificio delante de ella, y el trueno que sacudió todo la desorientó, e instintivamente, giró hacia el edificio. Al hacerlo, se soltó del agente de servicio secreto. Dándose cuenta que estaba libre, Elle se lanzó escaleras abajo.
El doloroso impacto del borde de un escalón al golpear contra su hombro le hizo soltar un grito. A pesar de que sus ojos se nublaron por las lágrimas y el dolor, continuó deslizándose escaleras abajo, dejando que el pesado metal de diseño industrial le abrasara cada centímetro de piel que rozaba. Se dio cuenta, al tratar de sostenerse, de que su dolorido brazo izquierdo estaba flácido, moviéndose de modo antinatural contra su cuerpo. Al golpearse contra el descansillo, sintió un líquido tibio gotear por su rostro y se lo secó, después alzó la vista para ver al agente, sano e indemne, descender con cuidado las escaleras, pero con expresión decidida en el rostro.
Usando su brazo sano, Elle se las ingenió, de alguna manera, para ponerse de pie. Se apoyó contra la barandilla mientras tropezaba, descalza, hacia el siguiente tramo de escaleras. Otro rayo volvió a caer, más cerca, sacudiendo la escalera por el impacto. Mientras se giraba para ver a qué distancia se encontraba el agente, vio una sombra naranja y verde pasar por encima de su cabeza, antes de hacerse añicos en un revoltijo de tierra y ramas.
Mientras Elle levantaba el brazo para protegerse los ojos de los trozos de la maceta de terracota del ático, perdió el equilibrio y cayó con pesadez contra la barandilla de las escaleras. El impacto del enorme árbol había empujado el cuerpo del agente a través de la reja del suelo. Caía barro de algunos pedazos de arcilla sobre la macabra masa de ropa y restos humanos que colgaron durante un momento antes de ser arrastrados por el viento para irse volando por el callejón hacia la ciudad. Elle vomitó y se dio la vuelta, cayendo de rodillas. El suelo se movía a sus pies.
Alzó la cabeza y se concentró en la muralla de ladrillos que había delante de ella, en los pernos de negro metal que se desprendían de su anclaje.
—Dios mío. No. No voy a morirme aquí. —Las palabras resonaron en su cabeza como un eco. No estaba segura de haberlo dicho en voz alta, mientras se acercaba al extremo del siguiente tramo de escaleras.
«Siete pisos. Puedo hacerlo».
Descendió las escaleras tratando de mantener el equilibrio tanto como pudo, ignorando el dolor, manteniendo la respiración tranquila, y concentrándose en sostenerse de pie, aferrándose a la barandilla. Cuando su pie tocó el descansillo del sexto piso, toda la estructura sufrió una tremenda sacudida, y ella quedó inmóvil, conteniendo la respiración, con la mirada fija en uno de los pernos que se había desprendido por completo de los ladrillos.
«Dudar no me ayudará. Tengo que seguir adelante».
El viento la azotó. Tenía frío, y era más difícil controlar el temblor e incluso moverse. Tomando aliento y aferrando con fuerza la barandilla, dio un paso adelante. Los zapatos del agente estaban delante de ella, uno de ellos todavía con un pie dentro. Embarrados, ensangrentados e incrustados de un modo imposible en la reja, yacían los restos pulposos de sus piernas y otras partes no identificables.
Reprimiendo las ganas de volver a vomitar, continuó, tratando de esquivar lo que chorreaba desde arriba y evitando pisar lo que estaba ante ella.
Mantenía la cabeza baja contra la tormenta, alzándola con frecuencia para comprobar su avance. La lluvia, arrastrada por el viento helado y cargada de la suciedad de la ciudad, lastimaba su piel ya herida, haciendo que cada paso fuera más doloroso que el anterior, y más lento que lo que debiera ser. Casi al llegar al último escalón del descansillo del tercer piso, Elle alzó la cabeza y vio a Win, de pie, solo, abajo en el callejón, con el agua hasta las rodillas. Su rostro tenía realmente una expresión preocupada, y le gritaba algo que no podía oír a causa del fragor de los truenos, el aullido del viento y el golpeteo metálico de las tapas de los contenedores que se agitaban como frenéticas sábanas contra el viento.
El temblor de sus rodillas, unido al mareo y la creciente irrealidad de lo que estaba haciendo, la hizo detener. Se cayó contra las escaleras metálicas. Registró el quejido y la sacudida de las escaleras de incendio en alguna parte de su cerebro mientras descansaba su brazo sano sobre sus rodillas y comenzaba a llorar. Finalmente, un sonido reconocible penetró en la creciente oscuridad de su mente y le hizo alzar la cabeza.
Win se había acercado a ella por el callejón. Estaba parado directamente bajo la escalera de incendios en las turbulentas aguas. Su traje, así como el resto de sus ropas, estaban pegados a su cuerpo.
—Baja. —Las palabras se oían muy débilmente contra el aullido del viento.
Ella sacudió lentamente la cabeza, mientras las lágrimas se deslizaban incontenibles por su rostro.
—No puedo —susurró, sabiendo que tampoco podría regresar a su apartamento.
Secándose las lágrimas con el dorso de la mano, sintió que las escaleras volvían a temblar y alzó la vista a tiempo para ver los restos de otro árbol cayendo hacia ella.
La sensación de caída no duró mucho. Afortunadamente, tampoco duró mucho la sensación del peso de la escalera de incendios desmoronándose sobre su espalda.
Lunes, 23 de julio, 23:45 h, océano Atlántico, a bordo del buque William J. Clinton.
Mientras transcurría la noche, los rostros cambiaban ocasionalmente a medida que alguno abandonaba la sala y otro entraba, pero la tensión nunca disminuía y las conversaciones nerviosas nunca aumentaban de volumen. La mayoría de las miradas estaban concentradas en las tres pantallas planas que ocupaban la más grande de las paredes. Kate parpadeó ante la imagen de radar de la tormenta en la pantalla que tenía delante de ella. Era hipnótica en su homogeneidad y lentitud, tal vez porque lo blanco oscurecía todo lo que sería habitualmente visible sobre el mapa. El perfil de la Costa Este de Estados Unidos y Canadá, las Bermudas y gran parte del Caribe aparecían dibujados sobre la cubierta de nubes.
Ella siempre había considerado que la majestuosidad de las tormentas cuando aparecían en las pantallas de radar encerraba una especie de extraña magia. Los blancos retazos en los extremos de la tormenta le parecían tan delicados, ocultando la fuerza mortal que los impulsaba y el horrible daño que causaban. Las imágenes de satélite infrarrojas, sin embargo, nunca ocultaban la furia de una tormenta.
El filo serrado de color naranja cálido, con su centro rojo y sus flamígeros bordes amarillos, giraban en dirección contraria a las agujas del reloj, como una aterradora rueda de Catherine.
El verde cubría la mayor parte del resto de la pantalla. Desde el Caribe hasta Boston, desde el este de las Bermudas hasta el valle de Ohio, las pixeladas bandas de lluvia cambiaban ligeramente mientras las observaba. Kate sabía que estaba viendo en tiempo real, lo mejor que la tecnología podía ofrecer, pero, sin embargo, tenía la sensación de verlo todo a cámara lenta. Estaba tentada a acelerarlo y llegar a su natural conclusión. Excepto que, en este caso, la natural conclusión es lo que intentaban evitar, porque significaba la muerte para, posiblemente, cientos de miles de personas, tal vez millones, si la tormenta destruía Indian Point.