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Authors: Bill Evans y Marianna Jameson

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

Categoría 7 (16 page)

BOOK: Categoría 7
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Una única y abrasadora descarga del láser, de sólo unos segundos de duración, partió del equipamiento que colgaba bajo el vientre del avión, recalentando el aire y transformándolo junto a las pintorescas nubes en una creciente y explosiva deflagración que dejó asombrados a los hombres que se encontraban de pie detrás de él. Relámpagos y tormentas sacudieron el aire mientras arremolinados y caóticos vientos los sacudían con gruesas y cálidas gotas de lluvia que dolían como aguijonazos de furiosas abejas, diluyendo los almidonados pliegues de una docena de uniformes.

Veinte minutos más tarde, la tormenta había concluido, el cielo estaba despejado, y el avión que transportaba a Carter era un punto en el horizonte, y la mayoría de los oficiales que rodeaban a Richard habían recuperado la voz.

Permanecieron con Carter en la zona durante un mes, jugando enloquecidos con la naturaleza como si fueran un par de dioses, ocupados en crear la temporada de tifones más activa de la que se habían tenido datos en el Pacífico —un récord que nunca fue superado—. Cuando regresaron al país un mes más tarde, el sureste asiático había sido asolado por siete tifones en un lapso de cinco semanas, incluyendo dos que habían alcanzado vientos constantes de doscientos kilómetros por hora.

De acuerdo con todos los registros, su trabajo había sido más que un éxito. Había sido una obra maestra, y los comentarios estuvieron a punto de embriagarlos como cánticos de victoria.

Pero luego, en lo que había sido uno de los giros más crueles del destino, el día en el que la última tormenta se disipó sobre China después de haber asolado Taiwán con fuerza mortífera, el senador Clairborne Pell, director del subcomité senatorial sobre océanos y medio ambiente internacional, a causa de la incesante presión de la opinión pública, comenzó a exigir al Pentágono que presentara toda la información existente sobre los programas de manipulación climática.

Cuando él y Carter volvieron a sus despachos, ya no eran héroes, excepto para sus compañeros de equipo. Todo el programa había sido desmantelado.

Enfurecido más allá de lo prudente o aconsejable, Carter protestó primero en Langley y luego, durante las audiencias secretas en Capitol Hill. Explicó con convicción que los soviéticos eran maestros en copiar lo que los Estados Unidos habían conseguido y que el éxito obtenido por su equipo sería finalmente reproducido tras el telón de acero. Si Estados Unidos no controlaba el clima, los soviéticos lo harían, argumentó, y quien controlara el clima, controlaría el mundo.

Cuanto más apasionados eran los argumentos de Carter, más desapasionado fue el rechazo, encontrándose con una férrea oposición entre los miembros de la jerarquía de la Agencia y las frías y despreciativas sonrisas de los congresistas, incluyendo el hombre que ahora ocupaba el Despacho Oval, Winslow Benson.

Richard y el resto del equipo dejaron a Carter a solas con su ira, aceptando, finalmente que hubiera sido imposible, por no mencionar peligroso, para el Congreso, ignorar las protestas públicas. La indignación suscitada cuando el temerario periodista del
Washington Post
, Jack Anderson, había dado la primicia sobre la operación Popeye en marzo de ese año todavía no se había acallado, de modo que los operadores políticos estaban esperando a que se tranquilizaran las cosas; aunque fuera a regañadientes, el Congreso había tenido que prestar atención.

El control del clima, le había dicho al equipo de Carter, era un tema demasiado candente y hacía pensar en escenarios de ciencia ficción. Las partidas presupuestarias secretas destinadas a la investigación climática fueron recortadas en favor del avance de la investigación sobre tecnología nuclear, cosa que pocos votantes entendían, pero que la mayoría aceptaba porque eran capaces de establecer la relación entre el poder nuclear y el triunfal horror del bombardeo a Japón.

El equipo había sido disuelto sin ceremonias, y a la mayoría se les pidió que pasaran seis meses en sus puestos «ocultos» en la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), antes de volver a la vida civil. Casi todos regresaron discretamente a su vida anterior, tan pronto como les fue posible. Al igual que Richard, muchos se reincorporaron a la universidad. Ninguno de ellos se dedicó a la investigación, puesto que tenían prohibido trabajar en cualquier cosa vinculada con el trabajo llevado a cabo en la Agencia.

Sólo Carter había permanecido con la NOAA durante más de un año, buscando, y cuando era necesario, enfrentándose a los subcomités financieros. Richard sabía que lo que le animaba a continuar luchando no era ni la política ni siquiera los principios, sino la vanidad. El arrogante senador por Nueva York, Winslow Benson, que había sido uno de los miembros del equipo que había eliminado el programa, era también un miembro del comité que financiaba al NOAA. A nadie de nuestro grupo le había caído bien el senador Benson, con su actitud altiva y su acento tipo William F. Buckley; sin embargo, la mayoría de ellos había intentado ignorar su condescendencia.

Pero no fue el caso de Carter.

Carter se había tomado el rechazo de sus argumentos por parte del senador como una afrenta personal. Años más tarde, cuando la silenciosa alianza del senador con la emergente industria nuclear se hizo pública tras el desastre nuclear de Three Mile Island, Carter llegó a lo que Richard consideraba que había sido su punto de inflexión.

Enfurecido, Carter había comentado el accidente de un modo semejante a cómo hablaría un hombre de haber sido testigo de la violación de su esposa. Las coléricas diatribas de Carter habían sido tan perturbadoras que Richard había evitado cualquier contacto con él, pero sabía que, a partir de ese momento, Winslow Benson sería para Carter la personificación de la traición del gobierno y la perfidia medioambiental. Que aquel hombre ocupara ahora la Casa Blanca tenía que estar martirizando el ya sangrante sentido de la justicia de Carter.

Richard notó un morro frío contra su nuca, distrayéndole de sus reflexiones. Mientras abría la puerta mosquitera para dejar salir a Finn al jardín, una amarga certeza se introdujo en su cabeza.

Carter siempre había tenido la imaginación, la capacidad y el empuje para ayudar al equipo a alcanzar sus objetivos. Tras el colapso de su carrera científica, Carter había utilizado esa misma imaginación y energía para crear no una sino dos compañías altamente rentables, y su patrimonio alcanzaba ahora una cifra que se medía en miles de millones de dólares.

Lo que significaba que durante la última década o algo más había contado con los medios y la oportunidad para continuar sus investigaciones.

«¿Pero había algún motivo importante para animar a Carter a retomar la investigación en donde la habían abandonado?».

Esa pregunta sin respuesta le produjo un helado escalofrío por la espalda. Sería tan sencillo —o, en realidad, tan consolador— decir que la mera ambición habría motivado a Carter a dedicarse a algo tan espeluznante, pero él nunca se había sentido atraído por el dinero. Incluso ahora, los medios seguían maravillados por su sencilla forma de vivir, teniendo en cuenta su inmensa fortuna. Pero la nauseabunda realidad era que la personalidad de Carter lo hubiera impulsado sólo por dos motivos: poder o venganza. Con Winslow Benson calibrando la posibilidad de presentarse a la reelección y Carter sentado sobre miles de millones de dólares disponibles en sus campos de maíz en Iowa, cualquiera de los dos motivos —o ambos— podían aplicarse.

Mientras abría la puerta para dejar entrar a Finn de su paseo antes de amanecer, Richard alzó la vista hacia el cielo oscuro y sin nubes. Otro hermoso día estaba a punto de nacer.

Y eso hizo que otro escalofrío le recorriera la espalda.

Capítulo 15

Viernes, 13 de julio, 8:00 h, Distrito Financiero, Nueva York.

Elle,

Sé que estás ocupada con toneladas de trabajo para Davis Lee, pero me preguntaba si tendrías tiempo para echarle un vistazo a una cosa. Te envío una ponencia que ha sido aceptada para ser presentada en un congreso de meteorología, y antes de mandarla en su formato final para que la incluyan en el CD-ROM que le entregan a los participantes, me gustaría que alguien más la revisara. No es demasiado larga, y dada tu formación, me ha parecido que podrías detectar errores gramaticales o en las notas al pie, etc. Cuando se trata de esas cosas, soy de esa gente que «aunque el año pasado no podía deletrear meteorólogo, hoy soy uno de ellos».

Cualquier sugerencia será bien recibida. Te debo un favor.

Gracias,

Kate.

Kate estaba sentada frente a su ordenador, dudando si enviar el correo electrónico que acababa de teclear. Iba en contra de sus principios dudar de sí misma, pero desde su conversación con Richard la noche anterior, eso era lo único que había estado haciendo. Necesitaba otra opinión, y Elle parecía la persona perfecta a quien pedírsela. Tenía experiencia en investigación, así que probablemente sería capaz de decirle a Kate si se había desviado del tema y de la lógica, como había sugerido Richard. Y Elle no era meteoróloga, lo que significaba que su perspectiva como observadora objetiva podía darle cierta claridad.

«Por otro lado, ella podría terminar creyendo que estoy tan loca como los de las teorías conspirativas que circulan por Internet».

Exasperada por sus propias dudas, picó en «enviar» y después abrió la planilla de datos que tenía que enviarle a Davis Lee a mediodía.

Viernes, 13 de julio, 9:00 h, Campbelltown, Iowa

El sonido de un móvil atrajo la mirada de Carter al pequeño grupo de aparatos alineados en el borde izquierdo de su escritorio. Estaban reservados para miembros de su familia, es decir, para Iris y las chicas. Ni siquiera sus yernos tenían el número del que ahora estaba sonando por segunda vez.

La pequeña pantalla mostró Washington, D.C., intercambio, lo cual significaba que tenía que ser Meggy. Frunció el ceño. Al ser su asistente y consejera en cuestiones legales, lo llamaba habitualmente a su número de la oficina. Algo tenía que estar sucediendo para que ella utilizara la línea privada.

Abrió el móvil.

—Dime, Meg.

—Papá, enciende la CNN. —Su voz sonaba entrecortada.

Sin decir una palabra, lanzó un vistazo a la pared de los monitores de televisión en el despacho y agarró el mando a distancia para subir el volumen del tercero a la izquierda. El secretario de prensa de la Casa Blanca estaba de pie en el Jardín de las Rosas, con su cabello delicadamente despeinado por el viento, mientras los fotógrafos se colocaban para buscar el ángulo que evitara que el sol los cegara.

—… el presidente de los Estados Unidos —dijo, terminando la introducción.

Las cámaras se alejaron y Carter apretó la mandíbula al ver a quién seguía al presidente hasta el podio. Miembros de todos los comités de energía y otros vinculados con el medio ambiente, tanto del Congreso como del Senado, además de la mitad de su gabinete, estaban de pie con expresiones sombrías mientras el presidente mostraba su sonrisa perfecta. Carter buscó en los otros cuatro televisores de la pared y miró hacia el de la izquierda. Las cámaras de la Fox News estaban haciendo un barrido de los presentes, y la imagen de aquellos rostros le provocó a Carter un nudo en el estómago. Su furia estaba teñida de temor. La audiencia, sentada, estaba compuesta de una mezcla equilibrada de activistas e intrigantes, entremezclados con sicofantes e iconos de las minorías sin poder para asegurar que fuera lo que fuera a suceder recibiera abundante atención en los medios.

La multitud aplaudió, aunque con escaso entusiasmo pero, al menos, con educación, y el presidente esperó a que terminaran de darle la bienvenida.

«Esto no puede ser bueno».

—¿Qué es esto? —exigió saber Carter.

—Papá, te juro que no lo sé. Nadie lo sabe. —Sonaba casi frenética.

Dejó escapar un sonoro suspiro.

—Por todos los santos, Meggy. Alguien tiene que saber algo. En esa ciudad nadie es capaz de guardar un secreto.

—Papá, te juro que no lo sé. He llamado a todas partes. Si alguien sabe algo, no nos dijo nada. Yo…

—Espera.

Los aplausos se habían detenido y el presidente echó un vistazo a sus notas, y luego a las cámaras.

Carter observó los otros monitores. Todos los canales habían pasado a la misma imagen, con el logo de «últimas noticias» en la pantalla.

—Mis queridos compatriotas, hace poco más de doscientos años, un pequeño grupo de patriotas valientes y con visión de futuro —granjeros, abogados, comerciantes— declararon su independencia de un régimen extranjero. Ese régimen, que nos había servido bien, inicialmente, había comenzado, poco a poco, a limitar nuestras libertades, socavar nuestra autodeterminación y estrangular nuestra fuerza económica emergente. La situación a la que los patriotas se enfrentaban había nacido a miles de kilómetros de nuestras costas y era el resultado de la codicia y el miedo. —El presidente hizo una pausa y miró a la audiencia que tenía ante él y a las cámaras—. Pero los patriotas no carecían de culpa. Hasta cierto punto, esos primeros ciudadanos permitieron, e incluso alentaron el desarrollo de la situación. Es decir, hasta que los padres de la patria se dieron cuenta de que los viejos métodos ya no eran los mejores, y decidieron que era hora de cambiar.

Carter se reclinó en su asiento, con todos sus sentidos en alerta máxima, olvidando el teléfono que sostenía en su mano.

—Hace una semana —continuó el presidente, alzando la voz, con su bien cultivado acento de Nueva Inglaterra ahora resonando con justa indignación—, esta gran nación celebró el aniversario de la valiente e histórica decisión de rechazar la tiranía de un poder ajeno a su tierra y opuesto a los ideales de la nueva nación. Esos fuertes y valientes hombres de altos principios morales y capacidad intelectual redactaron una declaración de intenciones para enfrentarse a su opresor, para luchar contra aquel poder extranjero por un nuevo modo de vida, nacido de lo divino dentro de cada uno y de la naturaleza que los rodeaba. Con palabras que aún hoy continúan agitando los corazones y las almas y avivando la imaginación de hombres y mujeres de todo el mundo, su declaración de independencia de un poder extranjero en aquel histórico día a principios de julio de 1776 cambió el mundo. Sus palabras, sus acciones, nos introdujeron en una nueva realidad, una nueva filosofía, un nuevo método de búsqueda para lograr una calidad de vida y de libertad que nunca había sido ejercida por ninguna civilización en la historia de la humanidad.

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