Cuando cruzaron las puertas giratorias y salieron a la calle, Elle comenzó a hablar y Kate volvió a prestar atención a la conversación.
—Creo que me he adaptado sin problemas. En cierto sentido, supongo, una oficina es una oficina, y un trabajo es un trabajo. Cambian los detalles, como los compañeros y el tipo de actividad, pero, aun así, tienes que llegar a las siete de la mañana, hacer tus cosas, y después ir a casa y prepararte para volver a hacerlo de nuevo al día siguiente. —Volvió a sonreír—. Creo que el cambio más grande es la diferencia entre vivir en Washington y vivir aquí. Viví allí durante dos años y, aunque llevo aquí poco más de un mes, puedo asegurar que las ciudades son muy diferentes.
—Creía que Washington era bastante cosmopolita —dijo Lisa, mientras esperaban que parara el tráfico en la esquina—. Al menos eso parece por televisión.
—Ah, sí, lo es. Es una ciudad muy sofisticada, pero de una manera diferente a Nueva York. Washington es más pequeña, para empezar. Y yo creo que allí el desafío parece ser del tipo de acumular poder y encajar con el resto, mientras que aquí se trata de acumular dinero y distinguirse de los demás. Incluso la ropa que la gente usa es muy distinta. Allá, reina Brooks Brothers. Aquí, Donna Karan.
—Depende del barrio —señaló Lisa—. En el mío se lleva la lycra brillante de un par de tallas menos y zapatos de tacón de aguja. Por supuesto, sobre todo en las mujeres.
Elle la miró espantada.
—¿En dónde vives?
—En los límites de la ciudad. Bastante en los límites. Digamos que si consigo aguantar sin que me maten hasta la época en que mi barrio se ponga de moda, venderé mi piso y me haré inmensamente rica. —Se encogió de hombros—. Entretanto, es una estupenda forma de acabar con alguna cita indeseada. Invito al tío a mi piso, y tan pronto como le digo la dirección al taxista, mi acompañante decide que está más interesado en conservar su vida que en mí.
Elle guardó silencio unos instantes, y Kate las miró a ambas.
—¿Lo dices en serio? —dijo por fin Elle—. ¿No tienes miedo?
Lisa le lanzó una mirada muy elocuente que reflejaba la diferencia entre las muchachas del interior y las del sur de Jersey.
—¿De qué? ¿De las prostitutas? Me presenté a ellas el día que compré el piso, sólo para que no pensaran que estaba interesada en competir con ellas. Y debo decir que son interesantes una vez que uno las conoce.
—¿Tú las conoces?
Lisa frunció el ceño.
—Bueno… sí. Son mis vecinas. Algunas de ellas. Saben todo lo que sucede en el vecindario. Por otro lado, también pude conocer a unos cuantos policías. Algunos muy guapos.
—¿Agentes del servicio secreto y policías? Creo que tienes un fetiche con la autoridad. Pero si no dejas de hablar de tu vecindario, a Elle le van a dar calambres en las cejas —intervino Kate con una sonrisa—. Entonces, ¿tuviste algún problema para encontrar apartamento, Elle? La ciudad puede ser abrumadora si no sabes desenvolverte en ella. Y el buscar piso requiere que decidas si quieres lidiar con cucarachas o con extorsionistas.
—No. Encontré un sitio de inmediato.
Kate la miró sorprendida.
—Fantástico. ¿Dónde? —le preguntó.
En el mismo momento, Lisa dijo:
—Nadie encuentra un sitio inmediatamente.
—Oh, hummm. —Elle se detuvo y miró a su alrededor, intentando ubicarse, dejando que Kate se preguntara qué es lo que tenía en mente—. Siempre me confundo un poco. Creo que vivo por allí. —E indicó vagamente con la mano hacia las afueras de la ciudad.
—Bueno, espero que sea esa dirección, querida; en caso contrario estarás viviendo en un barco —dijo Lisa cuando se detuvieron frente al puesto de perritos calientes—. Hola, Yuri, ¿qué tal? Un perrito polaco con todos sus condimentos, amigo, con mostaza y
kraut
extra. Dos pepinillos. Ah, y un zumo
light
de naranja y zanahoria.
Kate hizo un gesto de rechazo.
—Por Dios, Lisa. Eso suena asqueroso.
—Lo que significa que nunca has probado el paraíso —respondió Lisa, inmutable—. Bueno, lo es si uno acaba con un helado de
root beer.
Elle cruzó una mirada con Kate y se estremeció, y luego pidió un perrito y una botella de agua.
Cuando Kate regresó con ella a la oficina, se sentó, se quitó los zapatos, pinchó para mirar su correo electrónico y examinó los mensajes que había llegado. Treinta y cinco. Los ordenó según su prioridad, respondiendo primero a los más urgentes, y tras veinte minutos abrió el correo general distribuido por el Servicio Nacional de Meteorología.
Inmediatamente abrió el programa que le permitía ver los datos y bajar las imágenes de satélite, y se quedó estupefacta, mirando la pantalla.
«Había vuelto a suceder».
Volvió a mirar los breves vídeos, y luego se concentró en los datos que reflejaban los cambios atmosféricos a medida que habían ocurrido. A primera vista, no había nada que hubiera provocado el aumento de intensidad, y aunque los números parecían excesivos, sabía que los satélites recopiladores de datos eran actualmente demasiado buenos como para dudar de los números.
Haciendo girar la silla para cerrar la puerta, marcó el número del móvil de Richard Carlisle con la otra mano.
—
Simone
—fue todo lo que dijo cuando él respondió.
El silencio duró unos segundos más de lo que había esperado, y eso la puso nerviosa. Se puso de pie y caminó en un estrecho círculo, deteniéndose frente a la ventana. Mirando hacia fuera, sintió, como siempre, que su mirada era atraída hacia el inmenso agujero, ahora un edificio en construcción, en donde un día habían estado ubicadas un par de torres majestuosas. Y, también como siempre, tuvo que apartar la vista antes de que la emoción la embargara.
—Un avión de investigación detectó algunos cambios sísmicos menores cerca de las chimeneas submarinas —respondió Richard con calma—. Las temperaturas del agua lo ratifican. Causas naturales.
—Eso podría explicar el primer aumento, pero no la intensificación que sucedió dieciocho minutos después.
—¿Qué quieres que te diga, Kate?
«Que tengo razón».
—Que no me lo estoy inventando.
—No estás alterando los datos. Eso te lo concedo.
Se pasó la mano por los cabellos, tirando de ellos, con frustración.
—Richard, tienes que admitir que esto es… La velocidad con la que se intensificó hasta ahora y la velocidad del viento están en los límites inferiores de un huracán de categoría 1. Esto no es normal —siseó en el teléfono—. Está sucediendo demasiado rápido.
Él volvió a hacer una pausa.
—¿Vas a venir a cenar?
—Sí.
—Bien. Me dirijo a casa ahora mismo, y parece que ha habido un accidente, así que tengo que prestar atención. ¿Vienes en coche o en tren?
—En tren. El de las seis y veinticuatro. Llega un poco después de las siete.
—Fantástico. Pasaré a recogerte a la estación. Hablaremos entonces.
«Por supuesto que hablaremos».
—Nos vemos luego. —Cortó la comunicación y maldijo por lo bajo mientras aparecía una nueva ventana en la pantalla de su ordenador para recordarle que tenía que coordinar una teleconferencia en cinco minutos.
Jueves, 12 de julio, 18:30 h, Washington, D.C.
Tom levantó el auricular del teléfono de seguridad antes de que terminara de sonar por primera vez. Sólo el equipo de trabajo tenía el número y no era normal que alguien lo usara.
—Taylor.
—Teniente comandante Smithwick, señor.
No se molestó en intentar recordar el rostro que correspondía a ese nombre.
—¿Sí?
—Hace alrededor de dos horas, uno de nuestros navíos rescató a la tripulación de un yate de placer que había zozobrado cuando comenzó a formarse la tormenta tropical
Simone
. Informaron que habían visto a un avión en el área inmediatamente antes de que la tormenta se intensificara.
Se incorporó en la silla.
—¿Qué tipo de avión, comandante? —exigió.
—Estaba demasiado lejos para que ellos pudieran verlo en detalle. No pudieron apreciar marca alguna.
—¿Quién tiene aviones en la zona?
—No había aviones estadounidenses en el área en ese momento, señor. Y un estudio preliminar del radar no corrobora la historia.
—Gracias, comandante. Envíeme lo que tenga y manténgame al tanto.
—Sí, señor.
Colgó el auricular y miró la pared desnuda frente a él. Sólo había un tipo de avión capaz de eludir los radares. Y no volaba hacia los huracanes.
Sin detenerse a analizar o reprimir el impulso, tomó un pesado pisapapeles de cristal —un premio que le habían dado por completar con éxito una misión particularmente odiosa— y lo lanzó contra la pared con toda la fuerza de su furia. Se enterró en la mampostería y quedó colgado, inmóvil durante unos segundos, antes de caer con gran estruendo al suelo. La fuerza del impacto rompió el cristal en grandes trozos que brillaron mientras rodaban hasta detenerse. Los restos dispersos yacían bajo el sol de la tarde. Uno de ellos lanzó un amplio arco de colores brillantes contra los insípidos muros.
Lo miró durante unos momentos, y luego se reclinó en la silla y cerró los ojos.
«Mierda, hemos vuelto a perder. Otra vez».
Jueves, 12 de julio, 19:00 h, Greenwich, Connecticut.
Mientras Kate bajaba del tren al andén de la estación de Greenwich, Connecticut, ya pudo ver el viejo Land Rover de Richard Carlisle, cubierto de barro, esperando en el aparcamiento. Tenía el mismo vehículo desde que lo conoció, cuando era alumna de Cornell, y ya entonces no era nuevo.
Colocó su mochila al hombro, bajó las escaleras y cruzó hasta el aparcamiento.
—Alguna vez podrías venir a buscarme con el coche de los domingos en lugar de esta chatarra con la que sacas a pasear al perro —le dijo mientras se subía al asiento delantero, apartando con suavidad la enorme cabeza de un mastín irlandés, para poder besar a Richard en la mejilla.
—A Finn McCool le gusta salir a dar una vuelta cada segundo jueves del mes, a las siete.
—No te ofendas, Finn —dijo Kate, acariciando la aristocrática nariz del pacífico gigante—, pero no me convence. —Se volvió hacia Richard—. Uno de estos días voy a comprobar el kilometraje de tu Jaguar. Estoy empezando a pensar que la única vez que lo condujiste fue cuando lo sacaste del garaje para lavarlo a fondo.
—Uno de estos días te sorprenderé —replicó Richard, arrastrando las palabras y encendiendo el coche.
—¿Cuándo?
—Cuando dejes de quejarte. Puede que pasen años. —Le regaló una sonrisa—. ¿Qué tal en Iowa? Estuviste allí la semana pasada, ¿verdad?
Ella asintió.
—Es calurosa, llana y aburrida como una mierda. No sé cómo la gente puede vivir allí. Apenas si hay edificios y el aire no parece oler a aire; huele a estiércol de vaca y a tierra. —Miró por la ventanilla y observó cómo el paisaje suburbano cambiaba de edificios de oficinas a viviendas, antes de continuar—. Me metí en un montón de líos cuando estuve allí.
—¿A quién insultaste?
—Gracias por el apoyo. —Dejó escapar un suspiro frustrado—. Y no insulté a nadie. Decepcioné a todos desde los contadores de habas hasta Davis Lee. Mis famosas tormentas. Están tratando de causarme problemas cada vez que me distraigo.
Richard se rió en silencio.
—Vamos, Kate. ¿Se te escaparon dos tormentas en cuántos años?
—¿Ves? Ése es el asunto. No son años. Eso sería aceptable. Se me escaparon tres tormentas grandes en un lapso de tres meses, Richard. Todavía no sé cómo ha podido sucederme. —Sacudiendo la cabeza, se volvió hacia él—. Estaba rastreando los sistemas, tomando todas las decisiones correctas y de repente, ¡zas!, la credibilidad de Kate Sherman se estrella a cincuenta kilómetros por hora. Y ahora
Simone
está alzando su desagradable cabeza.
—Ni tan desagradable ni tan grande —señaló.
—Todavía.
—Y no tan inesperada —continuó Richard—. Con todos los fenómenos climáticos extraños que han sucedido en el interior del país durante las últimas semanas, algo grande iba a suceder, pronto. De todos modos, no pienses en ello, Kate. Tengo una gran bandeja con ostras para asar en la parilla…
—Dios. —Se recostó sobre el asiento—. ¿Me vas a envenenar otra vez con tu cocina casera? Te repito, una vez más, que la comida china a domicilio es lo mejor, Richard. Incluso
pizza
. La de verdad, quiero decir, no la de queso de cabra de Greenwich con algas ralladas.
Richard se rió mientras entraba en el camino de playa privado en dirección a su casa, uno de los pocos búngalos de 1920 que quedaban del viejo Greenwich y que no había sido despojado hasta sus cimientos y reconstruido como una versión
light
de Versalles.
De una sola planta y con tres pequeñas habitaciones y un baño en medio de un barrio con palacetes de tres pisos y más superficie que la escuela primaria, la acogedora y destartalada casa siempre le había parecido a Kate una evidencia tangible de la forma de ver la vida de Richard.
Richard Carlisle era una figura de alcance nacional por las mañanas. En todo el país, la gente sintonizaba para verlo, saber qué ponerse o si una tormenta se dirigía hacia sus ciudades. Semejante popularidad lo podía haber convertido en un cretino insoportable en lugar de hacerlo simplemente rico. Pero seguía siendo el mismo tipo con el que Kate había ido a clases hacía quince años: sencillo, sin pretensiones y preocupado por poco más que las necesidades básicas para él y para el mundo en general. Ocultaba su sensibilidad hippie con una apariencia correcta, presentando cuestiones científicas de modo claro y accesible, y no le prestaba atención a los signos exteriores de riqueza. Excepto por el Jaguar E-1961 para el que había remodelado su garaje.
Detuvo el Rover cerca de la puerta trasera y Kate se bajó del coche, con la ayuda del gran hocico húmedo del perro apoyado contra su nuca. Caminando ligeramente delante de Finn, Kate abrió la puerta trasera que Richard nunca cerraba y dejó caer su mochila en el suelo de la cocina, para después dirigirse a la nevera a coger una Red Stripe. El cómodo desorden de la habitación era testigo de los diez años que había compartido en la casa con su mujer. Y de los dos últimos años que había vivido sin ella.
—Necesitas una criada —murmuró.
—Tú necesitas modales.
Ella le sonrió mientras abría la botella.