Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
—Mi querido joven, con el debido respeto debo deciros que no hay nada excepcional en el hecho de que una futura postulanta empiece a acomodarse a la vida que deberá llevar en un futuro no lejano, y que no es otra que la de todas las novicias en su primer año de entrar en religión. Por una razón que no os incumbe y que no saldrá de mi boca, ya que es un secreto a mí confiado, debéis saber que esta criatura está en el convento desde el día en que nació, cuando por su edad debería entrar ahora en San Benito. Ha sido la protegida de todas las hermanas, y sus mimos y contemplaciones han hecho que su comportamiento nos haya conducido a un callejón sin salida, y el resultado ha sido éste que tan duramente me recrimináis. No hay nada oculto en todo ello, sino la aplicación estricta de nuestra Regla. Como podéis comprender, existen en el monasterio un sinfín de lugares reservados, inaccesibles para cualquier visita si es que hubiere algo que ocultar. Entonces... debo deciros que os ocupéis de vuestros asuntos, y dejadme a mí que lo haga de mis monjas.
—Ruego a vuestra maternidad que nos sepa excusar. —Don Suero intervenía para salir con dignidad de aquel mal paso.
—¡Os ruego, señor, que os reportéis! No necesito fiadores, ni tengo por qué pedir excusas. —Diego se mantenía firme.
Sor Gabriela intervino, acida:
—Perdonadme, señor, pero creo que no tenéis edad ni conocimientos para...
—¡Sor Gabriela! Ni don Diego necesita valedores, ni yo intermediarios. —Ahora la priora se dirigía a don Suero—: Ayer mantuvimos vos y yo a la hora de la cena una larga y profunda conversación, que os rogué transmitierais a su excelencia el señor marqués de Torres Claras. En ella os informé exhaustivamente de la situación del convento y de sus necesidades más perentorias, pero vamos a procurar ser todavía más concretos y puntuales y, ya que don Diego desea exponer a su señor padre un hecho episódico del que apenas conoce una mínima parte, yo os ruego tengáis a bien entregarle en mano la misiva que os voy a confiar y en donde tendrá cumplida explicación de este lamentable incidente.
—¡Ponedle, si os parece, que la niña lleva dos jornadas sin probar bocado! —Diego no cejaba.
La priora palideció.
—Si no come es porque ella se niega a hacerlo, no porque no se la atienda como a todas las demás novicias y postulantas de este convento. Y, con el debido respeto, don Diego, creo que vuestro comentario está de más y ya hemos hablado todo lo que convenía hablar.
Dicho esto la superiora se puso en pie, dando por concluida la entrevista. Diego giró sobre sus talones y salió de la estancia sin más; don Suero hizo una torpe reverencia como queriendo excusar el incidente y salió tras él cerrando la puerta.
—Sentaos, sor Gabriela. Creo que vos y yo tenemos una charla pendiente.
Hízolo la prefecta de novicias en el sillón frente a la priora y ésta prosiguió al instante.
—¿Cómo, cuándo y de qué manera ha llegado don Diego a saber tantas cosas de ese lamentable suceso que desde el principio me ha incomodado?
—Creo que está claro, reverenda madre. No ha tenido otro contacto dentro del monasterio aparte de Blasillo. Él es sin duda el causante de vuestras tribulaciones.
—Aseguraos de que así ha sido y obrad en consecuencia. No quiero volver a oír hablar de este enojoso y humillante asunto. En cuanto a Catalina, reintegradla inmediatamente a su celda y mañana, sin dilación, que fray Gerundio la comience a instruir para que reciba a Jesús por vez primera.
Don Suero apenas podía seguir las zancadas de Diego por el pasillo que conducía a sus aposentos. Finalmente llegó a su altura y lo retuvo por el brazo.
—¡Teneos un momento, pardiez, y escuchadme!
Diego se paró y encaró a su ayo.
—Sois un irresponsable. Jamás creí que me hicierais pasar bochorno semejante. ¿Por qué no me explicasteis a mí toda esta historia antes de que me enterara de ella en el despacho de sor Teresa?
—¿Sabéis por qué? Os lo voy a decir. Porque hubierais intentado disuadirme a fin de que no dijera nada, y lo que me contaron y vieron estos ojos anoche es tan injusto y desproporcionado que no estaba dispuesto a transigirlo.
—Vos no entendéis de monjas ni de frailes. Ellos son muy suyos; tienen sus reglas y éstas son terriblemente estrictas. Existen órdenes que con un zurriago hacen que sus componentes se fustiguen en penitencia por sus pecados. Vos y yo no lo entendemos, pero es así. —Don Suero cambió la clave de su discurso. La pasión que profesaba a su pupilo hacía que se sintiera mal al reprenderlo, ya que a la vez se sentía orgulloso del temple y del espíritu de justicia que adornaba el alma del muchacho—. Lo que ocurre es que leéis continuamente libros de caballería y tenéis demasiados Lancelot du Lac e Ivanhoe
20
metidos en la cabeza.
—Conque son calenturas mías, ¿no es así? ¡Seguidme!
Diose la vuelta Diego y, a grandes zancadas, se dirigió por el camino más corto y a la luz del día hasta el tragaluz de la celda de Catalina, seguido a pocos pasos por don Suero. Se detuvo allí y le conminó:
—¡Agachaos y convenceos por vos mismo!
Hízolo así el preceptor y miró por el ventanuco.
—¿Qué es lo que he de ver?
Diego se acuclilló a su vez. Ante sus asombrados ojos apareció la pequeña celda pulida y aseada, pero totalmente vacía. Nadie había en ella condenada al ostracismo.
—Os juro que no entiendo nada.
—Y menos yo, Diego. Yo menos.
Sebastián Fleitas de Andrade, familiar del Santo Oficio y caballero de Alcántara, era un personaje que podía haberse integrado perfectamente en un lienzo del Greco.
Más que flaco, nervudo como un sarmiento, la cabeza apepinada, una frente enorme debido a que el cabello le nacía muy atrás; bajo unas cejas pobladas se asomaban unos ojos glaucos, pequeños e inquisidores, duros como el pedernal; en medio del rostro, una inmensa nariz semejante al pico de una ave de presa, la boca cerrada era como una línea y desde su comisura izquierda y hasta la oreja del mismo lado le cruzaba un costurón a través de la mejilla, fruto de una reyerta con un desuella caras
21
al que hacía ya muchos años aquella ofensa le había costado un jardincillo de malvas
22
sobre el vientre; todo el conjunto adornado por dos grandes patillas, un mostacho curvo y una perilla triangular que le daban un aspecto torvo y siniestro. La piel era blanquísima, y las manos ahuesadas y de largos dedos; su delgadez corporal en modo alguno insinuaba debilidad, muy al contrario tenía un algo de felino y sombrío a lo que sin duda contribuían sus negros ropajes.
Don Sebastián Fleitas de Andrade conocía bien su trabajo, que le proporcionaba no solo un buen pasar, sino también frecuentemente pingües beneficios; el único inconveniente era su discontinuidad. De cualquier manera, cuando el Santo Oficio le ponía sobre la pista y tras la huella de algún desgraciado, éste podía ya despedirse de sus deudos y amigos. Lo seguía, lo perseguía, hurgaba en su vida y en la de sus antepasados como una rata de biblioteca, y acababa sabiendo más del mismo que el propio interesado; era como el facochero
23
, que al ser herido busca incansable el rastro del cazador hasta dar con él para matarlo. Tenaz e implacable, el tiempo no contaba para él; daban igual un mes que tres años y asimismo cualquier país del mundo conocido, estuviera en paz o en guerra, era indiferente. El largo brazo de la Inquisición tenía en él un mastín eficaz e implacable.
Aquella mañana recibía en su casa de Braganza a un correo. Su criado le comunicó la urgencia, pues el mensajero había llegado a revienta caballo y desde Astorga; Don Sebastián sabía que de esta ciudad únicamente recibía misivas de su excelencia reverendísima el doctor Bartolomé Carrasco, secretario provincial del Santo Oficio y dilecto protector suyo.
En aquel instante, don Sebastián estaba sentado en un servidor
24
de barro en forma de cono truncado y su pereza intestinal le aconsejaba no interrumpir jamás aquel prosaico quehacer, fuere quien fuere el recién llegado. Tras ordenar que un paje esparciera por la estancia unas gotas de agua de rosas, y ceñirse firmemente la manta de Béjar que cubría su cuerpo de cintura para abajo, se dispuso a recibir al mensajero. Era éste un hombre de tez cetrina, mediana edad, fuerte complexión y rostro vulgar, que frisaría los cuarenta años; lo único que destacaba del conjunto eran sus combadas piernas, que delataban las horas de su vida que se había pasado a lomos de un caballo. Quedose el hombre, una vez conducido a su presencia, a prudente distancia y con el chapeo rodando entre las manos.
—Bienvenido, Marcelo. —El portugués conocía al correo de otros viajes—. ¿Traéis, según me comunican, un mensaje para mí?
—Sí, excelencia, urgente y personal.
—Lo primero es notorio. —Iba cubierto el hombre de polvo hasta las cejas—. Y lo segundo lo he intuido cuando mi criado me ha comunicado que os negabais a entregárselo a él.
—Vuesa merced sabrá excusarme, sólo cumplo órdenes.
—Bien, abreviemos. La misiva, viniendo de Astorga, no puede proceder más que de su excelencia reverendísima el doctor Carrasco.
—Así es, señor.
—Entonces, si tenéis a bien entregármela...
El hombre extrajo de su faltriquera un sobre amarillento y lacrado y adelantándose unos pasos se lo entregó a don Sebastián. Éste lo tomó a la par que con la otra mano tiraba de la borla que remataba el extremo de un cordón trenzado de color violeta que asomaba bajo un tapiz ubicado a su espalda, el cual representaba una cacería. En la lejanía sonó el tintín de una campanilla y al punto apareció un paje.
—Dad descanso y comida a este hombre. —Y dirigiéndose al mensajero añadió—: Descansad, que cuando lo hayáis hecho volveréis a partir con mi respuesta.
Tras una breve inclinación de cabeza salió el hombre detrás del criado y don Sebastián, cuando quedó solo, tomó de una mesa lateral un abrecartas de plata de labrada empuñadura y después de soltar su vientre un sonoro esparcimiento rasgó el lacre del sobre. Luego, como aquel que celebra un rito, desplegó parsimoniosamente los dobleces del papel y se dispuso a leer la carta.
Decía así:
Astorga, a 9 de mayo, Anno Dómine 1609
De Su Excelencia Reverendísima Don Bartolomé Carrasco A Don Sebastián Fleitas de Andrade.
Dilecto amigo en el Señor:
El motivo que me mueve a escribiros no es otro, como supondréis, que la urgente necesidad que me obliga a requerir de nuevo vuestros servicios. Si tal fuera una cuestión personal, cabría la espera, pero tratándose del servicio de la Santa Madre Iglesia no podemos obrar si no es con absoluta diligencia y premura.
A fin de que no os haga perder el tiempo, paso a explicaros el meollo del asunto para que comencéis a trabajar en él de inmediato, sin tener que venir a ésta para que os ponga al corriente de los hechos.
Como sabéis, soy protector eclesiástico del convento de San Benito, cuya junta de protectores preside el excelentísimo señor don Benito de Cárdenas, marqués de Torres Claras.
El primer día de este mes de mayo de nuestra Señora, como es costumbre, tuvimos la reunión del capítulo de la orden con el fin de que las monjas dieran cuenta de las necesidades del convento y justificaran sus dispendios, y así poder proveer y prevenir los gastos anuales.
Cumplidas todas las premisas de ese día, pasamos al refectorio para gozar del refrigerio que, año tras año, nos ofrecen las buenas madres.
Al finalizar el mismo vino a sentarse a mi lado don Martín de Rojo e Hinojosa, hidalgo de la pequeña nobleza y originario de Quintanar del Castillo, y cuya hermana es la actual priora del convento.
Conozco a esta familia hace muchos años y jamás tuve en demasiado alto concepto su religiosidad ni la ortodoxia de su fe.
Mis sospechas se confirmaron cuando, al finalizar las libaciones, osó entablar conmigo una conversación que bordeó peligrosamente temas de fundamental importancia, que ya han sido debidamente sancionados por la autoridad correspondiente y que no conviene que nadie sin la preparación adecuada se atreva a tratar con ligereza, ya que de caer sus palabras en oídos menos preparados que los míos podían acarrear grave daño moral a la persona.
Mi intuición me hace pensar que, tal vez, la salud de su hacienda sea precaria y ande buscando cargo u oficio que alivie su penuria, ya que se lamentó sobremanera de sus cuitas económicas y opinó negativamente sobre la expulsión de los moriscos que, en defensa de la fe y con tan buen criterio, llevó a cabo el anterior monarca, Su Majestad Felipe III.
Pienso que persona de tal catadura moral, que antepone sus propios intereses a los de la Santa Madre Iglesia, no solamente no debe tener posición alguna que implique responsabilidad, sino que debiere ser desposeída de su condición actual de protector de San Benito, cargo que sin duda ha obtenido por ser quien es su señora hermana.
Por lo tanto, os urjo para que investiguéis profundamente en su origen y en su entorno. Quiero saber qué pretende, cuáles son las sorpresas que podría desvelar una investigación al nivel de las que se deben llevar a cabo por parte de quien corresponda cuando se pretende entrar en una orden de caballería o aspirar a cualquier cargo remunerado o prebenda pública. Quiero conocer, antes que nadie, cualquier cosa o circunstancia que pueda hallarse en los orígenes de esta familia. No quisiera que se me tachara de tibio o de descuidado pastor de almas, si algo se supiera que fuera desdoro, pues siendo como soy el obispo de esta provincia y además responsable religioso de la comunidad de San Benito, sería imperdonable que algo punible me pasara inadvertido.
Por lo tanto, os pondréis inmediatamente en disposición de obedecer mis órdenes y os emplazo para que me visitéis en Astorga cuando vuestros pasos os acerquen a mi sede.
Os adjunto un pagaré para que lo hagáis efectivo en el obispado que mejor os cuadre y de esta manera podáis disponer de liquidez que cubra cualquier perentoria necesidad.
De sobra conocéis mi magnanimidad con aquellos de mis familiares que saben servirme con celo y diligencia.
Sin otro particular, con mi expresa bendición y dándoos a besar mi pastoral anillo, reciba vuesa merced la expresión de mi más paternal saludo.
Firmado y rubricado
Bartolomé Carrasco
Obispo de Astorga y secretario
provincial del Santo Oficio