Catalina la fugitiva de San Benito (4 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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Otras cuitas ocupaban su mente aquella mañana. Sus asuntos iban de mal en peor; las rentas de sus tierras habían menguado hasta el punto de que no sólo no podía mantener su casa solariega, sino que su condición de hidalgo estaba gravemente amenazada por las deudas que le acuciaban. Lo único positivo de aquel tiempo había sido que su hija mayor Elvira había casado con un caballero rural y vivía en un pueblecito cerca de Sevilla; su yerno era ambicioso y listo, y estaba seguro de que medraría en la Corte, donde, en un futuro próximo, se iban a instalar. Por esta parte, cierto estaba de que únicamente iba a recibir satisfacciones; de cualquier manera tenía una boca menos que alimentar. Sus otras dos hijas y Álvaro estaban en casa y recibían la educación cristiana que convenía a su sexo y condición, y los criados y servidores habíanse reducido al mínimo, pero años de malas cosechas, una climatología adversa, la epidemia de los corderos que asoló la provincia y los fuertes impuestos del rey le habían obligado a pedir créditos a los genoveses que, tras dos prórrogas, no iba a poder devolver.

Su salvación estaba en manos del doctor Carrasco, y la solución de todos los problemas se basaba en conseguir ser nombrado familiar
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del Santo Oficio. En ese instante sus cuitas quedarían atemperadas y los cuatro años pignorados de sus rentas serían asumidos por sus acreedores, que amén de no poder enajenarle las tierras estarían obligados a explotarlas, con el riesgo que eso implicaba, pues en el ínterin tenían la obligación de asistir a la manutención de su casa y de su hacienda, corriendo con absolutamente todos los gastos que generara, hasta los dispendios más mínimos, y también con sus aficiones. Por otra parte, creía cumplir con todas las premisas exigidas por la santa Inquisición para el nombramiento de sus familiares. Era cristiano viejo de ocho generaciones, que eran las que contaban; lo «otro» fue anterior. Por otra parte el blasón de su escudo pregonaba la nobleza de su estirpe, que aunque venida a menos era de rancio abolengo. En esas cuitas andaba cuando oyó las voces del postillón deteniendo las caballerías y el traqueteo de los aros de hierro de las ruedas repicando en el empedrado del atrio de la entrada del convento de San Benito. Levantó la cortinilla de cuero encerado de la ventana y ante él apareció la mole inmensa del viejo monasterio; el número de carricoches allí aparcados junto a sus cocheros y lacayos le indicó que la mayoría de los protectores habían llegado antes que él. Su coche se detuvo, y apenas lo hizo el hidalgo descendió sin esperar a que su cochero le desdoblara la estribera y le abriera la portezuela; la cerró él mismo indicándole a su auriga que se colocara al fondo, lo más alejado posible del lujoso carruaje del Santo Oficio que sin duda había transportado al doctor Carrasco, porque no desmereciera el suyo, ya que al lado del otro se iba a ver ajado y deslucido, vetusto, y en estado sumamente precario.

El gallo rojo

¡Os he dicho que es muy fácil, Blas! ¡Agarrad vos el gallo que yo le pondré el limón!

—No podremos, Catalina, el maldito es muy fuerte y malo de sujetar.

—¡Pardiez!, que sois un cobarde. ¡A fe mía! Yo lo haré. Los dos niños hablaban en el fondo del huerto bajo del convento de San Benito. Estaba situado éste en una pequeña meseta que rompía la monotonía del paisaje. La iglesia románica con la espadaña de su campanario fue aglutinando a su alrededor las construcciones que luego, con el tiempo, formarían el conjunto. El muro lateral de la misma hacía de medianera con una de las naves del monasterio, y una puerta lateral permitía a las monjas acceder al templo sin salir al exterior. Los feligreses de las gañanías y de los pueblos circundantes, entraban en San Benito directamente por la entrada posterior, cuya puerta, por cierto, estaba siempre cerrada con cerrojo de llave y pasador, y solamente la sacristana, mediante la oportuna orden de la priora, la abría para la misa del domingo o bien para fiestas señaladas y puntuales. La paralela a la iglesia y tres naves más circunvalaban un hermoso claustro interior con un estanque en medio. El peristilo, de pequeñas columnas jónicas cuyos capiteles estaban adornados con hojas de acanto, permitía a las monjas rodear el patio en invierno aunque lloviera y hacer sus peripatéticos rezos en verano aunque el calor apretara. De la nave opuesta a la de la iglesia salían, paralelas, tres construcciones donde se alojaban, por este orden, el refectorio y la cocina en la primera, en la del medio la biblioteca, el locutorio, las celdas de las monjas y las de las novicias, y en la tercera el dormitorio corrido de las recogidas con la sala común para sus tareas. Entre estas tres prolongaciones y rodeando el conjunto estaba el jardín, y cuando ya terminaba la pequeña meseta descendía en una terraza circular al huerto bajo, regado por un riachuelo que suministraba agua al convento y que pasaba al exterior bajo el alto muro, para perderse en la lejanía, a través de un rastrillo de viejos barrotes de hierro mohosos y llenos de yerbajos que se clavaban en su lecho. Ésta, junto con otras dos salidas cerradas por dos grandes portones, eran las únicas aberturas al exterior desde el pequeño y recluido mundo del monasterio; las hojas de ambos eran de grueso roble con los herrajes de hierro negro y tenían a los costados diversas construcciones. Al lado de la principal vivía la hermana que se ocupaba de la portería y del torno, y estaba cuidada y engrasada puesto que era la salida natural de la abadía. Las construcciones de la parte posterior servían para guardar los aperos de la labranza, las dos galeras de viaje de las monjas y algún carro de carga para acudir a los mercados vecinos y poder así vender los productos que las religiosas fabricaban. En las cuadras y establos habitaban las caballerías y el ganado que proveía de lana, leche y carne al convento; ese portón estaba mucho más deteriorado, pues sólo se utilizaba para menesteres puntuales.

Blasillo, el hijo único del cochero-jardinero de las monjas, era el compañero de juegos de Catalina. Ambos rondaban los diez años. Los niños de las mujeres recogidas eran entregados en adopción a familias que los solicitasen y, en caso de que la madre se negara a ello, apenas recuperada del parto era despedida del convento. Eso hacía que Catalina y Blas no tuvieran otros compañeros de juegos.

Desde el primer día, y gracias a los buenos oficios de la priora, la niña fue el juguete maravilloso de aquellas buenas mujeres, que volcaban en ella sus frustradas vocaciones de madre. Catalina era de cuerpo gentil, espigada, mejor se diría larguirucha para su edad, morena de cabello; sus ojos eran garzos y profundos y cuando se encorajinaban a Blasillo le daban miedo. En los juegos llevaba la voz cantante, pero no existía problema alguno ya que siempre optaban por juegos de chicos: guerras, asaltos, emboscadas, la peonza y la pinola, eso cuando no estaban preparando un aquelarre como aquella tarde.

Al lado de las cuadras y establos tenían las monjas un gran gallinero que suministraba aves y huevos al convento, y a continuación, y adosados al muro, dos gallineros más pequeños. En el primero paseaba su majestuosa estampa un inmenso gallo negro: era un animal magnífico; una gran cresta roja que temblaba inquieta y se movía a los bruscos impulsos de su cuello adornaba su pequeña cabeza, dos ojos vivísimos y vigilantes como dos carbones de antracita estaban incrustados a ambos lados de su perfil, las plumas tenían reflejos metálicos, el pecho era poderoso, el cuerpo proporcionado y musculoso y las patas rojas; el tridente de sus garras estaba terminado en la parte posterior por dos espolones que constituían un arma terrible. Era un gallo de pelea mexicano, regalo de un adelantado de Castilla al convento de San Benito, del que era muy devoto; más allá y completamente apartado, las monjas tenían a un gallo rojo muy joven y también de hermosa estampa que estaba destinado a sustituir al viejo y actual amo del gallinero y reinar entre las gallinas a su debido tiempo. El gallo miraba a los niños con desconfianza.

—Y vos, ¿de dónde sacáis que poniendo zumo de limón en el agujero del gallo se pone furioso?

—Yo lo sé. Lo oí cuando trajeron al negro. Se lo dijo el criado del marqués al mozo de cuadra.

—¿Qué es lo que le dijo?

—Que allá en Nueva España los hacen pelear, y ésa es una de las argucias que emplean para que los gallos se pongan rabiosos... ¡Y no tardéis más que para luego es tarde! Además, como comprenderéis, no me la he jugado esta mañana cuando he afanado el limón de la alacena para que por vuestra falta de ánimo no llevemos nuestro plan hasta el final. —Dicho esto Catalina abrió la puerta del gallinero del rojo y, tras introducirse en él, la cerró a su espalda.

El gallo, inquieto, se refugió en el ángulo más alejado del mismo emitiendo un sordo cloqueo. La niña se abalanzó sobre él, pero el ave dando un corto vuelo y aumentando el volumen de su cacareo cambió de rincón. La escena se repitió varias veces; las otras aves rebullían inquietas y Blasillo sonreía divertido.

—No vais a poder, Catalina.

—¿Que no? Vais a ver. ¡Dadme vuestro jubón!

—¿Que os dé, decís? Dejadlo ya y vámonos.

—Sois un mentecato, no tenéis valor. ¡Dadme el jubón os digo!

Blasillo, resignadamente, se quitó la prenda y abriendo una cuarta la puerta se lo entregó; Catalina lo tomó en sus manos y lo abrió entre ellas acercándose lentamente al animal.

—¡Ya sois mío, maldito!

Y diciendo esto le echó el juboncillo al ave, que al perder de vista a la niña se quedó un segundo inmóvil. ¡Fue su perdición! Cuando quiso revolverse, Catalina ya le había sujetado las patas y lo mostraba triunfante a Blasillo.

—¡Qué decís! ¿Lo he conseguido o no? ¡Pardiez que sois un inútil! Y favor os hago de no llamaros otra cosa. —Catalina había salido ya del gallinero y, colocando al gallo en la postura conveniente, la cabeza debajo de su antebrazo y la parte menos noble del animal hacia su amigo, al punto le conminó—: Mientras yo le abro las plumas, cortad el limón por la mitad. —Y al ver que Blas parecía paralizado, añadió—: Venga. ¡Voto a bríos! ¿O lo tendré que hacer yo todo?

Blasillo puso el limón sobre una piedra plana y sacando su pequeña navaja lo cortó en dos mitades. Catalina lo observaba.

—Venid acá y proceded en cuanto yo os lo diga. ¡Ahora!

La niña sujetó fuertemente al gallo y el zagal le echó el zumo del limón en la abertura que habían dejado las separadas plumas al descubierto.

—¡Rápido, abrid un poco la puerta del negro!

Blasillo, como hipnotizado, así lo hizo. Catalina, con un rápido movimiento lanzó al gallo rojo en el gallinero del mexicano y cerró rápidamente. El negro midió al intruso y el terreno. Al rojo le hizo efecto el ácido y se revolvió furioso. Ambos animales empezaron una rara ceremonia: los cuellos a ras del suelo y las cabezas juntas moviéndose arriba y abajo sincronizadas, como si ambas estuvieran sujetas por un corto bramante. De repente el negro se abalanzó sobre el intruso, en un vuelo breve, con los espolones adelantados a la altura del pecho; el rojo se fue al suelo y, aunque herido, se levantó rápido. Entonces comenzó una lucha sorda, con un revuelo de picos, plumas y espolones que danzaban a un ritmo mortal. Catalina y Blasillo asistían mudos y asombrados a aquel cortejo de muerte. En pocos minutos los genes del negro se fueron imponiendo; el gallo estaba haciendo lo que sus ancestros habían hecho toda la vida: luchar para subsistir. El rojo trastabillaba y huía más rojo de sangre que de pluma, ciego y medio cojo. El negro se dispuso a rematar su obra; se impulsó con sus poderosas alas y en un majestuoso y curvo vuelo en el aire cayó encima del espinazo de su enemigo, que ya no se defendía... El final fue rápido; los espolones clavados y el fuerte pico buscando la cabeza de su contrincante. En un instante lo remató en el suelo, y cuando ya no se movía, y a una hora extemporánea, lanzó un quiquiriquí rotundo y triunfal ante el revuelo de todo el gallinero y el asombro de los niños, que no reaccionaban.

En la cocina, sor Hildefonsa se dispuso a bajar a los gallineros para ver lo que allí estaba sucediendo, ya que el canto triunfal del negro había llegado nítido y rotundo a sus dominios a una hora que no correspondía.

Una monja le había introducido en el despacho de la priora, y don Martín esperaba ansioso la entrada de su hermana; la acompañante le advirtió que ésta se demoraría un poco, ya que en día tan señalado tenía un sinfín de tareas que realizar.

—¿Deseáis alguna cosa?

—Muchas gracias, vuesa merced ha sido muy amable. No, no necesito nada, podéis retiraros.

Silenciosa como un suspiro, la religiosa cerró tras de sí la puerta de madera de cedro y desapareció. Don Martín dejó su capa de viaje al desgaire sobre uno de los dos sillones de cuero de Ubrique tachonados de grandes clavos de latón dorado que estaban frente a la mesa de la priora, y paseó su mirada por la estancia. Era ésta cuadrada y espaciosa. Dos estrechas ventanas orientadas al este permitían la entrada de la luz diurna; entre las dos, en el paño de pared que las separaba, un cuadro, reproducción sin duda de
La disputa de Jesús entre los Doctores,
del Veronés. Tras el sillón del escritorio, dos imágenes, una talla de madera de san Benito y una Virgen policromada que podía ser de un discípulo de la escuela de Berruguete; en el paño de pared frente al despacho, una pequeña librería con pocos pero seleccionados volúmenes, todos relacionados con vidas de santos, reglas de la orden, libros de rezos, encíclicas y pragmáticas de los santos Padres. El suelo de grandes losas rojizas estaba cubierto por una alfombra tapiz de la Real Casa, con imágenes de los siete pecados capitales según cartones de Rafael Sanzio de Urbino, regalo sin duda de un protector del convento; y, finalmente, en el paño de pared donde se encontraba la puerta, una larga mesa arrimadero de roble, cubierta de lado a lado por un estrecho tapiz de terciopelo rojo engalonado por dos tiras de pasamanería doradas y flecos del mismo color; en medio, una pequeña vitrina relicario de pórfido y cristal, y en su interior alojado un mínimo cuadradito de tela, reliquia sin duda de algún santo. El ruido inconfundible de los pasos y el sonar de las cuentas del rosario avisaron a don Martín de la llegada de la priora. Abrióse la puerta y la figura de sor Teresa apareció en el dintel. Sonrió a su hermano. Se aproximó y alargó la cruz de su rosario para que el hidalgo la besara, hecho lo cual se dirigió al sillón de detrás del escritorio y, sentándose, indicó al hidalgo con el gesto que hiciera lo propio. Apenas cómodamente aposentados y distendido el clima del primer momento, el ambiente se hizo familiar y confianzudo.

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