Catalina la fugitiva de San Benito (61 page)

BOOK: Catalina la fugitiva de San Benito
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La primera función fue en Medina de Río Seco. Habían llegado el día anterior por la mañana y tras recabar el consiguiente permiso del alguacil, al que Florencio conocía bien y sabía que no era insensible al tintineo de las monedas, y asignarles éste una explanada en la que se acostumbraba celebrar la feria de ganado, montaron allí su tenderete. Catalina se asombró del partido que sacaban a todos los elementos que les servían para la rutina del día a día y al mismo tiempo para desplazarse por los caminos.

Una vez llegados al lugar exacto y desenganchadas las caballerías, colocaron las carretas en paralelo de manera que sus enganches quedaran hacia atrás, falcando sus ruedas a fin de inmovilizarlas. Dejaron entre ellas un espacio de unas seis o siete varas, para luego colocar entre ambas cuatro travesaños de madera encajados en unos agujeros simétricos que tenían los dos carricoches... Cuando las vigas quedaron firmes, pusieron en su punto medio unos caballetes a fin de que, haciendo el mismo oficio que los pilares de un puente, impidieran que éstas se arquearan; luego las cubrieron con una plataforma de madera que durante el camino iba despiezada y sujeta con cuerdas a los techos de los carromatos. De esta manera quedaba una superficie firme y plana entre los dos, cuyo fondo se cubría con una tela negra que colgaban de un listón sujeto a los pescantes mediante clavos doblados y que, yendo de lado a lado, hacía de cortina de fondo. De este modo el escenario quedaba establecido entre los dos carros, sirviendo sus respectivas puertas para entrar y salir de ellos a fin de que los cambios de vestuario para las sucesivas apariciones se hicieran sin interrupción.

Durante estos trabajos, ni que decir tiene que toda la chiquillería del pueblo estaba por las inmediaciones, ofreciéndose para hacer cualquier cosa que conviniera y que les permitiera estar cerca de las carretas y seguir las evoluciones de los cómicos de la legua que preparaban la función. Por la mañana Manuel, Curro, Violeta y ella la vocearon a los cuatro vientos para que el vecindario, que ya sabía que había llegado la farándula, conociera la hora en la que daría comienzo la representación.

A las tres y media ya se había llenado la plaza. Las gentes se traían de sus casas banquetas, escabeles, sillas viejas y hasta almohadones y manteles que extendidos en el suelo permitían instalarse sobre ellos tres o cuatro personas, y mucho antes de la hora prevista el lleno estaba asegurado.

La función comenzó. Primeramente salía Tomé y con su voz poderosa saludaba al respetable, pidiendo perdón por los fallos que pudieran cometer. Luego se retiraba a su carreta y entraba Florencio desde la suya, vestido al uso de los antiguos trovadores, y colocando un atril sobre el entarimado iba desplegando unas láminas coloreadas mientras explicaba la triste historia de la bella Hermesinda. Ésta, habiendo sido raptada por unos villanos cuando iba en peregrinación a Santiago, conseguía huir, pero el conde don Julián, su padre, la repudiaba al creer que ya no era doncella; después la muchacha ingresaba en un convento de dominicas y moría en olor de santidad, haciendo tras su fallecimiento grandes milagros. Al retirarse Florencio comparecían en la escena desde sus respectivos carros Violeta y Manuel, disfrazados al modo de las damas y de los caballeros de la Corte; ambos entablaban una divertida disputa sobre las ventajas de nacer hombre o de ser mujer, y a continuación y en medio del jolgorio del público salía
Chula,
la perrilla, que tirando de la saya de Violeta se la llevaba hacia la carreta y ocupaba su lugar, contestando a las intencionadas preguntas de Manuel con uno o dos ladridos según fuera preciso un «sí» o un «no» para que la disputa tuviera un final jocoso. Como cierre de esta parte, Manuel hacía que
Chula
desarrollara una serie de ejercicios que no hubiera mejorado el mejor de los saltimbanquis. Entonces, en este intermedio pasaban los cuatro jóvenes entre el público con unos saquitos, recaudando los óbolos que los lugareños quisieran depositar en ellos y los pagos en especies que quisieran añadir; en aquella ocasión Curro recogió una gallina.

La segunda parte comenzaba con unos juegos malabares en los que participaban los dos hermanos y sus respectivos hijos vistiendo camisolas y chalecos de diversos colores y calzas apretadas que no les impedían realizar los acrobáticos ejercicios, los cuales terminaban con una torre humana cuyo último piso era el pequeño Curro. Luego venía el número fuerte; en él Catalina, vestida de muchacho, hizo de blanco humano colocándose en la tabla con los brazos extendidos y las piernas separadas en tanto Florencio la silueteaba lanzando los cuchillos, ejercicio que hizo que el respetable contuviera la respiración.

Para finalizar salía todo el grupo al escenario vestido al uso de los andaluces. Al fondo, junto a la cortina se colocaban los gitanos viejos, con guitarras ellos y con unas conchas de madera sujetas mediante una guita al dedo corazón Tarsicia y Magdalena, y con tan precarios instrumentos montaron una danza que al principio bailaron Manuel, Violeta y Curro, pero luego se fueron agregando uno a uno los cuatro componentes del cuadro, que bailaban a la vez que tocaban sus instrumentos; fue tal el ritmo y la alegría que adquirió el jaleo que contagió a todos los presentes y acabaron bailando a su son en medio de la plaza.

El acto había finalizado a las seis de la tarde. La plaza se fue despejando y cada oveja regresó a su redil, exceptuando a los niños que seguían las evoluciones de los cómicos. Entonces Catalina observó algo que llamó poderosamente su atención. Un grupo de mujeres y algún joven se quedaban junto a las carretas y Florencio los hacía pasar dentro de uno en uno. Manuel, que con Tomé y Curro había comenzado a desmontar el tenderete, estaba atento a cuanto sucedía, y cuando su padre de vez en cuando le interrogaba con la mirada él le hacía un disimulado signo, que Catalina interpretó como un «sin novedad».

A las nueve todo había concluido. Los carromatos enganchados a sus respectivos tiros y con
Afrodita
atada a la cola del último, abandonaban el pueblo en busca de un lugar apartado donde pernoctar. La noche era clara y el cielo parecía un inmenso paño de terciopelo azul en el que la mano de un orfebre hubiera desparramado un puñado de brillantes gemas con el fin de mostrárselas a un poderoso Señor. Catalina y Manuel viajaban en el pescante de la segunda carreta, en tanto que en la primera lo hacían los dos hermanos; el resto de la
troupe
iba en los interiores, durmiendo Violeta y Curro en una mientras en la otra las dos cuñadas hablaban y comentaban los sucesos acaecidos durante la jornada.

Catalina iba recostada en el respaldo del asiento, contemplando el crepúsculo y con la mente ocupada en mil conjeturas. No creía que el marqués de Torres Claras la denunciara por el robo de una mula, que al fin y a la postre era lo único que le podía imputar ya que no pensaba que tan siquiera hubiera atinado en indagar si algo faltaba en los baúles de la buhardilla; otra cosa fuera que la tildara de desagradecido e ingrato. Con todo y con ello, no era probable que el peligro viniera por aquel lado. En cuanto al tema de su huida de San Benito, obviamente continuaba latente; prueba de ello era que éste fue uno de los asuntos que el fraile y la priora trataron con el señor de Cárdenas.

La suerte de haberse tropezado con los gitanos, amén de facilitarle el viaje le ofrecía un mucho más seguro escondrijo y la posibilidad de adquirir una personalidad absolutamente insospechada y asimismo acumular un retahíla de conocimientos que muy importantes podían llegar a ser, como era el caso del lanzamiento de cuchillos.

Súbitamente le vino a la cabeza una pregunta:

—Manuel, decidme por qué vigiláis cuando vuestro padre hace pasar a las gentes dentro de la carreta donde está vuestra madre.

—Mi madre adivina el futuro y, además, vende filtros de amor a las mozas casaderas y remedios para muchos males. Pero esto en algún lugar está perseguido, aunque no se haga mal a nadie; y en según qué localidades y según con qué alguaciles topemos tampoco puedo simular que
Chula
me entiende y me responde con ladridos, pues está prohibido que un animal haga cosas que hacen los humanos.

—Y ¿eso por qué?

—Cosas de la Suprema
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.

—Y... ¿decís que vuestra madre puede hacer que una persona ame a otra?

—Si se le dan los elementos que precisa para que tal suceda, lo puede hacer.

—¿Aunque la otra persona esté distante?

—Las fórmulas son variadas, el filtro actúa de diversas maneras.

—Pero, a ver... ¿es un bebedizo? ¿Quién lo debe tomar, el enamorado o la persona a quien se quiere enamorar?

—A veces es una pócima, a veces es la imagen del sujeto con algo que le haya pertenecido. Ya os digo que estas cosas solamente las sabe ella. Pero lo que sí os puedo asegurar es que da resultado.

Catalina demostraba un interés inusitado.

—Pero decidme qué necesita para...

—Hablad con ella, ¡pardiez! Yo nada os puedo decir.

Habíase callado la muchacha al ver que realmente Manuel no iba a aclarar sus dudas cuando observó que el carromato delantero aflojaba el paso de las mulas y se arrimaba al borde del camino; con un tirón de riendas y un silbido, Manuel hizo lo mismo. Súbitamente la carreta delantera atravesó el margen de la calzada y se introdujo por una vereda que atravesaba un bosque en el que brillaban las cortezas plateadas de los abedules. Las copas de los árboles eran tan tupidas que la bóveda celeste se ocultó y entre la enramada, sólo de vez en cuando, Catalina podía entrever el guiño de una estrella. El avance se hizo más lento; las ruedas de los carros al clavarse en la húmeda tierra, obligaban a los animales a un esfuerzo añadido. El peculiar olor de los humedales y el ruido inconfundible del agua anunció a la muchacha que los avispados gitanos, que tan bien conocían aquellos andurriales, habían buscado para acampar el margen de algún otro riachuelo afluente del Sequillo. Su intuición no la engañó. Al poco el bosque se fue aclarando y llegaron a un punto desde el que la argéntea sierpe del agua se divisaba claramente. Allí detuvieron las carretas.

Diego en Madrid

La vida había dado para Diego un giro de ciento ochenta grados. La fiebre de la Corte lo había engullido y cada cosa que iba descubriendo lo asombraba más y más. Los días transcurrían a un ritmo vertiginoso y casi no le daba tiempo de asimilar una novedad cuando ya otra nueva desbancaba a la anterior. Por las mañanas acudía a la Casa de los Pajes en compañía de Lorenzo, el encomendado que ocupó la plaza que él siempre creyó correspondería a Alonso, y al que su turbio sentimiento había hurtado.

Allí se reunían los hijos de los principales de la capital, incluidos el hijo de un virrey llegado de ultramar y dos hermanos, sobrinos del presidente del concejo de Italia y otros, como él mismo, venidos de provincias. Las lecciones eran diversas y todas se dirigían a la formación de los futuros gentilhombres que con el tiempo ocuparían lugares de privilegio cerca del rey; desde el protocolo de la Corte, pasando por las comidas, las cacerías, los juegos de cañas, las danzas, el manejo de armas y las normas de las buenas maneras y costumbres referidas, sobre todo, al tratamiento debido a los diferentes rangos y categorías de las personas, todo se trataba y todo se aprendía. El número de alumnos variaba según sus preferencias y cuál fuera el principal interés de sus poderosos progenitores, y por lo mismo los grupos eran distintos y heterogéneos en cuanto al número y participación de estudiantes. Los más nutridos eran aquellos en los que la disciplina que se impartía era sin duda común e importante para todos.

Una única cuestión hastiaba a Diego y era ésta la incómoda presencia de un joven alocado, bromista y ligero que perturbaba el normal desarrollo de cualquier actividad y perjudicaba el buen funcionamiento del grupo. Como todos, era hijo de un principal y acudía siempre acompañado de un muchacho tranquilo y apocado que le reía invariablemente sus insensatas gracias, cuyas consecuencias más de una vez habían recaído en el grupo al no cargar él con la responsabilidad de sus actos; su nombre era Cristóbal de López Dóriga y su compañero era el hijo de un modesto hidalgo de provincias, Álvaro de Rojo y de Fontes se llamaba.

Las clases duraban de ocho a doce por la mañana y tras un frugal refrigerio se prolongaban hasta las cuatro de la tarde; él a continuación acudía a la academia de don Luis Narváez, en la calle de la Paz junto a la plazuela de la Leña, a perfeccionar su esgrima.

Luego hacia las seis se acercaba a las gradas de San Felipe, auténtico mentidero de Madrid, acompañado por Lorenzo, a leer los avisos
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de la Corte y a rondar cerca de los corrillos que se formaban. Allí, aguzando el oído cualquier avisado se podía enterar de cuanto de importante aconteciera en la capital del mundo, que tal era el Madrid de entonces, y según a que camarilla, conciliábulo o grupo se aproximaran era factible enterarse del éxito o fracaso del último estreno en el Corral del Príncipe, de cómo se desarrollaba la guerra de Flandes o de los amoríos y escándalos de cualquiera de las damas de la Corte.

Otra cosa que encandilaba a Diego era la posibilidad de ver de cerca a personajes que desde Benavente le habían parecido absolutamente irreales. De esta forma pudo acercarse en meses sucesivos a los grandes de las letras: un día fue Lope, otro Calderón, más allá topóse con el pintor y aposentador
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real Diego de Silva y Velázquez y en una para él afortunadísima ocasión pudo presenciar una polémica literaria entre don Luis de Argote y Góngora y el personaje por él más admirado, don Francisco de Quevedo y Villegas, cuyo mal genio, ocasionado en parte por su visible cojera, sus anteojos y su fama de espadachín eran legendarios.

Los sábados y domingos cumplía con su deber de cristiano asistiendo a la santa misa, casi siempre en el convento de la Encarnación, ubicado en la calle del mismo nombre frente a la calle de las Rejas. Luego, acompañado por su paje y amigo Lorenzo iban a caballo a la rúa de la calle Mayor o a la del Buen Retiro, donde los coches y enganches enjaezados rivalizaban en lujo y esplendor. Por la tarde, si es que había ocasión, acudían al Corral del Príncipe o al de la Cruz a presenciar una de las comedias de los dramaturgos de moda que representara la compañía contratada aquel año por la Junta de Hospitales y Casas de Caridad con objeto de recaudar fondos para la manutención de sus pías obras.

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