Read Catalina la fugitiva de San Benito Online
Authors: Chufo Lloréns
El portugués, en tanto plegaba la misiva sonreía satisfecho. El doctor Carrasco era su más espléndido protector y el trabajo que le encomendaba le llenaba de satisfacción. El perseguir a los tibios, a los recalcitrantes, a los falsos conversos y a los judíos constituía para él su motivo de vivir, máxime cuando ello le reportaba los réditos que, tratándose del doctor Carrasco, daba por descontados.
Terminó su estancia en el servidor y, tras componerse, hizo sonar la campanilla para que su ayuda de cámara compareciera a fin de llevarse el artilugio y con el perfumador rociara de nuevo el ambiente con agua de rosas.
—Decid a Marcelo que antes de echarse a descansar se presente ante mí...
—Si a vuecencia le parece, lo llamo ahora. Ha comido y estaba departiendo en las cocinas con los otros criados.
—Hacedlo.
Al cabo de un breve tiempo se presentaba Marcelo Lacalle, correo del Santo Oficio y posta real ante don Sebastián Fleitas.
—¿Me habéis mandado llamar?
—Así es. Las nuevas de las que habéis sido portador trastocan mis planes y me obligan a cambiar mis prioridades. Y... temo que las vuestras también.
—Mis prioridades son las vuestras, excelencia.
—Bien, entonces descansaréis en mi casa. Cuando lo hayáis hecho, partiréis de regreso por otros caminos. Pasaréis por Ponferrada y por Bembibre antes de dirigiros a vuestro lugar de origen, y dejaréis dos misivas mías que justificarán mi cambio de planes.
—Se hará como ordenéis.
—Entonces, tras recuperar vuestras fuerzas, partid y tened cuidado ahí fuera.
Y tras tomar la bolsa que le alargaba el portugués, Marcelo, el mensajero de combadas piernas, haciendo una torpe reverencia salió de la estancia.
Catalina había menstruado por vez primera. En pie, ante la priora, escuchaba impasible un discurso que a ella se le antojaba absurdo. Tenía trece años, pero su natural inteligencia y sobre todo su inmensa curiosidad hacían que estuviera de vuelta de muchas cosas que otras postulantas de su edad y condición ignoraban. Blasillo, su querido compañero de aventuras, había sido apartado de su vida, violentamente y sin explicación alguna, hacía ya cuatro años; muchas lágrimas le costó el desafuero e infinidad de veces añoró su ausencia, pero su espíritu joven e inquieto se supo sobreponer y otras situaciones emergentes ocuparon su quehacer cotidiano. Su lugar, no en su corazón pero sí en su cercanía, lo ocupó Casilda, recogida de unos treinta años que llegó a San Benito a los diecisiete para dar a luz, y cuando lo hubo hecho entregó el hijo a unas buenas gentes de su pueblo, al que la honra de su familia le impedía regresar. Éstas nada dijeron, pero carecían de medios de sustento, de modo que para que se ocuparan del crío tenía que enviarles dineros todos los años, para lo cual la madre Teresa le buscó una familia noble con un recién nacido por amamantar, tarea que no hacía su propia madre, ya fuere porque no tenía leche en los senos o porque no le conviniera, cosa por otra parte muy frecuente en aquellos tiempos. La cuestión fue que Casilda empleó en aquel menester cuatro años, y cuando ya destetó a la criatura, que por cierto el último año ya mamaba de pie, regresó al convento; allí, a cambio de su trabajo tenía cama y comida de balde, y de esta manera todo lo que le enviaba la familia a quien sirvió —por cierto, que las amas de cría eran siempre muy bien atendidas— lo mandaba a su pueblo para el cuidado de su propio hijo.
Casilda fue su maestra en cuantas cosas de la vida le consultó y, teniendo un estatus distinto a las demás recogidas, compartía las labores de la cocina y del cuidado de los animales con Catalina, a la que habían asignado esta última labor desde la marcha de Blasillo porque ella se lo había suplicado a la priora, pues como todas las futuras postulantas repartía su tiempo entre la oración y el trabajo.
—Por lo tanto, sabed que el estigma de la impureza os ha visitado por vez primera y que a partir de hoy lo sufriréis, para vuestra vergüenza, todos los meses. Cuando tal cosa suceda, la penitencia por vuestra culpa y para prevenir las tentaciones que os acecharán será el ayuno y por la noche, al iros a acostar y durante todos los días que en vuestro cuerpo florezca la flor del Maligno, os flagelaréis la espalda con una disciplina cuyo manejo os enseñará la prefecta de novicias, y no os acercaréis al altar a recibir al Señor hasta que pasen estos días y volváis a estar limpia de cuerpo. Entonces y sólo entonces, os confesaréis con el padre Rivadeneira, que como sabéis ha sido designado confesor del convento tras el óbito de fray Gerundio, al que tanto queríais, para que a la vez él limpie vuestro espíritu. ¿Me habéis entendido, Catalina?
—Sí, reverendísima madre, os he atendido pero no os comprendo.
—¡Os he dicho un millar de veces que la virtud de la obediencia no necesita entender! Id a vuestras labores y dejadme hacer las mías.
—Como mande vuestra maternidad.
Y tras hacer una rápida genuflexión, fue saliendo Catalina del despacho, de espaldas a la puerta sin perder la vista a la priora. Cuando ya se encontró en el corredor se dirigió a las cocinas, pues al mediodía ayudaba a Casilda en los menesteres que ordenaba sor Hildefonsa.
Mientras transitaba los largos pasillos del convento su mente andaba en cavilaciones sobre lo que le había dicho la reverenda madre, a quien quería y a la que no podía dejar de agradecer el trato que desde siempre le dispensaba y que ella notaba diferente al que prodigaba a las demás. ¿Qué culpa tenía ella de lo que le acontecía, aparte de un retortijón de vientre y aquella sangre pegada a sus muslos que no controlaba? ¿Qué responsabilidad le correspondía para que tuviera que flagelarse y hacer penitencia? ¿Por qué tenía que contarle al cura nuevo, al que conocía apenas hacía unos escasos meses, aquello que tanta vergüenza le daba y que solamente sabía Casilda? ¡Cómo añoraba al viejo fray Gerundio! Cómo lloró su muerte y cuan en deuda se sentía con él por el inmenso regalo que le hizo del conocimiento de las letras y de los fundamentos de la aritmética y que le permitió, a su vez, ilustrar a Blasillo... Si no hubiera fallecido, no le habría importado contarle sus tribulaciones y, sin duda, lo hubiera hecho de motu propio, sin necesidad de que se lo hubiera ordenado la priora. Pero al padre Rivadeneira... eso era harina de otro costal. Algo sinuoso había en él que no le gustaba, su instinto le avisaba de algo; le auguraba un peligro inconcreto, pero latente. Nada de él le gustaba; no soportaba su olor a ajo y a humanidad y, menos aún, la respiración agitada que salía a través de la rejilla del confesionario cuando, por turno y en días señalados, no tenía otro remedio que acudir a su cita. Su cerebro daba vueltas, una y otra vez, al tema; lo que a ella le ocurría, aunque no con la misma frecuencia, ¿no le ocurría asimismo a las vacas, a las yeguas y a las perras? ¿Qué culpa tenían ellas? Además Casilda se lo había explicado de una forma muy distinta. El inconveniente fue que el percance le ocurrió la noche anterior durante el sueño, y al levantarse para los laudes y abrir su celda la sorprendió la prefecta intentando remediar el percance y no pudo ocultarlo, de modo que cuando la madre Teresa la mandó llamar, ella ya imaginaba para qué era.
Llegó a la cocina y buscó a Casilda con la mirada. Estaba al fondo, pelando una montaña inmensa de patatas, y como no le ordenaron otra cosa se dispuso a ayudarla a fin de poderle contar todo lo que le había sucedido; se puso sobre el hábito un delantal y tomando su cuchillo preferido se sentó al lado de Casilda en un taburete bajo.
—No habéis bajado esta mañana al establo a ordeñar. Estaba inquieta por vos —le dijo Casilda no bien se hubo acomodado.
—No... ya lo sé. Debo explicaros muchas cosas.
Hablaban ambas en el rincón sin levantar sus cabezas de la tarea e intentando no mover los labios.
—Pues contadme.
—Esta noche me ha sucedido...
—¿Qué es lo que os ha sucedido?
—Lo que me explicasteis que pronto me sucedería.
A Casilda se le cayó el cuchillo al suelo, con el correspondiente ruido. Miraron ambas en derredor pero nadie pareció darse cuenta, disimulado el hecho por el común trajín de la cocina y el ruido de los calderos.
—¿De verdad?
—Sí, claro, de verdad.
—¡Que alegría tengo, Catalina! ¡Antes era amiga de una niña y hoy lo soy de una mujer!
—A tanto no llego, pero por lo que ha dicho la reverenda madre, parece ser que tengo yo la culpa de algo inconfesable.
—No hagáis caso. Todas las mujeres pasamos por lo mismo. También las monjas. Si así no fuera, no nacería nadie; ellas... bueno... vos... ellas... las monjas no necesitan esa sangre, pero ése es el alimento del niño cuando una mujer espera un hijo. Por eso durante los nueve meses del embarazo esa sangre no viene, y cuando una mujer se seca ya no puede parir más. ¿Me vais comprendiendo?
—Algo... no demasiado.
—Catalina, ya os lo expliqué cuando nació el ternero. Las especies necesitan de los machos y de las hembras para reproducirse. Los humores de ambos se mezclan y al cabo de un tiempo, que varía según sea una especie u otra, nace un niño, un ternero o un chivo, ¿me comprendéis ahora?
—Sí, eso ya lo entiendo, pero... la Santísima Virgen no conocía varón y sin embargo...
—Es la única y a mí tampoco se me alcanza entenderlo, y el fruto de su vientre fue Jesús, seguid el Ave María, y talmente fue un milagro, por eso es única.
—¿Es hermoso conocer varón?
Casilda la miró con ternura.
—Si lo amáis, es lo más hermoso del mundo. Yo entiendo que tantos padecimientos no tienen sentido en este valle de lágrimas si no fuera por algo así.
—Pero ¿cómo es?
—No sé cómo explicároslo. Se para el tiempo... es un instante mágico en el que el Creador se sirve del hombre para crear otro hombre y hacerle de esta manera partícipe de su obra.
—Pero ¿qué se siente?
—Cómo os lo explicaría, ¡pobre de mí! Es... es como si os estallara un arco iris en el vientre, como si una catarata de gozo os inundara el alma. No se puede explicar.
Catalina estaba obnubilada. Casilda prosiguió su discurso.
—Por eso las monjas no tienen hijos, porque se casan con Jesús y dedican la vida a su servicio.
—¡Yo no quiero ser monja, Casilda, sólo quiero ser una mujer! A mí nadie me preguntó nada sobre si quería entrar en religión. Únicamente conozco los muros de este convento y lo que vos y Blasillo, del que tanto hemos hablado, me habéis contado de lo que hay allá afuera.
—¡Catalina! —sonó la voz de la hermana Hildefonsa al fondo de la cocina—. Id a preparar los platos y poned el pan en la mesa del refectorio.
Catalina se quitó el delantal y dejando el cuchillo se dispuso a obedecer. Durante el día le fue imposible apartar de su cabeza todo el caudal de información que había recibido; su mente bullía con mil ideas encontradas que pugnaban por abrirse camino a través de la maraña de sus dudas y mil preguntas se agolpaban en sus labios para consultar a Casilda en cuanto le fuera posible.
En esos trajines transcurrió la jornada y, tras los últimos rezos, las postulantas, que todavía no habían realizado los primeros votos, y las novicias se retiraron a sus celdas. Catalina oía cómo las fallebas se iban cerrando y cuando el oído le dijo que tocaba su turno, ya que su celda estaba al fondo al lado del planchador, apareció en el quicio de la puerta la sombra de la madre Gabriela llevando en su mano diestra un corto rebenque del que salían siete tiras de piel de toro.
—Colocaos de espaldas, Catalina, y bajaos el hábito hasta la cintura. Me ha ordenado la priora que os enseñe como debéis manejarlo. —Al decir tal, mostró el pequeño látigo en su mano en tanto que una peculiar sonrisa afloraba en sus finos labios—. ¿Me habéis comprendido, no es verdad?
La chiquilla obedeció aterrorizada, ofreciendo su blanquísima espalda a la maestra de novicias. Ésta se aproximó y, alzando el zurriago que tenía en la diestra y apretando fuertemente su corta empuñadura, se dispuso a descargar el primer golpe sobre el desnudo torso de la adolescente.
—Ofreced al Señor esta penitencia y pedidle perdón por vuestra impureza. A cada golpe y a mis invocaciones, responderéis
«ora pronobis»,
y no olvidéis que el Maestro fue flagelado por todos nosotros sin culpa alguna...
Christie eleison.
La monja comenzó el rezo; la disciplina ascendía y descendía con precisión y temple, castigando la piel sin rasgarla, ambas habilidades fruto de la práctica. Catalina aguantaba el intenso dolor respondiendo mecánicamente las letanías en tanto que las tiras de cuero del vergajo le causaban un dolor inaguantable, pero ni un gemido salió de su boca; sin embargo, mayor que su aflicción y daño era la sensación de rebelión e injusticia que la embargaba. Bloqueó su mente, en un proceso de autodefensa para mejor sobrellevar el castigo, y la dejó vagar libre por los vericuetos de su charla con Casilda. Y casi sin darse cuenta, su pensamiento evocó la imagen de aquel hermoso doncel que en la infausta jornada de encierro por el mal paso de los gallos había aparecido como un arcángel del cielo en el tragaluz de su celda.
Diego de Cárdenas había cumplido dieciséis años. Era alto, esbelto, fuerte y tan ágil de cuerpo como audaz de espíritu; mucho más proclive al ejercicio físico, ya fuere en campo abierto o en la sala de armas, que a la ardua tarea intelectual. Las horas que pasaba con su ayo, don Suero de Atares, le transcurrían volando en tanto que las dedicadas a su tutor, fray Anselmo, le resultaban lentas y tediosas; únicamente el deseo de complacer a su padre, al que amaba por encima de todo y admiraba profundamente, le empujaba a aprovechar las lecciones de su maestro, intentando desbrozar los intrincados misterios de las matemáticas a la vez que se sumergía en los vericuetos del latín de los clásicos y de la filosofía.
Aquella mañana estaba el joven en pie frente a su progenitor en el salón principal de la casa palacio que poseía el marqués en Benavente y que era, asimismo, la cuna y hogar de quince generaciones de Cárdenas, cuyos más ilustres proceres, obispos, capitanes, secretarios de consejo y adelantados de Castilla, en nobles actitudes, observaban desde la adusta seriedad de sus marcos y en las diversas posturas que sus cargos y rango les propiciaran a lo largo de sus vidas, a don Diego, el cual intentaba mantener el gesto y la actitud gallarda ante el fruncido entrecejo de tanto antepasado ilustre. Don Benito, jubón de terciopelo con cuello de golilla alechugada, calzones ajustados, medias negras y borceguíes de hebilla de plata, desde el sillón instalado en la cabecera de la gran mesa escuchaba con fingida seriedad las explicaciones que le daba su hijo intentando sustentar sus argumentos.