Aquellos fueron los años de mi infancia, en los que mi madre aún era fuerte, antes de que se manifestaran lo que según ella eran los imperdonables defectos de la edad. Faltaban dos años para que cumpliera los cincuenta cuando comenzó a cubrir todos los espejos con telas gruesas, pero el día que, siendo yo adolescente, le sugerí que se librara de los espejos, se opuso rotundamente. Allí siguieron mientras ella enfermaba. Testigos acusatorios, umbríos y silenciosos.
Sin embargo, en la fotografía de la enagua pétalo de rosa aún se sentía merecedora de su propio amor, y era en ese amor por sí misma en el que yo trataba de refugiarme. Lo que entonces yo ya sabía, creo, aunque no quisiera admitirlo, era que las fotografías constituían algo así como los documentos históricos de nuestra ciudad. Demostraban que, hacía ya muchos años, habían corrido tiempos más esperanzadores. Entonces tenía la sonrisa fácil, no forzada, y el miedo que con tanta facilidad podía convertirse en amargura aún no le había teñido la mirada.
«Era amigo del fotógrafo —decía—. Había venido a la ciudad a divertirse y el traje era parte del embuste de su amigo.»
Sabía que no podía preguntar «¿Qué embuste, mamá?», porque aquello la llevaría de vuelta a un lugar oscuro en el que su matrimonio era fruto de una broma pesada tramada una tarde entre dos niños. En lugar de eso preguntaba: «¿Quién había encargado la fotografía, mamá?».
«El mismísimo John Wanamaker», respondía. Su cara se encendía como una farola antigua, iluminada desde el interior. El resto de la habitación desaparecía como sumida en una densa niebla. Entonces no me daba cuenta de que en aquellos recuerdos no tenía cabida la presencia de una niña.
Mientras mi madre se dejaba arrastrar al pasado, donde era realmente feliz, yo me proclamaba la fiel guardiana de ese pasado. Sí tenía los pies fríos, yo se los cubría. Si la habitación quedaba demasiado oscura, me levantaba sin hacer ruido y encendía una lamparita de mesa que proyectaba un pequeño círculo de luz —no demasiado grande—, la justa para evitar que su voz se convirtiera en un terrorífico eco informe en mitad de la oscuridad. Afuera, en la calle que había delante de casa, los obreros contratados para instalar las ventanas de cristal tintado en la nueva iglesia ortodoxa griega —verdes, pues por algún motivo el cristal de ese color era más barato— pasaban cerca de la casa y en ocasiones hacían demasiado ruido como para no advertirlo. Cuando esto sucedía, me enfrentaba a la mirada perdida y somnolienta que se apoderaba de mi madre y pronunciaba aquellas palabras que pudieran devolverla a su ensoñación sobre el pasado.
«Aparecieron cinco chicas, no ocho», decía yo.
O bien, «Aquel apellido, Knightly, era irresistible».
Cuando echo la vista atrás, pienso en lo muy estúpida que debía de sonar, repitiendo como un loro las frases de jovencita enamorada de mi madre, aunque lo más valioso de nuestra casa en aquella época era que, por desatinado que fuera todo, en su interior podíamos destilarnos en un hombre, una mujer y una niña normales. Nadie tenía que ver a mi padre poniéndose el delantal para hacer horas extra cuando llegaba a casa del trabajo, ni ver cómo yo trataba de engatusar a mi madre para lograr que comiera.
«No supe que no estaba metido en el mundo de la moda hasta después de que me besara», solía decir.
«¿Y qué me dices de ese beso?»
Llegado ese momento siempre vacilaba. El beso y las semanas que lo siguieron debieron de ser maravillosos, pero no podía perdonar a mi padre por haberla llevado a Phoenixville.
«Nueva York —decía con gesto abatido mientras se miraba los pies, separados sobre el suelo—. Ni siquiera he estado allí.»
En nuestra casa solo tenían cabida las decepciones de mi madre, que yo contemplaba a diario como si colgaran de la puerta de la nevera: una lista estática que mi presencia no conseguía mitigar.
Supongo que estuve acariciándole la cabeza un buen rato. Por fin me llamó la atención el resplandor azul de un televisor que se encendía al otro lado de la calle. Cuando mis padres se mudaron a Phoenixville, este era un barrio próspero, lleno de familias jóvenes. Ahora, las casas construidas en la década de los cuarenta sobre parcelas de mil metros cuadrados solían alquilarse a parejas que no atravesaban su mejor momento. Mi madre siempre decía que era fácil distinguir a los arrendatarios porque dejaban que sus casas se pudrieran, aunque en mi opinión si la calle no se había convertido ya en un lugar en el que los ancianos solitarios morían lentamente, era gracias a ellos.
Llegó la noche y con ella el frío. Recorrí con la mirada el cuerpo de mi madre, envuelto en una doble capa de mantas, y supe que jamás volvería a asaltarle la inseguridad que provocan las fluctuaciones del aire o la luz.
«Se ha acabado —le dije—. Ya se ha acabado.»
Y por primera vez, sentí el aire vacío alrededor. Por primera vez no estaba cargado de amenazas ni de insignificante oxígeno.
Mientras me llenaba de ese mundo en blanco —en el que mi madre terminaba en el límite de su piel—, oí que sonaba el teléfono de la cocina. Rodeé el porche por detrás y pasé junto a la celosía. En el porche vacío de nuestro vecino de al lado vi al gato naranja del vecindario acicalándose. Cuando era pequeña, Sarah llamaba a esos gatos «mermelada de naranja». Me fijé en la vieja tapa de metal sostenida en ángulo sobre el cubo de basura de nuestro vecino, en el que los bordes de la bolsa de papel asomaban perfectamente doblados, y me dije que debía acordarme de sacar la basura de mi madre. Durante toda mi vida me había instruido sobre cómo colocar la bolsa de basura. «Las bolsas de papel, las de plástico, son como las sábanas. Si están bien dobladas, mejoran muchísimo.»
El teléfono no dejaba de sonar. Subí los tres escalones de madera y caminé hasta la puerta. Los pies de mi madre sobresalían por encima del primer escalón. Siempre se había quejado de que los contestadores automáticos que le llevaba no funcionaban. «Les tiene miedo —decía Natalie—. Mi padre cree que el cajero automático se le tragará el brazo.»
Mientras apartaba el cuerpo de mi madre lo justo para poder entrar en casa, me llegó un olor. El olor a líquido de encendedor y a carbón mezclados en el aire. En aquel momento el sonido del teléfono se había convertido en un martillo que me golpeara la cabeza desde dentro o una voz que me llamara desde una pesadilla.
Lo primero que vi al entrar en la cocina fue el taburete de peldaños debajo del teléfono de pared. El plástico rojo del asiento estaba rajado y llevaba unido con cinta adhesiva treinta y cinco años, más de una década después de que me sirviera como trona. Verlo en la cocina fue como ver un león solitario, mejor sería no prestarle atención. Pero se abalanzó sobre mí, rugiendo con el sonido del teléfono que tenía encima, devolviéndome a los momentos en que mi padre me sentaba en él. Vi a mi padre de joven, sonriente, y la muñeca temblorosa de mi madre que me acercaba melocotones y plátanos —aplastados a mano— a los labios. Cuánto se había esforzado y cuánto debió de odiarlo desde el principio.
Me agarré al auricular como si fuera un bote salvavidas.
— ¿Diga?
— ¿Necesitas ayuda?
La voz era anciana, débil, pero no me inquietó menos que si la hubiera oído al otro lado de la puerta. — ¿Cómo?
—Llevas en el porche un buen rato.
Más tarde recordaría que aquel fue el primer instante en que sentí miedo, el momento en que me di cuenta de que, según las normas del mundo exterior, lo que había hecho no admitía ninguna justificación.
— ¿Señora Leverton?
— ¿Estáis bien, Helen? ¿Le pasa algo a Clair?
—Mi madre está bien —respondí.
—Puedo avisar a mi nieto. No le importará echaros una mano.
—Mi madre quería salir al jardín.
Desde donde me encontraba podía mirar por la pequeña ventana que había sobre el fregadero y ver el jardín. Recuerdo a mi madre esforzándose por colocar una enredadera de modo que los Leverton no lograran ver nuestra casa desde su habitación del piso de arriba. «Ese hombre clavará los ojos en tus zonas más íntimas», decía mi madre, asomada a la ventana de mi habitación, justo encima de la cocina, mientras separaba los tallos y arriesgaba su vida y la de la planta para asegurarse de que el señor Leverton jamás viera nada. Tanto la enredadera como el señor Leverton llevaban años muertos.
— ¿Está Clair ahí fuera? —preguntó la señora Leverton—. Hace un frío espantoso.
Aquello me dio una idea.
—La está saludando con la mano —dije.
«La inocente —la llamaba mi madre—. Con esa pinta de no haber roto nunca un plato y estúpida a más no poder.»
Al otro lado de la línea se hizo el silencio.
—Helen —dijo por fin la señora Leverton, muy despacio—, ¿seguro que estáis bien?
— ¿Cómo dice?
—Tu madre jamás me saludaría. Lo sabes tan bien como yo. No tan estúpida, en realidad. —Pero gracias por decirlo.
Tenía que entrar el cuerpo de mi madre. Así de simple. — ¿No la ve? —arriesgué.
—Estoy en la cocina —respondió la señora Leverton—. Son las cinco, y siempre empiezo a preparar la cena a las cinco en punto.
La señora Leverton era la mejor. A sus noventa y seis años era la única integrante del vecindario totalmente en activo. Comparada con ella, mi madre no había sido nada. En realidad, la competición final entre mujeres parecía tan estúpida y ordinaria como las que se habían sucedido hasta entonces. A quién le crecía antes el pecho, quién se acostaba con el chico más popular, quién se casaba con un buen partido, quién tenía la mejor casa. En la vida de mi madre y de la señora Leverton, todo se reducía a quién viviría más años. Sentí ganas de decir: «Felicidades, señora Leverton. ¡Ha ganado!».
—Es usted asombrosa, señora Leverton.
—Gracias, Helen.
¿Es posible
oír
el orgullo?
—Le pediré a mi madre que entre en casa. Pero siempre hace lo que quiere.
—Sí, ya lo sé —respondió. Siempre había escogido sus palabras con mucha cautela—. Ven a verme cuando quieras y mis mejores deseos para tu madre.
Sus mejores deseos, me abstuve de comentar, eran tan improbables como el saludo de mi madre.
Colgué el auricular. Era probable que, al igual que mi madre, la señora Leverton también pensara que los teléfonos funcionaban mejor cuando iban sujetos a un cordón. Yo sabía que el año pasado había estado delicada de salud, pero según le había dicho a mi madre seguía haciendo ejercicio a diario y poniéndose a prueba con las capitales de estado y los ex presidentes.
—Increíble —dije para mí, y el eco húmedo de la palabra rebotó contra el linóleo verde y dorado. Quería salir corriendo y detallarle a mi madre la llamada de teléfono, pero cuando miré en su dirección a través de la puerta de vaivén, vi al gato naranja sobre su pecho, jugando como un cachorro con el lazo de su trenza.
Dentro de mí, la niña que siempre había protegido a su madre corrió a la puerta y ahuyentó al gato del porche, pero cuando vi que aquel enorme gato lleno de cicatrices al que mi madre había bautizado «Chico Malo» se acomodaba sobre su pecho y le agitaba la trenza por el lazo con las patas delanteras, me descubrí incapaz de moverme.
Al fin, después de todos estos años, la vida de mi madre se había apagado, y lo había hecho yo, del mismo modo que apagaría la mecha parpadeante de una vela a punto de extinguirse. En aquellos minutos, mientras ella peleaba para tomar aire, se había cumplido el sueño de mi vida.
El gato naranja siguió jugueteando con el lazo de su pelo hasta que logró deshacerlo, y el lazo salió disparado hacia arriba y aterrizó en la cara de mi madre. Fue entonces, el lazo rojo en su mejilla, el gato alargando la pata para alcanzarlo, cuando me llevé un puño a la boca para sofocar un grito.
Me senté en el suelo de la cocina. El cuerpo de mi madre seguía tendido al otro lado de la puerta. Sentí ganas de encender la luz del porche pero no lo hice. «Mirad esto —imaginé que les decía a los vecinos—. Aquí es donde termina todo.»
Aunque en realidad no lo creía. Creía, al igual que mi madre había hecho siempre, que estaban ellos y estábamos nosotros. «Ellos» eran la gente normal, feliz, y «nosotros» los que ya no podíamos estar más jodidos.
Recordé que cuando tenía dieciséis años le había echado agua en la cara. Recordé que había dejado de hablarle y que la había visto destrozada, como nunca hasta entonces, intentando aprender el lenguaje de las disculpas. Verla hacer aquello —admitir que se había equivocado— fue uno de los momentos más penosos de toda mi vida. Yo había intentado salvarla con mi cháchara sobre la asignatura de química y el examen de álgebra que acababa de suspender. Llenar los momentos de silencio en que ella paseaba por el borde de la alfombra y yo me quedaba sentada en la silla de mi habitación, conteniéndome.
Entonces me fijé en que, al otro lado del espeso seto que rodeaba el jardín de mi madre, Cari Fletcher salía de su casa con un plato de carne. Mientras se cerraba la puerta de su cocina y bajaba los tres escalones de madera en dirección a su jardín, con una cerveza en una mano y una radio portátil en la que escuchaba una emisora de deportes en la otra, imaginé un círculo de antorchas y un grupo de blancos exaltados vestidos con taparrabos que colocaban el cadáver de mi madre en una pira funeraria comprada por catálogo.
«Me gusta el hombre de al lado —había dicho mi madre cuando Cari Fletcher se mudó a la casa seis años atrás—. Es patético, lo que significa que es reservado.»
Ahora se encontraba al otro lado de la celosía, en un jardín que momentos antes había estado vacío.
Si Hilda Castle hubiera llamado un día más tarde, Sarah habría estado de visita ese fin de semana y me habría ayudado a subir a mi madre por las escaleras y a llevarla al baño. Sin embargo, lo más probable es que Sarah hubiera hecho algunas llamadas de teléfono. Las sencillas llamadas de teléfono que cualquiera en su sano juicio habría hecho. No me imagino a mi hija pequeña al lado de su abuela, sentada en su sillón de orejas toda embadurnada, y diciendo: «Mamá, matémosla. Es la única solución».
Me coloqué a cuatro patas, avancé hasta la puerta y miré el cuerpo de mi madre y después, a través del seto, al jardín de al lado. El señor Donnellson, que había vivido en su casa hasta que su familia lo llevó a una residencia de ancianos, hacía ya muchos años le había pedido a mi madre que se casara con él. «No nos queda nadie. ¿Por qué no nos hacemos compañía, Clair?», le había preguntado.