Sir Leicester está sentado como una estatua, contemplando el cruel índice que le está sacando la sangre a chorros del corazón.
—Dígaselo usted a Milady, Sir Leicester Dedlock, Baronet, de parte mía, del Inspector Bucket, el Detective. Y si a Milady le resulta difícil reconocerlo, dígale que no vale de nada, que el Inspector Bucket lo sabe, y sabe que pasó junto al soldado, como lo llama usted (aunque ya no está en el ejército), y sabe que ella sabe que pasó a su lado, en la escalera. Ahora bien, Sir Leicester Dedlock, Baronet, ¿por qué le cuento a usted todo esto?
Sir Leicester, que se ha tapado la cara con las manos y ha exhalado un solo gemido, le pide que se detenga un momento. Al cabo de un rato se aparta las manos de la cara, y hasta tal punto mantiene su dignidad y su aire de calma, aunque ya tiene la cara del mismo color que el pelo, que el señor Bucket se siente impresionado. Su actitud es como helada e inmóvil, lo que se añade a su coraza habitual de altivez, y el señor Bucket pronto detecta que habla con una lentitud desusada, y que de vez en cuando experimenta una curiosa dificultad para empezar las frases, que comienzan con sonidos inarticulados. Así es como rompe ahora el silencio; pero poco después se controla y dice que no puede comprender cómo un caballero tan fiel y celoso como el difunto señor Tulkinghorn podía no comunicarle nada de esa información tan dolorosa, inquietante, imprevista, abrumadora, increíble.
—Repito, Sir Leicester Dedlock, Baronet —responde el señor Bucket—, que le pida a Milady que lo aclare. Dígaselo a Milady, si le parece bien, de parte del Inspector Bucket, el Detective. Averiguará, o mucho me equivoco, que el difunto señor Tulkinghorn tenía la intención de comunicárselo todo a usted en cuanto considerase llegado el momento, y además que así lo había dado a entender a Milady. ¡Pero si quizá fuera a revelarlo la misma mañana en que yo examiné el cadáver! Usted no sabe lo que voy a hacer y a decir yo dentro de sólo cinco minutos, Sir Leicester Dedlock, Baronet, y de suponer que alguien me matase ahora, se podría usted preguntar por qué no le había dicho lo que fuera, ¿no es así?
Es cierto. Sir Leicester evita con alguna dificultad emitir esos raros sonidos y dice: «Es cierto». En ese momento se oye en el vestíbulo un gran clamor de voces. El señor Bucket, después de escuchar, va a la puerta de la biblioteca, la abre silenciosamente y vuelve a escuchar. Después vuelve atrás la cabeza y susurra, velozmente, pero con calma:
—Sir Leicester Dedlock, Baronet, este triste problema de familia ha empezado a extenderse, como temía yo que ocurriese, debido a la muerte tan repentina del señor Tulkinghorn. La única oportunidad de silenciarlo es dejar que esa gente que ha venido se enfrente ahora con sus lacayos. ¿Le importaría a usted quedarse sentado en silencio (por la familia) mientras yo observo? ¿Y querría usted limitarse a hacer un gesto de asentimiento cuando yo se lo pida?
Sir Leicester responde con voz torturada:
—Agente. Lo mejor que pueda. ¡Lo mejor que pueda! —y el señor Bucket asiente con la cabeza, y con un gesto sagaz del índice, sale silenciosamente al vestíbulo, donde rápidamente se apagan las voces. No tarda mucho en volver, unos pasos por delante de Mercurio y una deidad gemela, también empolvada y con calzones cortos de color melocotón, que transportan entre los dos una silla en la que se sienta un anciano inválido. Detrás vienen otro hombre y dos mujeres. El señor Bucket dirige el transporte de la silla con modales afables y reposados, despide a los mercurios y vuelve a cerrar la puerta con llave. Sir Leicester contempla esta invasión de los lugares sagrados con una mirada helada.
—Bueno, señoras y caballeros, es posible que ya me conozcan ustedes —dice el señor Bucket con voz llena de confianza—. Soy el Inspector Bucket de los Detectives. Y éstos —dice sacándose del bolsillo del pecho el bastoncillo que siempre lleva a mano— son mis poderes. Bien, deseaban ustedes ver a Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Muy bien! Ya lo ven, y observen ustedes que no todo el mundo puede presumir de tal honor. Usted, anciano, se llama Smallweed, así se llama usted; lo conozco bien.
—¡Sí, y nunca habrá oído usted decir nada malo de mí! —grita el señor Smallweed con voz alta y chillona.
—¿No sabrá usted por qué matan a los cerdos, verdad? —replica el señor Bucket con mirada firme, pero sin perder la calma.
—¡No!
—Pues los matan —dice el señor Bucket— porque tienen mucha jeta. No se vaya a poner
usted
en la misma situación, porque no es digno de usted. ¿No estará usted acostumbrado a hablar con sordos, verdad?
—Sí —gruñe el señor Smallweed—, mi mujer es sorda.
—Eso explica que hable usted en voz tan alta. Pero como ahora no está ella aquí, bájela usted una octava o dos, por favor, y no sólo se lo agradeceré yo, sino que le vendrá mejor a usted —dice el señor Bucket—. Este otro caballero se dedica a la prédica, ¿no es así?
—Se llama Chadband —interviene el señor Smallweed, que a partir de entonces habla en voz mucho más baja.
—Una vez tuve un amigo y sargento, ascendido al mismo tiempo que yo, que también se llamaba así —dice el señor Bucket, ofreciendo su mano—, y en consecuencia es un nombre que me agrada. ¿La señora Chadband, sin duda?
—Y la señora Snagsby —presenta el señor Smallweed.
—Marido papelero y amigo mío —señala el señor Bucket—. ¡Lo quiero como a un hermano! Bueno, ¿qué pasa?
—¿Se refiere usted a por qué hemos venido? —pregunta el señor Smallweed, un tanto sorprendido ante este repentino giro de las cosas.
—¡Ah! Me entiende usted perfectamente. Oigamos de qué se trata en presencia de Sir Leicester Dedlock, Baronet. Vamos.
El señor Smallweed llama con un gesto al señor Chadband y consulta con él durante un momento. El señor Chadband, que exuda grandes cantidades de aceite por los poros de la frente y de las manos, dice en voz alta:
—Sí. ¡Usted primero! —y vuelve a ocupar su sitio de antes.
—Yo era cliente y amigo del señor Tulkinghorn —chirría entonces el Abuelo Smallweed—; tenía negocios con él. Le era útil y él me era útil a mí. Krook, el difunto, era cuñado mío. Era el hermano de una arpía horrorosa, es decir, de la señora Smallweed. Me corresponden los bienes de Krook. Examino todos sus papeles y sus efectos. Todos se sacaron ante mis ojos. Había un fajo de cartas pertenecientes a un pensionista ya muerto, que estaba escondido en la trasera de un cajón al lado de la cama de Lady Jane, de la cama de su gata. Lo escondía todo y por todas partes. El señor Tulkinghorn quería esas cartas y se quedó con ellas, pero primero las leí yo. Soy hombre de negocios y les eché un vistazo. Eran cartas de la novia del pensionista, y se firmaba Honoria. Dios mío, qué nombre tan raro, Honoria. ¿No habrá una dama en esta casa que se firme Honoria? ¡Ah, no, creo que no! Ni tampoco con la misma letra, ¿verdad? ¡Ah, no, creo que no!
Al señor Smallweed le da un ataque de tos en medio de su triunfo y se interrumpe para exclamar: «¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Señor! ¡Estoy hecho pedazos!».
—Bueno, cuando esté usted dispuesto —dice el señor Bucket, tras esperar a que así ocurra— a referirse a algo que tenga que ver con Sir Leicester Dedlock, Baronet, ya sabe que aquí está sentado ese caballero.
—Pero ¿no me he referido ya a ello, señor Bucket? —grita el Abuelo Smallweed—. ¿Todavía no tiene que ver con el caballero? ¿Ni con el Capitán Hawdon y su siempre amante Honoria, y encima con su progenie? Bueno, pues entonces querría saber de quién son esas cartas. Eso tiene que ver conmigo, si es que no tiene que ver con Sir Leicester Dedlock. Quiero saber dónde están. No estoy dispuesto a permitir que desaparezcan en silencio. Se las entregué a mi amigo y abogado, el señor Tulkinghorn, y a nadie más.
—Pero se las pagó, como bien sabe, y muy bien además —dice el señor Bucket.
—A mí eso no me importa. Quiero saber quién las tiene. Y le voy a decir lo que queremos…, lo que queremos todos nosotros aquí presentes, señor Bucket. Queremos que la investigación de este asesinato sea más minuciosa y más a fondo. Sabemos cuál es el motivo y a quién beneficia, y usted no ha hecho lo suficiente. Si ese vagabundo de dragón de caballería de George tuvo algo que ver con él, no fue más que un cómplice, y alguien le guió. Y usted sabe mejor que nadie a quién me refiero.
—Pues le hoy a decir a usted una cosa —dice el señor Bucket, cuyos modales cambian instantáneamente cuando se acerca al viejo y comunica una fascinación extraordinaria a su dedo índice—: que me ahorquen si voy a permitir que ni un solo ser humano en el mundo me reviente el caso ni se meta en él ni se me adelante aunque sea en medio segundo, sea quien sea. ¿Quiere
usted
una investigación más minuciosa y más a fondo? ¿La quiere
usted
? ¿Ve usted esta mano y cree que yo no sé a qué hora exactamente alargarla para ponerla en el brazo que efectuó el disparo?
Tal es la fuerza terrible de este hombre, y tan terriblemente evidente es que no está jactándose de nada que no sea cierto, que el señor Smallweed empieza a presentar sus excusas. El señor Bucket se deshace de su repentina ira y lo interrumpe:
—Lo que le aconsejo es que no se ande usted preocupando por el asesinato. Eso es asunto mío. No tiene usted más que estar atento a la prensa, y no me extrañaría que leyera usted algo al respecto dentro de poco, si de verdad está atento. Yo conozco mi oficio, y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. Y ahora pasemos a las cartas. Usted quiere saber quién las tiene. No me importa decírselo. Las tengo yo. ¿Es éste el fajo?
El señor Smallweed mira con ojos codiciosos el paquetito que se saca el señor Bucket de una parte misteriosa de su levita y confirma que se trata del mismo.
—Y ahora, ¿qué tiene usted que decir? —pregunta el señor Bucket—. Y no abra demasiado la boca, porque no está usted demasiado guapo cuando hace eso.
—Quiero 500 libras.
—No, no es verdad; quiere usted decir 50 —dice el señor Bucket, bienhumorado.
Sin embargo, parece que el señor Smallweed quiere 500.
—He de decirle que tengo órdenes de Sir Leicester Dedlock, Baronet, de estudiar (sin reconocer nada ni comprometernos a nada) todo este asunto —prosigue el señor Bucket; Sir Leicester asiente mecánicamente con la cabeza—, y usted me pide que considere una propuesta de 500 libras. ¡Pues no es una propuesta razonable! Todavía 250 ya estaría mal, pero menos mal. ¿No prefiere usted decir 250?
El señor Smallweed está convencido de que no lo preferiría.
—Entonces —dice el señor Bucket—, vamos a ver lo que dice el señor Chadband. ¡Dios mío, cuántas veces he hablado con el sargento que era compañero mío y que llevaba el mismo nombre, y que era la persona más moderada en todos los respectos que jamás haya conocido yo!
Ante tal invitación, el señor Chadband da un paso adelante, y tras unas sonrisas oleaginosas y un oleaginoso frotar de las palmas de las manos pronuncia lo siguiente:
—Amigos míos, nos encontramos en este momento (Rachael, mi esposa, y yo) en las mansiones de los ricos y los grandes. ¿Por qué nos encontramos ahora en las mansiones de los ricos y los grandes, amigos míos? ¿Es porque nos han invitado? ¿Porque nos han invitado a celebrar un festín con ellos, porque nos han dicho que nos regocijemos con ellos, porque nos han rogado que vengamos a tocar el laúd con ellos, porque nos han rogado que vengamos a danzar con ellos? No. Entonces, ¿por qué estamos aquí, amigos míos? ¿Estamos en posesión de un secreto vergonzoso y exigimos, en consecuencia, cereales y vinos y aceites, o, lo que es lo mismo, dinero con objeto de guardar ese secreto? Probablemente sea así, amigos míos.
—Usted es un hombre de negocios, usted sí —replica el señor Bucket, muy atento—, y en consecuencia va usted a mencionar cuál es el carácter de su secreto. Tiene usted razón. Imposible expresarse mejor.
—Entonces, hermano mío, con el espíritu del amor —dice el señor Chadband con mirada astuta—, sigamos adelante. ¡Avanza, Rachael, esposa mía, avanza!
La señora Chadband, más que dispuesta, avanza hasta tal punto que da un empujón a su marido para dejarlo tras ella y se enfrenta al señor Bucket con su sonrisa ceñuda.
—Como quiere usted saber qué es lo que sabemos nosotros —dice ella—, se lo voy a decir. Yo ayudé a criar a la señorita Hawdon, la hija de Milady. Estaba yo al servicio de la hermana de Milady, que era muy sensible a la vergüenza que la había causado Milady y que hizo creer, incluso a Milady, que la niña había muerto (y casi había muerto) al nacer. Pero está viva y yo sé quién es. —Con esas palabras, una risa mordaz y un énfasis amargo en la palabra «Milady», la señora Chadband se cruza de brazos y mira implacable al señor Bucket.
—Supongo, pues —responde el agente—, que deseará
usted
un billete de 20 libras o un regalo que equivalga más o menos a lo mismo.
La señora Chadband se limita a reírse y le dice despectiva que igual podría «ofrecerle» 20 peniques.
—Y mi amiga, la esposa del papelero de los tribunales que está ahí —dice el señor Bucket, convocando a la señora Snagsby con el índice—. ¿Qué reclama usted, señora?
Al principio, la señora Snagsby no puede, debido a sus lágrimas y sus lamentos, establecer cuál es su reclamación, pero gradualmente sale a la luz que es una persona abrumada por las ofensas y las injurias, engañada muchas veces por el señor Snagsby, que la ha abandonado y obligado a mantenerse en la oscuridad, y cuya principal fuente de consuelo, en medio de estas circunstancias, ha sido la solidaridad del finado señor Tulkinghorn, quien mostró gran conmiseración por ella cuando vino a la plazoleta de Cook en ausencia del perjuro de su marido, y que últimamente le llevaba a él todos sus problemas. Según parece, con excepción de los presentes, todo el mundo ha estado conspirando en contra de la felicidad de la señora Snagsby. Por una parte, el señor Guppy, pasante de Kenge y Carboy, que al principio era más claro que el sol del mediodía, pero que de pronto se puso más cerrado que el cielo de la medianoche, bajo la influencia (sin duda) de los sobornos y las injerencias del señor Snagsby. Después, el señor Weevle, amigo del señor Guppy, que vivía misteriosamente encima de un callejón, debido a las mismas causas coherentes. Y después el difunto señor Krook, el difunto Nimrod y el difunto Jo, y todos ellos «estaban en el ajo». La señora Snagsby no dice explícitamente en qué ajo, pero sabe que Jo era hijo del señor Snagsby, con tanta claridad como si se hubiera anunciado a trompetazos, y siguió al señor Snagsby la última vez que fue a visitar al muchacho, y si no era su hijo, ¿por qué había ido a verlo? Desde hace algún tiempo, lo único que ha hecho en la vida ha sido seguir al señor Snagsby a todas partes, fuera donde fuera, e ir sumando las circunstancias sospechosas, y todas las circunstancias con las que ha tropezado han sido sospechosas, sospechosísimas, y así es cómo ha perseguido su objetivo de detectar y confundir al falso de su marido, noche y día. Así fue como hizo que los Chadband y el señor Tulkinghorn llegaran a conocerse, y como habló con el señor Tulkinghorn acerca del cambio producido en el señor Guppy y ayudó a crear las circunstancias que interesan actualmente a este grupo, sin darse cuenta de pasada, pues lo que más le sigue interesando es acabar con la denuncia de todo lo que le ha hecho el señor Snagsby y con una separación matrimonial. Todo ello es algo que la señora Snagsby, como esposa ofendida, como amiga de la señora Chadband, como seguidora del señor Chadband y como plañidera del señor Tulkinghorn, ha venido a certificar en la más estricta confianza, con todas las posibles confusiones e implicaciones posibles e imposibles, pues no tiene el más mínimo motivo pecuniario, ni más plan ni proyecto que el mencionado; y lleva consigo acá y acullá su propio clima denso de polvo, que surge del molino en constante funcionamiento de sus celos.