Casa desolada (80 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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Poco a poco empecé a recuperar fuerzas. En lugar de quedarme echada con aquella calma tan extraña, observando lo que hacían por mí, como si lo estuvieran haciendo por otra persona a la que yo compadeciera en silencio, empecé a ayudar un poco, y poco a poco cada vez más, hasta que empecé a valerme por mí misma, y me interesé y volví a sentir apego a la vida.

¡Qué bien recuerdo la agradable tarde en la que por primera vez me erguí sobre las almohadas en mi lecho para disfrutar de un estupendo té con Charley! La criaturita (sin duda enviada al mundo para cuidar de los débiles y de los enfermos) estaba tan contenta y tan ocupada, y se detenía tantas veces en sus preparativos para ponerme la cabeza en mi seno y acariciarme y llorar con lágrimas de alegría de lo feliz que se sentía, lo feliz que se sentía, que me vi obligada a decir: «¡Charley, si sigues así tendré que recostarme otra vez, cariño mío, porque será que estoy más débil de lo que yo pensaba!». Entonces, Charley se quedó más silenciosa que un ratón y fue con su cara radiante acá y allá por las dos habitaciones, saliendo de la sombra a la bendita luz del sol, y del sol a la sombra, mientras yo la contemplaba en paz. Cuando terminaron todos sus preparativos y estuvo lista ante mi lecho la bonita mesita del té, con sus golosinas para tentarme, con su mantelito blanco y sus flores, y todo lo que me había preparado con tanto cariño Ada en el piso de abajo, me sentí segura de tener suficientes fuerzas para decirle a Charley algo que llevaba un tiempo pensando.

Primero felicité a Charley por cómo se hallaba la habitación, que verdaderamente estaba tan fresca y ventilada, tan inmaculada y ordenada, que apenas si me podía imaginar que hubiera llevado yo tanto tiempo enferma. Aquello le encantó a Charley, cuya cara estaba más reluciente que nunca.

—Pero Charley —dije, mirando en mi derredor—, estoy segura de que me falta algo a lo que estoy acostumbrada.

La pobrecita Charley miró también en su derredor y meneó la cabeza, como si no se diera cuenta de que faltaba algo.

—¿Están todos los cuadros igual que antes? —le pregunté.

—Todos, señorita —dijo Charley.

—¿Y los muebles, Charley?

—Menos los que he movido para dejar más espacio, señorita.

—Sin embargo —dije—, echo de menos algunas de las cosas conocidas. ¡Ah, ya sé lo que es, Charley! Es el espejo.

Charley se levantó de la mesa, como si se le hubiera olvidado algo, y se fue al cuarto de al lado, y desde allí escuché sus gemidos.

Yo ya había pensado muchas veces en aquello. Ahora estaba segura. Podía dar gracias a Dios porque no me iba a llegar de sorpresa. Dije a Charley que volviera, y cuando volvió (al principio fingiendo una sonrisa, pero poniendo cara de pena a medida que se me iba acercando), la tomé en mis brazos, y le dije:

—No importa, Charley. Espero poder arreglármelas muy bien sin mi antigua cara.

Ya estaba yo lo bastante bien como para sentarme en una butaca e incluso para avanzar tambaleante hasta el cuarto de al lado, apoyada en Charley. También allí había desaparecido el espejo de su lugar habitual, pero no por ello era más duro soportar lo que me tocaba soportar.

Mi Tutor había deseado visitarme en todos los momentos, y ahora ya no había ningún motivo para que yo me negara aquella dicha. Vino una mañana, y cuando entró no pudo hacer más que abrazarme y decir: «¡Hija mía, querida!» Yo sabía desde hacía mucho tiempo (¿y quién iba a saberlo mejor que yo?) cuán generoso era el manantial de afecto y generosidad que manaba de su corazón, ¿y no quedaban mis triviales sufrimientos y cambios compensados por ocupar un lugar así en él? «¡Sí!», pensé. «Me ha visto, y me quiere más que antes; me ha visto, y me tiene todavía más cariño que antes, ¿cómo me voy a lamentar?».

Se sentó a mi lado en el sofá, e hizo que me apoyara en su brazo. Se quedó un rato tapándose la cara con la mano, pero cuando la apartó, recuperó su comportamiento de costumbre: es imposible que jamás haya habido, que jamás pueda haber, comportamiento más agradable.

—Mujercita —dijo—, qué momentos tan tristes hemos pasado. ¡Y qué mujercita tan inflexible has sido todo este tiempo!

—Pero con razón, Tutor —respondí.

—¿Con razón? —preguntó cariñosamente—. Claro, con razón. Pero ahí estábamos Ada y yo, totalmente abandonados y entristecidos, ahí estaba tu amiga Caddy, que iba y venía a todas horas, ahí estaba toda la gente de la casa, totalmente desolada y compungida, ahí estaba el pobre Rick, que esperaba y escribía (¡y me escribía a mí!), de ansiedad por ti.

Sabía lo de Caddy por las cartas de Ada, pero nada de Richard. Se lo dije.

—Bueno, querida mía —me contestó—, es que pensé que era mejor no mencionárselo a ella.

—¿Y dice usted que le ha estado escribiendo a
usted
? —pregunté, repitiendo la forma en que había subrayado él sus palabras—. ¡Como si no fuera natural que lo hiciese, Tutor, como si tuviera un mejor amigo al que escribir!

—Él cree que sí, amor mío —replicó mi Tutor—, y muchos. La verdad es que me escribió muy a su pesar, porque no podía escribirte a ti con esperanza alguna de respuesta; me escribió en tono frío, altivo, distante, resentido. Bueno, mujercita querida, tenemos que considerarlo con tolerancia. No es culpa suya. Jarndyce y Jarndyce lo ha sacado de sus casillas, y me ha pervertido a sus ojos. Sé que ha tenido ese mismo efecto en muchas ocasiones. Creo que si intervinieran en el asunto dos ángeles, también les cambiaría el carácter.

—A usted no se lo ha cambiado, Tutor.

—Ay, sí que me lo ha cambiado, cariño —dijo él, riéndose—. Ha hecho que el viento del Mediodía sople de Levante. No podría decirte con cuánta frecuencia. Rick no se fía, y sospecha de mí: va a ver abogados, que le enseñan a desconfiar y sospechar de mí. Oye decir que tengo intereses conflictivos con los suyos, que mis aspiraciones están en conflicto con las suyas, y lo que quieras. Mientras que el Cielo sabe que si yo pudiera escapar a las montañas de peluconeo en las que por desgracia lleva tanto tiempo enterrado mi apellido (cosa que no puedo hacer), o si pudiera eliminarlas mediante la extinción de mi propio derecho inicial (cosa que tampoco puedo hacer, y creo que no hay poder humano que pueda hacer, hasta tal punto hemos llegado), lo haría inmediatamente. Preferiría que Rick recuperase su carácter verdadero antes que gozar de todo el dinero que los pleiteantes muertos, destrozados en cuerpos y almas en la rueda de la Cancillería, han dejado sin reclamar ante el Contable General, y te aseguro, querida mía, que ese dinero bastaría para erigir una pirámide en memoria de la perversidad transcendental de la Cancillería.

—¿Es posible, Tutor, que Richard pueda tener sospechas de usted? —pregunté, sorprendida.

—Ay, amor mío, amor mío —dijo él—, es propio del sutil empozoñamiento de esos abusos incubar esas enfermedades. Tiene una infección de la sangre, y a sus ojos los objetos pierden sus aspectos naturales. No es culpa
de él
.

—Pero es una desgracia terrible, Tutor.

—Mujercita, lo que es una desgracia terrible es verse alguna vez succionado por la influencia de Jarndyce y Jarndyce. No conozco desgracia peor. Poco a poco, Rick se ha visto inducido a confiar en esa mala hierba, que comunica una parte de su maldad a todo lo que la rodea. Pero vuelvo a decir de todo corazón que hemos de tener paciencia con el pobre Rick y no echarle la culpa. ¡Cuántos corazones sanos no habré visto yo corrompidos por ese mismo medio!

No pude por menos de expresar algo de mi sorpresa y de mi pesar por el hecho de que sus intenciones tan benévolas y desinteresadas hubiesen valido de tan poco.

—No digamos eso, señora Durden —replicó en tono animado—. Creo que Ada está más contenta, de manera que eso llevamos de ganado. Creí que yo y los dos muchachos podríamos ser amigos, en lugar de enemigos desconfiados, y que en eso podríamos vencer al pleito, y ser lo bastante fuertes como para resistirnos a él. Pero era demasiado esperar. Jarndyce y Jarndyce fueron las cortinas de la cuna de Rick.

—Pero, mi querido Tutor, ¿no podemos esperar que un poco de experiencia le demuestre lo malo que es todo eso?

—Podemos
esperarlo
, Esther mía —dijo el señor Jarndyce—, y que esa experiencia no le llegue demasiado tarde. En todo caso, no debemos ser demasiado duros con él. Ahora mismo no hay demasiados hombres mayores y maduros que, si se vieran metidos en ese mismo Tribunal con otros pleiteantes, no se verían cambiados vitalmente y depreciados al cabo de tres años…, de dos…, de uno. ¿Cómo puede sorprendernos lo que le ocurre al pobre Rick? Un joven tan infortunado —y aquí bajó el tono de la voz, como si estuviera pensando en voz alta— que al principio no puede creer (y, ¿quién podría creerlo?) que la Cancillería es lo que es. Espera de ella, febril y esporádicamente, que haga algo por sus intereses y resuelva sus problemas. Ella le da largas, lo desilusiona, lo somete a pruebas y torturas; va limando sus esperanzas y su paciencia optimistas, gota a gota; pero él sigue esperando que ella haga algo, lo ansía y se encuentra con que todo su mundo es traicionero y huero. ¡Bien, bien, bien! ¡Basta ya de estas cosas, cariño mío!

Durante todo aquel tiempo me había tenido apoyada contra sí, y su ternura me resultaba algo tan precioso que apoyé la cabeza en su hombro y lo amé como si hubiera sido mi padre. No sé cómo, en aquel momento decidí en mi fuero interno ir a ver a Richard cuando me sintiera más fuerte para aclararle la realidad de las cosas.

—Hay temas mejores que ése —dijo mi Tutor para un momento tan feliz como el de la recuperación de nuestra querida muchachita. Y se me ha encargado que abordara uno de ellos en cuanto pudiera iniciar una conversación. ¿Cuándo puede Ada venir a verte, hija mía?

También yo había estado pensando en aquello. Un poco en relación con los espejos desaparecidos, pero no demasiado, pues sabía que mi niñita no cambiaría porque mi cara hubiera cambiado.

—Querido Tutor —dije—, como hace tanto tiempo que se lo tengo prohibido, aunque la verdad es que para mí es como la luz del día…

—Lo sé muy bien, señora Durden, muy bien.

Era tan bueno, su contacto expresaba una compasión y un afecto tan entrañables, y el tono de su voz me confortaba de tal modo el corazón, que me detuve un momento, porque no podía seguir. Me dijo:

—Ya sé, ya sé, estás cansada. Descansa un rato.

—Como hace tanto tiempo que tengo apartada a Ada —volví a empezar al cabo de un rato—, creo que me gustaría seguir sola algún tiempo, Tutor. Lo mejor sería que me alejara durante algún tiempo antes de volver a verla. Si Charley y yo pudiéramos irnos a una posada en el campo en cuanto yo pueda viajar, y si pudiera pasar allí una semana, para ir recuperando las fuerzas y respirar el aire libre, y contemplar la dicha de volver a ver a Ada, creo que sería lo mejor para todos.

Espero que no fuera mezquino por mi parte el desear irme acostumbrando a los cambios producidos en mí antes de enfrentarme a la mirada de la niñita a la que tan ardientemente deseaba volver a ver, pero es verdad. Eso es lo que deseaba. Estoy segura de que él me comprendió, pero no era eso lo que temía yo. Si hubiera sido una mezquindad, estoy segura de que él lo habría comprendido.

—Nuestra mujercita mimada —dijo mi Tutor— hará lo que desea, incluso cuando se muestra inflexible, aunque sé que esto costará algunas lágrimas en el piso de abajo. ¡Y fíjate! Aquí está Boythorn, el espíritu de la caballería andante, que jura en términos tan feroces que jamás se podrían transcribir, que si no vas a ocupar toda su casa, que él ha dejado vacía expresamente para eso, ¡por el Cielo y por la Tierra que la derribará y no dejará un ladrillo sobre otro!

Y mi Tutor me puso en la mano una carta, que no comenzaba normalmente diciendo «Querido Jarndyce», sino que se lanzaba directamente a decir: «Juro que si la señorita Summerson no viene a tomar posesión de mi casa, que dejo vacía para ella en el día de hoy a la una de la tarde», y después con toda seriedad y en los términos más enfáticos pasaba a hacer la extraordinaria declaración que había citado mi Tutor. No por reírnos por su contenido apreciamos menos al autor, y decidimos que al día siguiente le enviaría yo una carta de agradecimiento y aceptación de su oferta. A mí me parecía muy agradable, porque de todos los sitios que se me podían ocurrir, a ninguna me apetecía tanto ir como a Chesney Wold.

—Y ahora, mujercita —dijo mi Tutor mirando al reloj—, antes de subir aquí me dieron una hora fija, porque no tienes que cansarte demasiado, y he agotado mi tiempo hasta el último minuto. Me queda una última petición: la pobre señorita Flite, al oír el rumor de que estabas enferme, se ha venido sin más, a pie (20 millas, pobrecilla, con un par de zapatillas de baile), a ver cómo estabas. Gracias a Dios estábamos en casa, porque si no se hubiera vuelto a pie.

¡La conspiración de siempre para hacerme feliz! ¡Parecía que todo el mundo estuviera implicado en ella!

—Y ahora, cariño mío —dijo mi Tutor—, si no te resultara fatigoso permitir que te viniera a ver una tarde esa personilla inofensiva, antes de salvar a la casa de Boythorn (que por lo demás está muy apegado a ella) de la demolición, ¡creo que la dejarías más orgullosa y más complacida consigo mismo de lo que pudiera hacer yo (pese a que mi eminente apellido
es
Jarndyce) en toda mi vida!

No me cabe duda de que él comprendía que habría algo en la simple imagen de aquella pobre víctima que me penetraría la mente como una lección amable en aquellos momentos. Lo advertí mientras me hablaba. No pude decirle con suficiente sinceridad lo dispuesta que estaba yo a recibirla. Siempre le había tenido compasión, y nunca tanta como ahora. Siempre me había sentido contenta de mi humilde capacidad para confortarla en sus calamidades, pero nunca, ni la mitad de contenta que ahora.

Decidimos una fecha para que viniera la señorita Flite en la diligencia a compartir mi tempranera cena. Cuando se marchó mi Tutor, apoyé la cabeza en el sofá y recé para que se me perdonara si, pese a estar rodeada de tantas bendiciones, me había exagerado a mí misma la pequeña prueba que había tenido que sufrir. Me volvió a la mente la oración infantil de aquel antiguo cumpleaños, cuando había aspirado a ser industriosa, alegre y leal, y hacerle algo de bien a alguien, y lograr que alguien me quisiera, con una sensación de reproche al recordar de cuanta felicidad había gozado desde entonces, y todos los corazones afectuosos que se habían vuelto hacia mí. Si ahora me mostraba débil, ¿de qué me habían servido todas aquellas bendiciones? Repetí la vieja plegaria infantil con sus viejas palabras infantiles y vi que no había perdido su vieja capacidad para tranquilizarme.

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