Casa desolada (24 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¡Hola, amigo mío! —exclama el abogado, y golpea en la puerta con su palmatoria de hierro.

Cree haber despertado a su amigo. Éste yace un poco vuelto de lado, pero no cabe duda de que tiene los ojos abiertos.

—¡Eh, amigo mío! —vuelve a exclamar—. ¡Oiga! ¡Oiga!

Mientras golpea en la puerta, la vela que llevaba tanto tiempo agonizando se apaga y lo deja en la oscuridad, con los ojos vacíos de las contraventanas contemplando la cama.

11. Nuestro querido hermano

Algo que toca la mano arrugada del abogado mientras éste se halla en el cuarto a oscuras lo sobresalta, y exclama:

—¿Qué pasa?

—Soy yo —replica el viejo dueño de la casa, dándole con el aliento en la oreja—. ¿No puede despertarle?

—No.

—¿Qué ha hecho usted con su vela?

—Se me ha apagado. Aquí está.

Krook la toma, se acerca al fuego, se inclina ante las ascuas rojas y trata de encenderla. Las brasas moribundas no le dan fuego, y sus intentos son vanos. El viejo murmura, tras llamar sin resultado a su huésped, que va a bajar para traer una vela encendida de la tienda, y se marcha. El señor Tulkinghorn, por algún nuevo motivo que se le ha ocurrido, no espera a que vuelva a la habitación, sino que sale a las escaleras.

Pronto se ve en la pared el brillo de la ansiada vela, cuando Krook vuelve a subir lentamente, con su gata de ojos verdes a los talones.

—¿Duerme generalmente así este hombre? —pregunta el abogado en voz baja.

—¡Je! No lo sé —dice Krook sacudiendo la cabeza y levantando las cejas—. No sé casi nada de sus costumbres; sólo que es muy reservado.

Mientras susurran estas palabras, entran juntos en la habitación. Al entrar la luz, los grandes ojos de las contraventanas se oscurecen y parecen cerrarse. No así los ojos del que está en la cama.

—¡Dios nos ayude! —exclama el señor Tulkinghorn—. ¡Ha muerto!

Krook deja caer la pesada mano que ha tomado, tan de golpe que el brazo se queda balanceando al lado de la cama.

Se miran el uno al otro un momento.

—¡Mande a buscar un médico! Llame a la señorita Flite, la de arriba, señor. ¡Hay veneno junto a la cama! Llame a Flite, por favor —dice Krook con las flacas manos abiertas sobre el cadáver, como las alas de un vampiro.

El señor Tulkinghorn va corriendo al descansillo y llama:

—¡Señorita Flite! ¡Flite! ¡Venga corriendo, sea usted quien sea! ¡Flite!

Krook lo sigue con la mirada y mientras el otro llama encuentra una oportunidad de deslizarse hasta el viejo portamantas y volver a toda prisa.

—¡Corra, Flite, corra! ¡El doctor que haya más cerca! ¡Vaya corriendo! —es lo que dice Krook a una mujercita loca que es su huésped femenino, que aparece y desaparece en un instante y vuelve en seguida acompañada de un médico malhumorado arrancado a su cena, con el bigote manchado de tabaco y un marcado acento escocés.

—¡Pues sí! Bendita sea su alma —dice el médico mirándolos tras hacer un reconocimiento rápido—. Está más muerto que un Faraón.

El señor Tulkinghorn, que se halla junto al portamantas, pregunta si hace algún tiempo que ha muerto.

—¿Algún tiempo, señor mío? —pregunta el médico—. Lo más probable es que lleve muerto unas tres horas.

—Más o menos eso, diría yo —observa un joven de pelo negro desde el otro lado de la cama.

—¿También pertenece usted a la clase médica, caballero? —pregunta el primero.

El joven moreno dice que sí.

—Entonces me marcho —replica el otro—, porque aquí yo no puedo hacer nada —con cuya observación termina su breve visita y se vuelve a casa a terminar de cenar.

El joven médico moreno pasa la vela una vez tras otra por encima de la cara y examina atentamente al copista, que ha justificado su nombre adoptivo al convertirse verdaderamente en Nadie.

—Conocía muy bien de vista a esta persona —dice—. Me compraba opio desde hace año y medio. ¿Es alguno de ustedes pariente de él? —pregunta con una mirada a los tres testigos.

—Yo era su casero —responde lúgubre Krook, que toma la vela de la mano que le alarga el médico—. Una vez me dijo que yo era su pariente más cercano.

—Ha muerto —dice el médico— de una sobredosis de opio, sin lugar a dudas. Toda la habitación apesta a opio. Aquí mismo —tomando una tetera vieja de manos de Krook— hay suficiente para matar a una docena de personas.

—¿Cree usted que lo hizo adrede? —pregunta Krook.

—¿Tomarse la sobredosis?

—¡Sí! —Krook casi chasquea la lengua, pues está lleno de interés malsano.

—No puedo decirlo. Lo considero improbable, pues tenía la costumbre de consumir mucho. Pero no se puede saber. Supongo que era muy pobre.

—Supongo que sí. Su cuarto… no es el de un rico —dice Krook, que tiene la misma mirada que su gato, y lo contempla todo con curiosidad. Pero yo nunca había entrado en él desde que lo tomó, y era demasiado reservado para decirme cómo estaba de dinero.

—¿Le debía el alquiler?

—Seis semanas.

—Pues no se lo va a pagar ya —dice el joven, que reanuda su reconocimiento—. No cabe duda de que, efectivamente, está más muerto que un Faraón, y a juzgar por su aspecto y su estado yo diría que ha sido una liberación. Y eso que debe haber tenido buena figura de joven, y buen aspecto. —Dice esto no sin sentimiento, mientras se sienta al borde de la cama, la cara vuelta hacia la del muerto y la mano sobre el corazón de éste—. Recuerdo haber pensado alguna vez que había en sus modales, pese a su rudeza, algo que revelaba a alguien que había venido a menos. ¿Acerté? —pregunta mirando a su alrededor.

—A mí es como si me preguntara por las señoras cuyo pelo tengo metido en bolsas ahí abajo. No sé más de él que era mi huésped desde hacía un año y medio y que vivía (o malvivía) de hacer copias. No sé más —replica Krook. Durante este diálogo el señor Tulkinghorn se ha mantenido apartado junto al portamantas, con las manos a la espalda, igualmente distante, según todas las apariencias, de los tres tipos de interés exhibidos junto a la cama: el interés profesional del joven médico ante la muerte, perceptible como algo distinto de sus observaciones sobre el fallecido como persona; la morbosidad del anciano y el temor reverencial de la viejecita local. Su cara imperturbable se ha mantenido tan inexpresiva como sus sombrías ropas. Ni siquiera se podría decir si ha pasado todo este rato pensando. No ha dado muestras de paciencia ni de impaciencia, de atención ni de abstracción. No ha mostrado más que su exterior. Sería más fácil deducir el tono de un instrumento musical delicado por su exterior que el tono del señor Tulkinghorn por su exterior.

Ahora se interpone y se dirige al joven médico con su aire impasible y profesional:

—Vine aquí —observa— justo antes que usted con la intención de dar a este hombre que acaba de morir, y a quien nunca había visto en vida, algo de trabajo en su oficio de copista. Había oído hablar de él a mi papelero: Snagsby, de Cook’s Court. Como aquí nadie sabe nada de él, quizá conviniera mandar a llamar a Snagsby. ¡Ah! —dirigiéndose a la viejecita loca que lo ha visto muchas veces en los tribunales, y a quien él también ha visto muchas veces en el Tribunal, y que propone, con gestos mudos y atemorizados, ir a buscar al papelero—. ¿Por qué no va usted?

Cuando se va ella, el médico renuncia a su investigación desesperanzada y cubre al muerto con la colcha llena de remiendos. El señor Krook y él intercambian una o dos palabras. El señor Tulkinghorn no dice nada, pero se mantiene en todo momento junto al viejo portamantas.

El señor Snagsby llega corriendo con su bata gris y sus manguitos.

—Dios mío, Dios mío —dice—, ¡pensar que iba a ocurrir esto! ¡Dios se apiade de nosotros!

—Snagsby, ¿puede usted dar a la persona de la casa alguna información acerca de este pobre ser? —pregunta el señor Tulkinghorn—. Parece que estaba atrasado en el alquiler. Y comprenderá usted que hay que enterrarlo.

—Bueno, señor —dice el señor Snagsby con su tosecilla de pedir excusas, tapándose la boca con la mano—. La verdad es que no sé qué puedo aconsejar, salvo mandar a buscar al bedel
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—No hablo de consejos —replica el señor Tulkinghorn—. Yo podría aconsejar…

—Nadie mejor que usted, señor, claro —dice el señor Snagsby con su tosecilla de deferencia.

—Hablo de que nos dé alguna indicación de sus relaciones, o de dónde procedía, o cualquier cosa que sepa usted de él.

—Le aseguro, señor —dice el señor Snagsby, tras prefaciar su respuesta con su tosecilla propiciatoria en general—, que no tengo más idea de dónde procedía que…

—Que de adónde se ha ido, quizá —dice el médico para ayudarlo.

Una pausa. El señor Tulkinghorn mira al papelero. El señor Krook, con la boca abierta, mira a ver si hay alguien que hable después.

—Y en cuanto a su familia, caballero —dice el señor Snagsby—, si alguien viniera a decirme: «Snagsby, hay 20.000 libras para ti, depositadas en el Banco de Inglaterra, si me das el nombre de un solo pariente», pues ni aún así podría decírselo, señor. Hace más o menos un año y medio, que yo sepa, cuando vino a alojarse aquí en la trapería…

—¡Exactamente! —corrobora el señor Krook.

—Hace más o menos un año y medio —continúa diciendo el señor Snagsby, fortalecido— vino una mañana a mi casa después del desayuno y cuando vio a mi mujercita (que es como suelo yo llamar a la señora Snagsby) en la tienda le enseñó una muestra de su letra y le dio a entender que buscaba trabajo de copista y que estaba, por no andar con circunloquios (frase que es un eufemismo favorito del señor Snagsby y que siempre pronuncia con una especie de sinceridad pugnaz) en mala situación. Por lo general, a mi mujercita no le agradan los desconocidos, sobre todo, por no andar con circunloquios, cuando vienen a pedir algo. Pero había algo en él que la impresionó; fuera porque iba sin afeitar, o porque llevaba el pelo largo, o por cualquier otro motivo de esos que impresionan a las mujeres, lo que ustedes prefieran, pero el hecho es que le aceptó la muestra y la dirección. Mi mujercita no tiene buen oído para los nombres —prosigue el señor Snagsby tras consultar su tosecilla de reflexión mientras se tapa la boca con la mano— y creyó que Nemo sería algo así como Nimrod. En consecuencia de lo cual que empezó a decirme en todas las comidas: «Señor Snagsby, ¡todavía no le ha encontrado nada a Nimrod!», o «Señor Snagsby, ¿por qué no le ha dado a Nimrod los 38 folios de la Cancillería?», y cosas así. Y así fue cómo gradualmente empezó a hacernos trabajos externos, y eso es lo único que sé de él, salvo que escribía rápido y que no le asustaba trabajar de noche, y que si le daba uno, digamos, 45 folios el miércoles por la noche se lo traía hecho el jueves por la mañana. Todo lo cual, como no tengo duda, confirmaría mi honorable amigo si estuviera en condiciones de hacerlo —termina diciendo como en busca de confirmación el señor Snagsby con un gesto cortés del sombrero hacia la cama.

—¿No convendría —pregunta el señor Tulkinghorn a Krook— que mirase usted a ver si tiene algún documento que nos aclare algo? Va a haber que celebrar una encuesta y le van a preguntar si lo ha hecho. ¿Sabe usted leer?

—No, no sé —replica el anciano con una sonrisa repentina.

—Snagsby —dice el señor Tulkinghorn—, si este hombre no sabe leer, mire usted por esta habitación en su lugar. Si no, va a ser él quien tenga problemas o dificultades. Como ya estoy aquí, si se dan ustedes prisa, esperaré, y después podré declarar por él, si es que llega a ser necesario, que todo se ha hecho como se debía. Amigo mío, si mantiene usted en alto la vela para el señor Snagsby, pronto averiguará si hay algo por aquí que le sirva de ayuda.

—En primer lugar, señor, hay un portamantas viejo —dice Snagsby.

—¡Vaya, pues es verdad! —El señor Tulkinghorn parece no haberlo visto antes, aunque está justo a su lado, y aunque Dios sabe que no hay muchas más cosas en la habitación.

El trapero sostiene la luz y el papelero realiza la búsqueda. El médico se apoya en la esquina de la chimenea; la señorita Flite mira y tiembla junto al umbral. El viejo erudito de la vieja escuela, con sus calzones negros mate atados con lazos bajo las rodillas, su gran chaleco negro, su levita negra de largas mangas y su trocito de pañuelo blanco y blando, anudado con el lazo que la Nobleza conoce tan bien, sigue exactamente en el mismo sitio y con la misma actitud.

En el viejo portamantas hay algo de ropa sin valor, un manojo de resguardos de casas de empeños, cual billetes de peaje expedidos en la carretera de la Pobreza; hay unos papeles arrugados que huelen a opio, en los que están garabateados recordatorios, como «tal y tal día tomé tantos granos», «tal y tal día tomé tantos más», iniciados hace algún tiempo, como con la intención de continuar regularmente, pero abandonados al cabo de poco tiempo. Hay unos trozos sucios de periódico, todos ellos referidos a Encuestas del Coroner
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; no hay nada más. Buscan en la alacena y en el cajón del escritorio manchado de tinta. No hay ni un fragmento de una carta antigua ni ningún otro escrito. El joven médico examina lo que lleva puesto el copista. No encuentra más que una navaja y unas cuantas monedas de medio penique. Después de todo, la sugerencia del señor Snagsby es una sugerencia práctica, y hay que llamar al bedel.

Así que la viejecita loca va a buscar al bedel y los demás salen de la habitación. El médico dice:

—¡No deje ahí al gato! No estaría bien —ante lo cual el señor Krook echa a la gata para que salga antes que él, y el animal baja furtivamente las escaleras, enroscando la flexible cola y lamiéndose los labios.

—¡Buenas noches! —dice el señor Tulkinghorn, y se va a casa con su Alegoría y sus meditaciones.

La noticia ya ha llegado a la plazuela. Se reúnen grupos de sus habitantes a comentar lo ocurrido, y las avanzadillas del ejército de observación (integradas, sobre todo, por muchachos) llegan hasta la ventana del señor Krook, que someten a un estrecho cerco. Ya ha subido al cuarto un policía, que ha vuelto a bajar a la puerta, donde queda erguido como una torre, sin condescender más que de vez en cuando a mirar a los muchachos que hay en su base. Perkins, que llevaba unas semanas sin hablarse con la señora Piper, debido a un incidente en el que el joven Perkins le «atizó» al joven Piper «un sopapo», reanuda sus relaciones de amistad, dado lo fausto de la circunstancia. El mozo de la taberna de la esquina, que es un observador privilegiado, pues posee un conocimiento oficial de la vida y a veces tiene que tratar con borrachos, intercambia información confidencial con el policía, y tiene todo el aspecto de ser un joven inexpugnable, inasaltable por las porras e indetenible en las comisarías. La gente se habla desde las ventanas de uno a otro lado de la plazuela, y de Chancery Lane llegan corriendo a toda prisa exploradores sin sombrero para enterarse de lo que pasa. En general, parece existir la sensación de que es una suerte que no se cargaran primero al señor Krook, mezclada con un pequeño desencanto natural de que no haya sido así. En medio de esta sensación, llega el bedel.

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