Por lo demás, es un inquilino tranquilo, lleno de trucos y recursos útiles, como ya se ha mencionado, que sabe cocinar y limpiar por sí solo, además de hacer trabajos de carpintería, y que va manifestando tendencias sociables cuando caen sobre la plazoleta las sombras del atardecer. En esas horas, cuando no recibe la visita del señor Guppy, o de una miniatura de éste a la que casi no se ve bajo su chistera oscura, sale de su cuarto gris (donde ha heredado el escritorio lleno de manchas de tinta) y charla con Krook, o «es muy campechano», como dicen encomiásticamente en la plazoleta de todo el que esté dispuesto para la charla. En consecuencia de lo cual, la señora Piper, primera dama de la plazoleta, se siente impulsada a hacer dos observaciones a la señora Perkins: la primera es que si su Johnny se dejara las patillas, ojalá que fuesen como las de ese joven, y la segunda, «y tome nota de lo que le digo, señora Perkins, y no se sorprenda, ¡pero no me extrañaría nada que ese joven acabe por ser el heredero del señor Krook!».
En un barrio bastante feo y bastante maloliente, aunque uno de sus cerros porta el nombre de Monte Agradable, es donde el silfo Smallweed, de nombre de pila Bartholomew, y apodado en familia Bart, pasa la escasa parte de su tiempo que no le ocupan el bufete y las actividades conexas. Vive en una callejuela estrecha, siempre solitaria, sombría y triste, enladrillada por todos sus costados como una tumba, pero donde todavía queda el muñón de un árbol añoso, que exhala tantos aromas de frescor y naturaleza como el señor Smallweed exhala de juventud.
Desde hace varias generaciones, en la familia Smallweed no ha habido más que un niño. Ha habido ancianitos de ambos sexos, pero no ha habido niños hasta que a la abuela del señor Smallweed, todavía viva, se le empezó a reblandecer el cerebro y cayó (por primera vez en su vida) en un estado de infantilismo. No cabe duda de que con gracias infantiles tales como la total carencia de capacidad de observación, de memoria, de comprensión y de interés, la abuela del señor Smallweed ha aportado la alegría a la vida de la familia.
En la casa también vive el abuelo del señor Smallweed. Está totalmente impedido de las extremidades inferiores, y casi totalmente de las superiores, pero la cabeza la tiene intacta. En ella caben, con la misma perfección de siempre, las cuatro reglas de la aritmética y un cierto número de hechos indiscutibles. En cuanto a capacidad para tener ideas, reverencia, imaginación y otros atributos frenológicos, esa cabeza no está disminuida en nada. Todo lo que se ha metido el abuelo del señor Smallweed en la cabeza a lo largo de su vida han sido larvas para empezar y siguen siendo larvas para terminar. Jamás ha dado a luz una sola mariposa.
El padre de este agradable abuelo, del barrio de Monte Agradable, era una especie de araña bípeda con piel de paquidermo y obsesionada por el dinero, que tejía para atrapar moscas confiadas y después retirarse a su agujero hasta tenerlas bien atrapadas. El Dios de aquel viejo pagano se llamaba Interés Compuesto. Vivió por él, se casó por él, murió por él. Cuando sufrió grandes pérdidas en una pequeña y honesta empresa, en la cual se trataba de que todas las pérdidas las sufriera la otra parte, se rompió algo en su interior (algo necesario para su existencia, luego no puede haber sido el corazón), y así terminó su carrera. Como no tenía buena fama y se había educado en una escuela de caridad, en cursos en los que había memorizado perfectamente los antiguos pueblos de los amorreos y los heteos, solía decirse de él que era un buen ejemplo de lo poco que vale la educación.
Su espíritu se transmitió por conducto a su hijo, a quien siempre había aconsejado que se «lanzara» cuanto antes, y a quien colocó de auxiliar en el despacho de un escribano astuto cuando cumplió los doce años. Allí fue donde cultivó el joven su inteligencia, que era de índole famélica y ansiosa, y al ir desarrollando las características familiares, fue ascendiendo gradualmente en la profesión de prestamista. Se lanzó de joven y se casó de edad madura, igual que había hecho su padre antes que él, y también él engendró un hijo famélico y ansioso, que a su vez se lanzó de joven y se casó en su madurez, y fue padre de los mellizos Bartholomew y Judith Smallweed. Durante todo el tiempo que consumió este lento crecimiento del árbol genealógico, la casa de Smallweed, en la que todos se lanzan jóvenes y se casan maduros, ha ido reforzando su carácter práctico, ha ido desechando todas las diversiones, desaprobando todos los libros de cuentos, los cuentos de hadas, las novelas y las fábulas, y ha ido extirpando todo género de frivolidades. A eso se debe el que haya tenido la satisfacción de no contar nunca con un niño entre sus miembros, y el que los hombrecitos y las mujercitas que ha engendrado se hayan señalado por su parecido con simios viejos y deprimidos.
En estos momentos, en la salita sombría a unos cuantos pies por debajo del nivel de la calle (una salita gris, fea, adornada únicamente por una tapicería de fieltro de lo más burdo y por unas bandejas de té del más duro de los hierros, y que en lo ornamental constituye una perfecta representación de la mentalidad del Abuelo Smallweed), sentados en dos sillas de portero
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, de crin negra, negra, el señor y la señora Smallweed tienen la costumbre de pasar el tiempo vigilando, y en el saliente de la chimenea entre ellos hay una especie de horca de cobre para los asados, que también supervisa él cuando se está utilizando. Bajo el asiento del venerable señor Smallweed, y protegido por las piernecillas raquíticas de éste, hay un cajón que, según se dice, contiene sumas fabulosas. A su lado hay un cojín de reserva, que siempre tiene dispuesto, con objeto de tener algo que tirar a la venerable compañera de su respetable ancianidad cada vez que ella menciona algo relativo al dinero, tema al cual él es sumamente sensible.
—¿Y dónde está Bart? —pregunta el Abuelo Smallweed a Judy, la hermana gemela de Bart.
—
Entoavía
no ha
llegao
—responde Judy.
—Es la hora del té, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿cuánto crees tú que falta?
—Diez minutos.
—¿Qué?
—Diez minutos —eleva la voz Judy.
—¡Vaya! —dice el Abuelo Smallweed—. Diez minutos.
Cuando la Abuela Smallweed, que ha estado murmurando y meneando la cabeza en la dirección de los trébedes, oye que se mencionan cifras, las relaciona con dinero, y chilla, como un loro viejo, horrible y desplumado:
—¡Diez billetes de diez libras!
Inmediatamente, el Abuelo Smallweed le tira el cojín.
—¡Cierra el pico, maldita sea! —exclama el bondadoso anciano.
El efecto de este exabrupto es doble. No sólo hace a la señora Smallweed hundir la cabeza en un lado de su silla de portero, y le hace revelar, cuando su nieta la saca de allí, un bonete en muy mal estado, sino que el esfuerzo realizado rebota sobre el propio señor Smallweed, que cae hacia atrás en su silla de portero, como un títere roto. Como en esos momentos el excelente anciano no es sino un saco de ropa revestido de una gorra negra, no tiene un aspecto muy animado hasta que su nieta lo somete a dos operaciones, la primera consistente en sacudirlo como si fuera un enorme frasco y la segunda en golpearlo y aporrearlo como si fuera una enorme almohada. Cuando por estos medios va apareciendo en él una semblanza de cuello, él y la compañera del crepúsculo de su vida vuelven a quedarse sentados frente a frente en sus dos sillas de portero, como un par de centinelas olvidados tiempo ha en su puerto por el Sargento de las Tinieblas: la Muerte.
Judy, la gemela, es una digna compañera de estos dos personajes. Es tan indudable que se trata de la hermana del más joven de los señores Smallweed, que si se fundieran los dos en uno solo apenas si resultaría una persona joven de medianas proporciones, y al mismo tiempo es un ejemplo tan perfecto del parecido de esta familia a la tribu de los simios, que podría ataviarse con un vestido y una gorra de lentejuelas y pasearse por la tapa de un organillo sin suscitar demasiados comentarios como espécimen raro. Sin embargo, en estos momentos sólo lleva un vestido sencillo y austero de paño negro.
Judy nunca tuvo una muñeca, nunca oyó hablar de la Cenicienta, nunca jugó a nada. Una o dos veces estuvo en compañía de niños, cuando ella tenía unos diez años, pero los niños no se podían entender con Judy, y Judy no se podía entender con ellos. Parecía un animal de otra especia, y ambas partes experimentaron una repugnancia mutua instintiva. Es muy dudoso que Judy sepa reírse. Ha visto la risa tan pocas veces que lo más probable es que no sepa de qué se trata. Desde luego, es imposible que tenga la menor idea de lo que es una risa juvenil. Si intentara lanzar ella una, le tropezaría en los dientes, pues imitaría con los gestos de la cara, igual que ha imitado inconscientemente todos sus demás gestos, a su modelo: la más sórdida vejez. Así es Judy.
Y su hermano gemelo sería incapaz de bailar un trompo aunque le fuera en ello la vida. No sabe quiénes fueron Jack el Matagigantes ni Simbad el Marino, igual que no sabe nada de la gente que habita en las estrellas. Sería tan capaz de jugar a la rana o a los bolos como de transformarse él mismo en rana o en bolo. Pero tiene mucha más suerte que su hermana, porque en su limitadísimo mundo se ha abierto una puerta a perspectivas más amplias, como las que se hallan en los horizontes del señor Guppy. De ahí su admiración por esa luminaria y su deseo de emularla.
Judy, con grandes ruidos y aspavientos, pone en la mesa una de las bandejas de hierro y coloca las tazas y los platillos. Pone el pan en un cesto de hierro y la mantequilla (que no es mucha) en un platito de peltre. El Abuelo Smallweed mira fijamente mientras le sirven el té y pregunta a Judy dónde está la chica.
—¿Se refiere usted a Charley? —pregunta Judy.
—¿Qué? —dice el Abuelo Smallweed.
—¿Si se refiere usted a Charley?
Eso impulsa un resorte en la Abuela Smallweed, que con una mueca dirigida, como siempre, hacia los trébedes, exclama:
—¡Ya cruzó los mares! ¡Charley cruzó los mares, Charley cruzó los mares, los mares cruzó Charley, Charley cruzó los mares, los mares cruzó Charley!
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—todo ello con gran energía. El Abuelo mira hacia el cojín, pero todavía no se ha recuperado lo bastante de su reciente esfuerzo.
—¡Ja! —exclama cuando se produce el silencio—… Como se llame. Come muchísimo. Más valdría darle algo y que se pagara ella la comida.
Judy hace un guiño igual que los de su hermano, niega con la cabeza y forma un «no» con la boca, sin llegar a pronunciarlo.
—¿No? —replica el viejo—. ¿Por qué no?
—Necesitaría seis peniques al día y podemos darle de comer por menos que eso —dice Judy.
—¿Seguro?
Judy responde con un gesto preñado de sentido y mientras va untando el pan de mantequilla con grandes precauciones para no malgastar nada, y va cortándolo en rodajas, llama:
—¡Eh, Charley! ¿Dónde andas?
Una muchachita vestida con un burdo delantal y un gorro enorme, con las manos húmedas y llenas de jabón y un cepillo áspero en una de ellas, acude tímida a la llamada y hace una reverencia.
—¿Qué andas haciendo? —pregunta Judy con un gruñido, como una arpía rabiosa.
—Estaba limpiando el desván de arriba, señorita —replica Charley.
—Pues limpia bien y no pierdas el tiempo. ¡Ya sabes que no soporto la vagancia! ¡Rápido! ¡Vamos! —grita Judy mientras da una patada en el suelo—. ¡Cómo está el servicio!
Cuando la austera matrona vuelve a su tarea de rebañar la mantequilla y cortar el pan cae sobre ella la sombra de su hermano, que mira por la ventana. Cuchillo y pan en ristre, le abre la puerta.
—¡Vaya, vaya, Bart! —dice el Abuelo Smallweed—. Ya has llegado, ¿eh?
—Ya he llegado —dice Bart.
—¿Has vuelto a salir con tu amigo, Bart?
Pequeños gestos de asentimiento.
—¿Te ha pagado la comida, Bart?
Más pequeños gestos.
—Muy bien. Haz que te pague lo más posible, y que su tontería te sirva de ejemplo. Es para lo que vale un amigo así. Es lo único de que te puede valer —dice el venerable sabio.
Su nieto, que no recibe ese buen consejo con demasiado respeto, le concede todo el reconocimiento que pueda caber en un guiño y una inclinación de cabeza, y ocupa una silla a la mesa del té. Entonces, las cuatro caras de viejos se ciernen sobre las tazas, como un grupo de querubines deformes; la señora Smallweed no para de volver la cabeza a murmurar algo en dirección a las trébedes, y al señor Smallweed hay que agitarlo constantemente, como si fuera una pócima.
—Sí, sí —dice el venerable anciano, volviendo a impartir su sabiduría—. Eso es lo que te hubiera aconsejado tu padre, Bart. Es una pena que no llegaras a conocer a tu padre. Era mi vivo retrato —sin aclarar si lo que quiere decir es que era particularmente atractivo—. Mi vivo retrato —repite el venerable anciano, que dobla en dos sobre la rodilla su pan con manteca—, un buen contable, y ya hace quince años que murió.
La señora Smallweed sigue su instinto habitual y prorrumpe en:
—Quince veces cien libras. Quince veces cien libras en una caja negra, quince veces cien libras bajo llave, ¡quince veces cien libras bien escondidas!
Inmediatamente, su digno marido deja a un lado el pan con mantequilla y le tira el cojín, la deja aplastada contra un lado de la silla y se hunde, agotado, en la suya. Su aspecto, tras hacer estas amonestaciones a la señora Smallweed, es especialmente impresionante, y no del todo atractivo; en primer lugar, porque el esfuerzo suele hacer que la gorra negra le caiga sobre un ojo y le da un aire de gnomo disoluto; en segundo lugar, porque murmura violentas imprecaciones contra la señora Smallweed, y en tercer lugar, porque el contraste entre esas vigorosas manifestaciones y su cuerpo inanimado sugieren un espíritu viejo y maligno que, si pudiera, cometería todo género de maldades. Sin embargo, todo ello es tan frecuente en el círculo de la familia Smallweed que no impresiona a nadie. Basta con dar una sacudida al venerable anciano y ponerle las piezas en orden, con volver a poner el cojín en su sitio, a su lado, y con volver a plantar en su silla a la anciana, quizá tras ajustarle el bonete y quizá no, lista para que la vuelvan a tumbar como si fuera un bolo.
En esta ocasión pasa algún tiempo antes de que el venerable anciano se calme lo suficiente para reanudar su discurso, e incluso entonces lo va mezclando con varias interjecciones edificantes dirigidas a su inconsciente cara mitad, que no se comunica con nadie en el mundo, salvo las trébedes. Y continúa diciendo: