«Tiene catorce años —me digo—. ¿Recuerdas Edgar Street?».
Esto es pan comido.
—Pues ya puedes empezar —contesto—, porque no pienso moverme de aquí. —Mi sombra lo ha cubierto por completo y Gavin se queda donde está. Es un bocazas, tal como imaginaba. Arranca hierba del suelo y la arroja a la carretera. La arranca como si fuera pelo. Tiene unas manos feroces.
Al rato me siento en la cuneta, a unos metros de él, y dejo que mi boca derribe el vacío que ha seguido a su amenaza.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunto sin mirarle.
Funcionará si no le miro.
Su respuesta es sucinta.
—Mi hermano es un cabrón y quiero matarle.
—Bien por ti.
—¿Te estás quedando conmigo? —estalla.
Niego con la cabeza, resistiéndome todavía a mirarle.
—En absoluto. —«Pequeño capullo», pienso.
Lo repite.
—Quiero matarlo. Quiero matarlo. Matarlo. —El rabioso pelo le cubre la cara. Las pecas resaltan bajo la luz de la farola.
Contemplo al muchacho y reflexiono sobre lo que debo hacer.
Me pregunto si el mundo ha puesto alguna vez a prueba a los muchachos Rose.
Está a punto de hacerlo.
El color de sus labios
El jueves por la tarde transcurre apaciblemente.
Angie Carusso trabaja en la farmacia y luego recoge a sus hijos en el colegio. Caminan juntos hasta el parque y hablan del helado que van a comprarse. Uno de ellos decide, astutamente, comprarse un helado barato para poder tener dos. Se lo propone a Angie y esta le dice que, caro o barato, sólo tiene permitido un helado. El niño se decanta de nuevo por un helado caro.
Entran en la tienda y yo espero en el parque. Me siento en un banco algo alejado y aguardo a que salgan. Cuando lo hacen, entro en la tienda y trato de imaginar qué helado podría gustarle a Angie Carusso.
«Deprisa —pienso— o se habrán ido cuando salgas». Al final me decido por dos sabores. Menta con trocitos de chocolate y maracuyá en un cucurucho de barquillo.
Cuando salgo los niños están sentados en el banco, todavía lamiendo sus helados.
Me acerco.
Me trabo con las palabras y me sorprende que salgan como es debido.
—Disculpe… —Angie y los niños se vuelven hacia mí. De cerca, Angie Carusso es bonita y desmañada—. La he visto por aquí en varias ocasiones y he observado que usted nunca se compra un helado. —Me mira como si estuviera pirado—. He pensado que usted también se merece uno.
Se lo tiendo torpemente. Por los lados del cucurucho ya han empezado a caer churretones verdes y amarillos.
Alarga la mano despacio, con cara de pasmo. Se queda unos segundos mirando el helado. Finalmente, su lengua procede a rescatar los churretones.
Limpia las paredes del cucurucho, hace ademán de dar un bocado al helado como si fuera el pecado original. «¿Debo o no debo?». Me mira de nuevo con cautela antes de hundir los dientes en la menta. Sus labios se cubren de verde justo en el instante en que los niños echan a correr hacia el tobogán. Sólo la niña se queda y señala:
—Hoy también hay un helado para ti, mamá.
Angie le aparta el flequillo de los ojos.
—Eso parece, Casey —dice—. Ve a jugar con tus hermanos.
Casey se marcha y nos quedamos ella y yo en el banco.
Hace un día caluroso y húmedo.
Angie Carusso se come su helado y me pregunto qué hacer con mis manos. Su boca apura la menta y, suave y lentamente, pasa al maracuyá. Utiliza la lengua para empujarlo hacia abajo. Parece que no pueda soportar que el cucurucho esté vacío.
Mientras come vigila a sus hijos. Apenas han reparado en mi presencia, concentrados como están en atraer la atención de su madre y discutir sobre quién se eleva más alto en los columpios.
—Son maravillosos —le dice Angie al cucurucho— la mayor parte del tiempo. —Sacude la cabeza y sigue hablando—. De joven yo era la que nunca tenía problemas. Ahora tengo tres hijos y estoy sola.
Se queda mirando los columpios y sé que está imaginando cómo serían si los niños no estuvieran sentados en ellos. El sentimiento de culpa la atenaza por un instante. Parece que esté siempre ahí, acechando, pese al amor que siente por sus hijos.
Me doy cuenta de que nada le pertenece ya y que ella pertenece a todo.
Llora, brevemente, mientras vigila. Se permite por lo menos eso. Tiene lágrimas en los ojos y helado en los labios. Ya no le sabe como antes.
No obstante, cuando se levanta me da las gracias. Me pregunta cómo me llamo pero le digo que eso no tiene importancia.
—Sí la tiene —protesta.
Cedo.
—Me llamo Ed.
—Gracias, Ed —dice—. Gracias.
Me da las gracias unas cuantas veces más, pero las mejores palabras que oigo en todo el día me llegan justo cuando pienso que ha terminado. Es la niña, Casey. Se retuerce en la mano de Angie y dice:
—La semana que viene te daré un bocado del mío, mamá.
Siempre recordaré el color del helado en sus labios.
Sangre y rosas
Ahora tengo que ocuparme de los Rose. Como ya he dicho, no creo que el mundo les haya puesto jamás a prueba. Parece que nunca les han preguntado cómo reaccionarían si alguien de fuera interrumpiera sus peleas con puños ajenos.
Tengo su dirección.
Tengo su número de teléfono.
Y estoy listo.
A comienzos de la semana siguiente consigo muchos turnos de día y me acerco a la casa todas las noches que tengo libre. En cada ocasión sólo los veo discutir. No se pelean, de modo que me voy a casa decepcionado. Por el camino busco la cabina telefónica más próxima y encuentro una a un par de manzanas.
Las dos noches siguientes tengo que trabajar, y me digo que es mejor así. No hace mucho que los hermanos Rose tuvieron una pelea fuerte y quizá necesiten unos días más para prepararse para la siguiente.
Ahora lo que hace falta es que Gavin salga otra vez de casa.
Mi labor no es agradable.
Ocurre un domingo por la noche.
Llevo casi dos horas allí cuando la casa tiembla y Gavin sale disparado por la puerta. Regresa al mismo lugar y se sienta una vez más en la cuneta.
Y una vez más, le sigo.
Mi sombra apenas le ha rozado cuando dice:
—Otra vez tú. —Pero ni siquiera me mira.
Mis manos lo agarran por el cuello de la camisa.
Me noto fuera de mí.
Me veo arrastrar a Gavin Rose hasta los arbustos y golpearle contra el suelo, la tierra y las ramas caídas. Mis puños se agolpan en su cara y le clavo un puñetazo en el estómago.
El chico llora y suplica. Le cambia la voz.
—No me mates, no me mates…
Veo sus ojos y hago lo posible por no cruzarme con ellos. Le hundo el puño en la nariz para borrar lo que haya podido ver. Está herido pero continúo. Necesito asegurarme de que no puede moverse cuando termine con él.
Puedo oler su miedo.
Mana de su cuerpo.
Soy consciente de que esto podría salir terriblemente mal, pero siento que no tengo otra opción.
Ha llegado el momento de aclarar que antes de tener que ocuparme de Edgar Street, jamás había puesto un dedo encima a nadie. No me siento bien, y aún menos tratándose de un chico joven que no tiene escapatoria. Pero no puedo dejar que eso me detenga. Estoy poseído mientras sigo aporreando a Gavin Rose en el cuerpo y en la cara. Estamos a oscuras y el viento acecha entre los arbustos.
Nadie puede ayudarle.
Salvo yo.
¿Y cómo lo hago?
Le propino una última patada y me aseguro de que no pueda moverse durante al menos cinco o diez minutos.
Me levanto respirando entrecortadamente.
Gavin Rose no irá a ningún lado.
Tengo sangre en las manos cuando salgo de los arbustos y subo por la calle con paso presto. Puedo oír el televisor en la casa de los Rose al pasar por delante.
Cuando doblo la esquina y diviso la cabina, tropiezo con un problema: hay alguien dentro.
—Me trae sin cuidado lo que ella diga —brama una adolescente enorme, con un aro en el ombligo, dentro del cubículo—. No tiene nada que ver conmigo…
No puedo evitarlo.
Pienso: «Sal de ahí, vaca estúpida».
Pero se está enrollando cada vez más.
«Un minuto —decido—. Le daré un minuto y luego entraré».
Repara en mí pero está claro que no podría importarle menos. Se vuelve y sigue hablando.
«Bien, voy a entrar», y doy unos golpecitos en el cristal. Responde dándose la vuelta y preguntando:
—¡¿Qué?! —La palabra sale como un disparo.
Trato de ser educado.
—Lamento molestarte, pero necesito hacer una llamada urgente.
—¡Lárgate, tío! —No le hace ninguna gracia.
—Mira… —Levanto las manos y le enseño la sangre de las palmas—. Un amigo mío acaba de tener un accidente y tengo que pedir una ambulancia…
Vuelve a hablarle al auricular.
—¿Kel? Sí, estoy aquí. Oye, vuelvo a llamarte en un minuto. —Me mira cabreada—. ¿De acuerdo?
Cuando cuelga, sale despacio y puedo oler la mezcla de sudor y desodorante en el interior de la cabina. No es muy agradable que digamos, pero no es un hedor de las proporciones de
Doorman
.
Cierro la puerta y marco.
Tres tonos y Daniel Rose responde.
—¿Diga?
Queda y severamente susurro:
—Escúchame bien: si bajas hasta el final de tu calle encontrarás a tu hermano en bastante mal estado entre los arbustos. Te aconsejo encarecidamente que vayas.
—¿Quién habla?
Cuelgo.
—Gracias —le digo a la chica cuando salgo.
—Será mejor que no hayas dejado sangre en el teléfono.
Encantadora.
Llego a la calle de los Rose justo a tiempo para presenciar la escena.
Daniel Rose está ayudando a su hermano a regresar a casa. Estoy lejos, pero puedo ver cómo lo sostiene con el brazo alrededor del hombro. Por primera vez parecen hermanos.
La cara de los tréboles
Debo decir que estoy muy satisfecho conmigo mismo. Había tres nombres grabados en la gran roca de las piedras de casa y estoy casi seguro de que he cumplido con todos ellos.
Desciendo hasta el río con
Doorman
y echo a andar corriente arriba, hasta los nombres grabados en la roca. El ascenso es un poco arduo para
Doorman
y lo miro con cara de decepción.
«Te empeñaste en venir, ¿no? Te avisé que no sería fácil, pero no me escuchas».
Esperaré aquí
, contesta.
Le doy una palmadita cuando se tumba y continúo.
Mientras trepo por las enormes piedras noto que un sentimiento de orgullo crece dentro de mí. Es fantástico poder regresar victorioso tras la incertidumbre de mi primera visita.
Es tarde avanzada pero no hace calor, de modo que apenas estoy sudando cuando mis ojos se posan en los nombres.
Reparo de inmediato en que hay algo diferente en ellos. Son los mismos nombres, pero al lado tienen ahora un visto bueno grabado. Me llevo una gran alegría cuando veo el primer nombre.
Thomas O’Reilly. Un gran visto bueno.
Después, Angie Carusso. Otro gran visto bueno.
Después…
¿Qué?
Miro la piedra con incredulidad. Gavin Rose sigue solo en lo que a visto bueno se refiere.
Me quedo mirando el nombre con el brazo doblado sobre la espalda, rascándome la columna.
—¿Qué me queda por hacer? —pregunto—. Gavin Rose es un caso cerrado.
La respuesta no puede andar muy lejos.
Pasan algunos días y se acerca el fin de noviembre. Falta poco para el Annual Sledge Game. Inquieto por mi aparente falta de interés, Marv no para de llamarme.
Llega diciembre y dos noches antes del partido sigo preocupado por Gavin Rose y el visto bueno que falta en la piedra. He vuelto al lugar y sigue sin mostrarse. Confiaba en que quienquiera que esté haciendo esa parte se hubiera retrasado, pero es imposible que se demore tres o cuatro días. Quienquiera que esté a cargo de esa parte no permitiría que eso ocurriera.
Duermo mal.
Estoy irritable con
Doorman
.
El viernes, en vista de que no logro conciliar el sueño, voy a la farmacia nocturna situada en lo alto de Main Street para comprar algo, lo que sea, que me ayude a dormir. Debí guardarme algunos de los somníferos que le metí al hombre de Edgar Street.
Cuando salgo, reparo en un grupo de chicos reunidos al otro lado de la calle.
Ya cerca de casa llego a la conclusión de que me están siguiendo, y cuando nos detenemos en un cruce, esperando a que el semáforo se ponga verde, reconozco la voz de Daniel Rose.
—¿Es él, Gav?
Intento defenderme pero son demasiados. Seis por lo menos. Me arrastran hasta un callejón y me tratan de la misma manera que yo traté a Gavin. Me muelen a puñetazos, me inmovilizan, turnándose. Puedo notar sangre corriendo por la cara y contusiones en las costillas, las piernas, el estómago.
Están disfrutando.
—Eso te enseñará a no meterte con mi hermano. —Es Daniel Rose quien habla. Me clava una patada en las costillas. La lealtad duele—. Vamos, Gav, remátalo tú.
Gav obedece.
Encaja su bota en mi estómago y hunde el puño en mi cara.
Huyen y se pierden en la noche.
Intento levantarme pero caigo al suelo.
Me arrastro hasta casa y siento que he vuelto al punto en que recibí el As de tréboles.
Cuando cruzo la puerta tambaleándome,
Doorman
parece sorprendido. Casi alarmado. Sólo consigo sacudir la cabeza y asegurarle que estoy bien con una fugaz y dolorosa sonrisa. Imagino que mientras todo esto pasa un gran visto bueno está siendo grabado en la piedra junto al nombre de Gavin Rose.
Asunto zanjado.
Más tarde me miro en el espejo del cuarto de baño.
Dos ojos morados.
Mandíbula hinchada.
Corriente de sangre subiéndome a la garganta.
«Buen trabajo, Ed», me digo, y aun me quedan fuerzas para esbozar una sonrisa.
MOMENTOS DIFÍCILES PARA ED KENNEDY