Trato de iniciar una conversación.
—Bueno —digo.
Patético, lo sé.
—¿Bueno qué?
Pruebo otra táctica.
Una apuesta.
—¿Conoces a Daryl y Keith?
—¿A quién?
Su desdén es insoportable, pero no me rindo.
—Ya sabes, Daryl y…
—Oye, amigo, ya te he oído la primera vez. —Endurece la voz otra pizca—. Sigue mencionando nombres y te garantizo que no llegarás a casa.
«¿Por qué toda la gente que viene a verme es violenta o marrullera o ambas cosas?», me pregunto. Haga lo que haga, siempre acabo con gente como ésa dentro de mi choza o de mi taxi.
Por razones obvias decido no volver a abrir la boca. Me limito a conducir y a intentar, en vano, robarle alguna mirada.
—Sigue recto —me dice cuando llegamos a Main Street.
—¿Hasta el río?
—No te hagas el listillo. Limítate a conducir.
Dejamos mi casa atrás.
Dejamos la casa de Audrey atrás.
Llegamos al río.
—Para aquí.
Detengo el coche.
—Gracias.
—Son veintisiete con cincuenta.
—¿Qué?
Se necesita coraje para abrir la boca. Este tipo tiene pinta de querer matarme.
—He dicho que son veintisiete con cincuenta.
—No pienso pagarte.
Le creo.
Le creo porque no se mueve del asiento y deja que sus ojos se vuelvan redondos y negros en medio de todo ese amarillo. No va a pagarme. No hay más que decir. No hay nada que discutir. Pero sigo intentándolo.
—¿Por qué no? —digo.
—No los tengo.
—En ese caso me quedaré con tu americana.
Se inclina hacia mí, mostrándose casi amable por primera vez.
—Tenían razón. Eres un cabrón testarudo.
—¿Quién te lo ha dicho?
No responde.
Sus ojos enloquecen. Abre la puerta y baja de un salto.
Pausa.
Me siento atrapado en el momento. Un segundo después me apeo del taxi y le sigo. En dirección al río.
Hierba húmeda y palabras.
—¡Vuelve aquí!
Pensamientos extraños.
Pensamientos del tipo «¿Vuelve aquí, Ed? “Vuelve aquí” no puede ser más vulgar. Es lo que dicen todos los taxistas en estas situaciones. Se te ha de ocurrir algo más original. Es un milagro que no hayas añadido “chorizo” al final de la frase…».
Se me tensan las piernas.
El aire me acaricia la boca pero no acaba de entrar.
Echo a correr.
Corro y me doy cuenta de que he experimentado esto antes, esta sensación de mareo en la barriga.
Era un niño y estaba persiguiendo a Tommy, mi hermano menor. El de la ciudad con mejores perspectivas y mejor gusto que yo para las mesas de centro. Él, naturalmente, ya era más rápido que yo incluso entonces. Mejor. Siempre lo fue y a mí me avergonzaba. Era bochornoso tener un hermano menor más rápido, más fuerte, más listo y mejor que yo. En todo. Pero el caso es que lo era y punto.
Pescábamos en el río, corriente arriba, y hacíamos carreras para ver quién llegaba primero. No ganaba una sola vez. Yo, por supuesto, me decía que podría ganar si me esforzaba de verdad.
Así que en una ocasión…
Me esforcé de verdad.
Y perdí.
También ese día Tommy encontró una dosis de energía extra y me ganó por cinco metros.
Yo tenía once años.
Él diez.
Casi una década después estoy de nuevo aquí, persiguiendo una vez más a alguien más rápido, más fuerte y mejor que yo.
Después de casi un kilómetro mi respiración se desploma.
El hombre mira atrás.
Se me comban las piernas.
Paro.
Me rindo.
Una risa brota de sus labios, veinte metros más adelante.
—Mala suerte, Ed —dice, y se aleja.
Me quedo donde estoy y veo cómo sus piernas desaparecen en la oscuridad mientras me asaltan los recuerdos.
Un viento oscuro se abre paso entre los árboles.
El cielo está inquieto. Negro y azul.
Mi corazón aplaude dentro de mis oídos, al principio como una multitud desaforada. Poco a poco se va calmando, hasta que sólo queda una persona aplaudiendo con patente sarcasmo.
Plas. Plas. Plas.
«Buen trabajo, Ed».
«Qué manera de rendirse».
«El taxi —pienso—. Lo he dejado abierto». Y las llaves están en el contacto, el peor pecado que un taxista puede cometer cuando decide perseguir a un cliente. Un pecado capital. Los taxistas siempre cogen las llaves. Siempre cierran. Menos yo.
Puedo ver el taxi en mi mente.
Solo en la calzada.
Ambas puertas abiertas.
—Tienes que volver —susurro para mí, pero no me muevo.
Permanezco clavado hasta que aparecen las primeras luces del alba y nos veo a mi hermano y a mí compitiendo.
A mí cayendo.
Nos veo pescando juntos en la margen del río y luego subiendo por la corriente hasta donde ya no podía verse ninguna casa. Bien arriba, donde era preciso trepar, donde pescábamos desde las rocas.
Las rocas.
Las suaves rocas.
Las…
Camino despacio al principio, más deprisa después. Camino deprisa corriente arriba.
Sigo a mi hermano y a mí.
Trepo.
El agua se desmenuza en su descenso al tiempo que mis manos y mis pies me impulsan hacia delante. El mundo está aclarándose, adquiriendo forma y color, como si alguien lo estuviera pintando a mi alrededor.
Me pican los pies.
Pasan del frío al calor.
Lo veo.
Nos veo.
«Allí —señalo—. Allí están las rocas. Las piedras gigantes».
Dios, puedo vernos en las rocas lanzando el sedal, esperando, a veces riendo. Jurando que no le contaremos a nadie que venimos aquí.
Casi he llegado.
Lejos de aquí, las puertas del taxi siguen abiertas.
El sol ha salido: un recortable naranja sobre un cielo de cartón.
Alcanzo la cima y me arrodillo.
Mis manos tocan la fría piedra.
Exhalo.
Feliz.
Oigo el río y levanto la mirada, y caigo en la cuenta de que estoy arrodillado sobre las piedras de casa.
Hay tres nombres grabados en la roca.
Los veo unos segundos después, cuando vuelvo a levantar la mirada.
Me acerco.
Los nombres son:
THOMAS O’REILLY
ANGIE CARUSSO
GAVIN ROSE
Durante un rato el río corre por mis oídos y el sudor surca el interior de mis brazos. Desciende por las costillas de mi lado izquierdo hasta la cinturilla del pantalón.
Busco bolígrafo y papel pese a saber que no llevo, del mismo modo que le das a una persona una respuesta equivocada con la vana esperanza de que, por obra de un milagro, de repente resulte acertada.
Confirmado. No llevo nada encima. Por tanto, anoto los nombres en mi mente y los repaso con tinta. Luego los cincelo.
Thomas O’Reilly.
Angie Carusso.
Gavin Rose.
No me suena ninguno de los tres y decido que eso es bueno. Creo que sería aún más difícil si conociera a las personas a las que estoy siendo enviado.
Echo una última ojeada y me marcho recitando los nombres para no olvidarlos.
Tardo casi cuarenta y cinco minutos en regresar al taxi.
Cuando llego, las puertas están cerradas, pero sin el seguro echado, y las llaves han desaparecido del contacto. Me siento al volante y cuando bajo la visera, caen sobre mi regazo.
El sacerdote
—O’Reilly, O’Reilly…
Estoy consultando la guía telefónica. Es mediodía. He dormido.
Hay dos T. O’Reilly. Uno en la mejor zona del pueblo. El otro en una zona sórdida.
«Es éste —pienso—. El de la zona sórdida».
Lo sé.
Para cerciorarme voy primero a la dirección de la zona alta. Es una casa bonita, rematada con cemento y con un amplio camino de entrada. Llamo a la puerta.
—¿Sí?
Un hombre alto abre y se me queda mirando desde el otro lado de la puerta mosquitera. Lleva pantalón corto, camisa y zapatillas.
—Lamento molestarle —digo—, pero…
—¿Vendes algo?
—No.
—¿Eres testigo de Jehová?
—No.
Se sorprende.
—En ese caso, puedes entrar. —Su tono ha cambiado al instante y sus ojos me miran por primera vez con amabilidad. Eso me lleva a contemplar la posibilidad de aceptar su ofrecimiento, pero lo rechazo.
Permanecemos a ambos lados de la mosquitera. Me pregunto cómo debo actuar y decido que ir al grano sea probablemente lo mejor.
—Señor, ¿es usted Thomas O’Reilly?
Da un paso al frente y espera unos segundos antes de responder.
—No, amigo, soy Tony. Thomas es mi hermano. Vive en una casucha de Henry Street.
—Vaya, lamento haberle molestado. —Y hago ademán de marcharme—. Gracias.
—Oye. —Abre la puerta y me sigue—. ¿Qué quieres de mi hermano?
Tardo en responder.
—Todavía no lo sé.
—Ya que piensas ir por su barrio —dice—, ¿podrías hacerme un favor cuando lo veas?
Me encojo de hombros.
—Claro.
—¿Podrías decirle que la avaricia todavía no me ha engullido? —La frase aterriza entre los dos como una pelota desinflada.
—Se lo diré.
Estoy cruzando la verja cuando Tony O’Reilly me llama por última vez.
Me vuelvo.
—Creo que debo prevenirte. —Se acerca—. Mi hermano es cura.
Nos miramos unos segundos mientras asimilo la información.
—Gracias —digo, y por fin me voy.
Me alejo pensando: «Aun así, es preferible a un hombre que viola y maltrata a su esposa».
—¿Cuántas veces quieres que te lo diga?
—¿Estás seguro?
—No soy yo, Ed. Si fuera yo te lo diría.
Estoy teniendo esta conversación con mi hermano Tommy, por teléfono. Mis pensamientos se han centrado en él después de haber llegado hasta el río y las piedras de casa. Que yo sepa, Tommy es la única persona aparte de mí que sabe que íbamos a ese lugar, porque nunca se lo contamos a nadie. Siempre pensábamos que nos caería una buena tunda por subir tan arriba los dos solos. Aunque también existe la posibilidad de que alguien más lo supiera y optara por ignorarlo. Tanto mi hermano como yo sabíamos nadar.
Antes de eso le hablé de los naipes, y su comentario fue:
—¿Por qué te ocurren siempre a ti esa clase de cosas, Ed? Si hay algo raro flotando en el aire, siempre se las apaña para caer encima de ti. Eres como un imán para la mierda rara.
Nos reímos.
Lo medité.
«Taxista. Perdedor. Pilar de la mediocridad. Pésimo amante. Patético jugador de cartas». Y ahora, para colmo, «imán para la mierda rara».
Lo acepto.
No está mal la lista que estoy elaborando.
—Pero dime, Tommy, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Tirando.
Fin de la conversación.
No es Tommy.
Últimamente hemos pasado por una pequeña sequía de timbas, por lo que Marv decide organizar una gran noche. El lugar elegido es la casa de Ritchie. Sus viejos acaban de marcharse de vacaciones.
Antes de ir paso por Henry Street y busco a Thomas O’Reilly. Por el camino noto unos retortijones en el estómago y mis manos buscan los bolsillos. La calle es un horror y siempre ha sido célebre por ello. Un lugar de tejas rotas, ventanas rotas y gente rota. Hasta la casa del sacerdote deja mucho que desear. Ya lo percibo desde lejos.
Tejado de zinc ondulado, rojo y herrumbroso.
Paredes de cemento fibroso de color blanco sucio.
Pintura cubierta de dolorosas ampollas.
Una valla coja que batalla por mantenerse en pie.
Y una verja que sufre.
Casi he llegado cuando me doy cuenta de que no voy a conseguirlo.
Tres hombretones salen de un callejón y empiezan a pedirme cosas. No me amenazan, pero su sola presencia hace que me sienta solo e intimidado.
—Eh, tío, ¿tienes cuarenta centavos? —pregunta uno de ellos.
—¿O un cigarrillo? —dice otro.
—¿Realmente necesitas esa cazadora?
—Vamos, tío, sólo un cigarrillo. Sé que fumas. No te pasará nada por darme uno…
Me quedo clavado unos instantes, giro sobre mis talones y me alejo.
A toda pastilla.
En casa de Ritchie no puedo dejar de revivir la escena mientras los demás reparten y hablan.
—¿Adónde han ido tus viejos, Ritchie? —pregunta Audrey.
Se hace un largo silencio mientras lo medita.
—Ni idea.
—Es broma, ¿no?
—Me lo dijeron, pero lo he olvidado.
Audrey niega con la cabeza y Marv ríe tras el humo de su puro.
Pienso en Henry Street.
Esta noche, para variar, gano.
Se me escapan algunas manos, pero consigo ganar más partidas que nadie.
Marv todavía habla con ilusión del próximo Sledge Game.
—¿Os habéis enterado? —nos sopla a Ritchie y a mí—. Los Falcons tienen un nuevo fichaje este año. La gente dice que pesa ciento cincuenta.
—¿Ciento cincuenta qué? ¿Kilos? —pregunta Ritchie.
Al igual que hemos hecho Marv y yo, Ritchie ha jugado los últimos años, de lateral, pero está menos interesado aún que yo. Para que os hagáis una idea, tiene la costumbre de compartir una cerveza o dos con el público durante los tiempos muertos del partido.
—En efecto, Ritchie —afirma Marv. Esto es serio—. Ciento cincuenta kilazos.
—¿Vas a jugar, Ed?
La pregunta la hace Audrey. Sabe que voy a jugar pero lo pregunta para reconciliarse conmigo. Desde el incidente de solo Ed en la puerta de su casa no ha sabido muy bien qué decirme. Levanto la vista y esbozo una media sonrisa. Audrey sabe que significa que estamos bien.
—Sí —le digo—. Jugaré.
La sonrisa que Audrey esboza a su vez dice: «Me alegro». Esto es, me alegro de que estemos bien. A Audrey no podría importarle menos el Annual Sledge Game. Detesta el fútbol.
Cuando termina la timba, viene a mi casa y bebemos en la cocina.
—¿Te va bien con tu nuevo rollo? —le pregunto. Estoy vaciando migas de tostada en el fregadero. Cuando me vuelvo para escuchar su respuesta diviso una mancha de sangre reseca en el suelo. Sangre de mi cabeza entre pelos de perro. Hay recordatorios por todas partes.
—Sí —responde.
Quiero decirle lo mucho que lamento haberme presentado como lo hice la otra mañana, pero no lo hago. Ahora estamos bien y no tiene sentido volver sobre algo que no puedo cambiar. Estoy a punto de mencionarlo en varias ocasiones pero me contengo. Es mejor así.