—¿Cómo estás, mamá?
—¿Has telefoneado a Kath? Hoy es su cumpleaños.
Kath, mi hermana.
—Mierda.
—Ya puedes decirlo, Ed. Ahora mueve el culo y llámala.
—Vale, lo…
Ha colgado.
Nadie es capaz de rematar una llamada telefónica como mi madre.
Sólo he cometido un error: no he sido lo bastante rápido para preguntarle el número de Kath, por si acaso no lo encuentro. Intuyo que lo he perdido, lo que demuestra ser cierto una vez que he registrado hasta el último cajón y la última grieta de la cocina. No está y Kath no sale en la guía.
«Oh, no».
Supones bien.
La temida llamada a mi madre.
Marco.
—¿Diga?
—Mamá, soy yo.
—¿Qué pasa ahora, Ed? —Su suspiro me da una idea de lo harta que está.
—¿Cuál es el número de Kath?
Seguro que os lo imagináis.
El domingo llega más deprisa de lo que esperaba.
Nos sentamos al fondo de la iglesia.
Ritchie se siente a gusto y Audrey está contenta. Marv tiene resaca —bebiéndose otra vez la cerveza de su padre— y yo estoy nervioso por una razón que no acierto a precisar.
En la iglesia hay como mucho una docena de personas, aparte de nosotros. Semejante vacío resulta un poco deprimente. La moqueta está llena de agujeros, los bancos tienen aspecto desvencijado. Sólo los ventanales emplomados parecen sagrados. Las demás personas son mayores y están sentadas con la espalda encorvada, como si fueran mártires.
Cuando el padre O’Reilly sale, dice:
—Gracias a todos por venir. —Por un momento parece un hombre vencido. Entonces repara en las cuatro personas del fondo—. Y una especial bienvenida a los taxistas de este mundo.
La calva le brilla con la luz que entra por el ventanal.
Levanta la vista para saludarme con la mirada.
Soy el único que ríe.
Ritchie, Marv y Audrey se vuelven hacia mí. Marv tiene los ojos increíblemente rojos.
—¿Una noche dura? —le pregunto.
—Alucinante.
El padre guarda silencio y observa a los presentes. Puedo ver cómo reúne fuerzas para llevar a cabo su trabajo con ilusión. El padre O’Reilly busca en su interior. Comienza su sermón.
Terminada la misa, salimos.
—¿A qué ha venido toda esa mierda del pastor? —pregunta Marv. Se tumba en la hierba. Hasta su voz tiene resaca.
Nos sentamos bajo un gran sauce que llora a nuestro alrededor. En la iglesia pasaron el cepillo para que la gente pusiera dinero antes de marcharse. Yo puse cinco dólares, Ritchie no llevaba dinero encima, Audrey dio un par de dólares y Marv rebuscó en los bolsillos y puso una moneda de veinte centavos y un tapón de bolígrafo.
Lo miré.
—¿Qué?
—Nada, Marv.
—Pues eso.
Ahora, sentados bajo el sauce, Audrey tararea para sí y Ritchie se reclina en el escalón. Marv se duerme y yo espero.
Una presencia no tarda en materializarse a mi espalda. Sé que es el padre O’Reilly antes incluso de que hable. Es lo que desprende el hombre. Su naturaleza serena, campechana.
—Gracias por venir, Ed —dice. Mira a Marv—. Ese chico está aún peor que tú. —Sus ojos sonríen con malicia—. Por los clavos de Cristo. —Nos reímos todos excepto Marv, que de repente se despierta.
—Ah, hola padre. —Se rasca el brazo—. Bonito sermón.
—Gracias. —Nos mira de nuevo a los cuatro—. Gracias por venir. ¿Os veré la semana próxima?
—Puede —digo, pero Marv decide hablar por él.
—Ni lo sueñe.
El padre se lo toma bien.
No sé exactamente qué necesita el padre O’Reilly, pero sí sé lo que voy a hacer. Estoy de nuevo en casa, sentado con
Doorman
, leyendo y contemplando las fotografías que descansan sobre el televisor. Tomo una decisión.
Voy a llenarle la iglesia.
La pregunta es cómo.
Como niños
Pasan los días y medito sobre posibles maneras de conseguir gente para llenar esa iglesia. Se me ocurre que podría pedir a Audrey, Marv y Ritchie que lleven a todos sus familiares y amigos, pero, en primer lugar, no puedo fiarme demasiado de ellos, y en segundo lugar, bastantes problemas tendré ya sólo para conseguir que ellos tres repitan.
A principios de semana trabajo mucho mientras no paro de darle vueltas a la cabeza.
Estoy llevando a un hombre al aeropuerto cuando se me ocurre una gran idea. Casi hemos llegado cuando dice:
—Eh, amigo, la verdad es que me sobra un poco de tiempo. ¿Te importaría parar en ese pub de ahí?
Le miro por el espejo retrovisor y se me enciende una luz.
—¡Eso es! —le digo.
—Me apetece una cerveza en un pub de verdad —continúa—. No soporto los bares de aeropuerto.
Me detengo junto al bordillo para que baje.
—¿Quieres una? —Me pregunta—. Yo invito.
—No —digo—. Tengo otra carrera, pero puedo venir a buscarle dentro de media hora, si quiere.
—Vale. —Está satisfecho consigo mismo.
Y, francamente, yo también, porque lo que me dispongo a deciros es cierto:
En este país sólo hay una cosa capaz de atraer sin falta a una multitud.
¿La respuesta?
Cerveza.
Cerveza gratis.
Cuando llego a la casa del sacerdote, prácticamente irrumpo en ella y le cuento que podemos organizar algo grande para el próximo domingo. Le expongo mi idea.
—Cerveza gratis, cosas para los niños, comida. ¿He mencionado la cerveza gratis?
—Sí, Ed, creo que sí.
—¿Y? ¿Qué opina?
Se sienta despacio y lo medita.
—Es una gran idea, Ed, pero olvidas un detalle.
Hoy no hay quien pueda desmoralizarme.
—¿Cuál?
—Que para eso hace falta dinero.
—Creía que la Iglesia católica estaba cargada de pasta, con todo ese oro en esas enormes catedrales…
Se ríe.
—¿Has visto oro en mi iglesia, Edward?
¿Edward?
Creo que el padre es la única persona a la que he permitido que me llame así en toda mi vida. Hasta en mi partida de nacimiento aparezco como Ed a secas.
Continúo.
—¿Está seguro de que no tiene dinero en algún lado?
—Lo estoy, Ed. Lo he invertido todo en fondos para madres adolescentes solteras, alcohólicos, personas sin techo, adictos… y mis vacaciones a las Fiji.
Doy por sentado que lo de las vacaciones a las Fiji es broma.
—Está bien —digo—. Conseguiré el dinero. Tengo algunos ahorros. Pondré quinientos dólares.
—¿Quinientos? Es demasiado, Ed. No tienes pinta de que te sobre el dinero.
Me dirijo a la puerta a grandes zancadas.
—No se preocupe de nada, padre. —Hasta me permito una carcajada—. Tenga un poco de fe.
En momentos así es de muchísima ayuda tener amigos inmaduros. Te aportan ideas sobre cómo divulgar lo más deprisa posible la noticia de algo que quieres que se haga. Déjate de carteles. Déjate de anuncios en el periódico local. Sólo existe un método. Algo que quedará grabado en todas las mentes del pueblo…
Pintura en espray.
Marv muestra un interés repentino por ir el domingo a la iglesia. Le explico el plan y sé, sin asomo de duda, que puedo contar con él. Hete aquí un área en la que Marv destaca y disfruta. A veces, la conducta infantil puede ser su especialidad.
Les robamos las barbacoas a mi madre y a Ritchie, llamo y reservo un castillo hinchable y pido prestada una de esas máquinas de karaoke a un colega de Marv que trabaja en el pub. También encargamos varios barriles de cerveza y salchichas del carnicero a un precio más o menos razonable. Lo tenemos todo dispuesto.
Ha llegado la hora de pintar.
El jueves por la tarde compramos el espray en la ferretería y empezamos la faena a las tres de la madrugada. Marv detiene el coche frente a mi casa y decidimos ir a pie. En ambos extremos de Main Street escribimos, sobre la calzada, el mismo texto con letras gigantes:
EL DÍA DE «CONOZCA A UN SACERDOTE».
ESTE DOMINGO A LAS 10 H EN SAINT MICHAEL’S
COMIDA, MÚSICA, BAILE
Y
CERVEZA GRATIS
NO TE PIERDAS ESTA MAGNÍFICA FIESTA
No sé a Marv, pero a mí me embarga un sentimiento de camaradería cuando me arrodillo con él en la calzada para pintar. Parecemos unos chiquillos. En un momento dado me vuelvo hacia mi amigo.
Marv, el broncas.
Marv, el tacaño con el dinero.
Marv, el de la novia que desapareció.
Una vez hecho el trabajo, me da una palmada en el hombro y echamos a correr cual expertos ladrones. Reímos y corremos y el momento es tan denso que me dan ganas de zambullirme en él, de dejarme llevar.
Me encanta la risa de esta noche.
Nuestros pies corren y no quiero que se detengan. Quiero correr y reír y sentirme así eternamente. Nos sumergimos en la risa de la noche.
Con la llegada de la mañana todo el mundo habla del tema. Absolutamente todo el mundo.
La policía le ha hecho una visita al padre para preguntarle si sabe algo del asunto. El hombre reconoce estar al corriente de la fiesta, pero no de las técnicas de publicidad empleadas por algunos de sus feligreses.
El viernes por la tarde, en su casa, me lo cuenta.
«Como pueden imaginar —les dijo a los polis—, tengo una clientela algo turbia. ¿Qué iglesia para los pobres no la tiene?».
Le creyeron, naturalmente. ¿Quién no creería a este hombre?
«De acuerdo, padre, pero si se entera de algo comuníquenoslo».
«Descuiden, descuiden. —Y cuando los agentes se disponían a marcharse, les hizo una última pregunta—: ¿Les veré el domingo?».
La policía, al parecer, también es humana.
«¿Cerveza gratis? —respondieron—. Cómo no».
Genial.
Arreglado. Todo el mundo irá. Familias. Borrachos. Capullos. Ateos. Seguidores de Satanás. Góticos. Todo el mundo. El viernes por la noche trabajo pero el sábado no.
Ese día suceden dos cosas.
La primera: el padre O’Reilly viene a mi casa. Le ofrezco sopa. Estamos comiendo cuando de pronto se detiene y advierto que una emoción se apodera de su rostro.
Yo también me detengo.
—Tengo que decirte algo, Ed.
—¿Sí, padre?
Su mirada me atraviesa.
—Es para mí un honor conocerte.
Estoy sorprendido.
Me han dicho muchas cosas, pero nadie me ha dicho jamás que es un honor conocerme. Esta vez me permito escucharlo.
—Gracias, padre —digo.
—De nada.
La segunda cosa que ocurre es que hago algunas visitas. La primera a Sophie, muy breve. Le pregunto si puede ir el domingo, a lo que contesta:
—Por supuesto, Ed.
—Trae a tu familia —le pido.
—La llevaré.
Después me presento en casa de Milla y le pregunto si puedo llevarla el domingo a la iglesia.
—Será un placer, Jimmy. —Resumiendo, está encantada.
A continuación.
La última visita.
Me descubro llamando, sin demasiadas esperanzas, a la puerta de Tony O’Reilly.
—Ah, tú —dice, pero tengo la impresión de que se alegra de verme—. ¿Le diste mi mensaje a mi hermano?
—Sí. Por cierto, me llamo Ed.
De pronto me siento cohibido. Detesto decirle a la gente qué hacer, o incluso pedírselo. Así y todo, le miro a los ojos y hablo.
—Me preguntaba si… —Se me quiebra la frase.
—¿Si qué?
La recojo, pero me la guardo y utilizo otra.
—Me parece que ya sabe qué, Tony.
—Sí, lo sé —dice—. He visto las pintadas.
Bajo la mirada y vuelvo a alzarla.
—¿Y?
Tony O’Reilly abre la puerta mosquitera y temo que empiece a insultarme, pero en lugar de eso me invita a pasar y nos sentamos en su salón. Viste un atuendo similar al de la última vez. Pantalón corto, camiseta sin mangas y zapatillas. No parece un tipo demasiado malvado, pero tengo mi propia opinión sobre los hombres que visten así. Los peores criminales llevan barba de tres días, camiseta sin mangas y chanclas.
Sin preguntar trae una bebida fría.
—¿Te vale una naranjada?
—Claro. —Incluso trae hielo picado. Probablemente tenga una de esas superneveras que lo hacen todo.
Oigo niños correr por el jardín de atrás y no tardo en ver sus caras asomando aquí y allá, subiendo y cayendo desde una cama elástica.
—Los muy jodidos —ríe Tony.
Tiene el mismo humor que su hermano.
Nos quedamos unos minutos mirando un especial muy interesante sobre el juego de la cuerda en un programa semejante a
Wide World of Sports
, pero en cuanto aparece el primer anuncio en la gran pantalla del televisor, Tony redirige su atención hacia mí.
—Supongo que te estarás preguntando por qué mi hermano y yo estamos distanciados.
No puedo ocultarlo.
—Sí.
—¿Te apetece saber qué pasó?
Le miro.
Con franqueza.
Y niego con la cabeza.
—No. No es asunto mío.
Tony suelta un bufido y bebe un sorbo de naranjada. Le oigo triturar un poco más el hielo dentro de la boca. Aunque no lo he hecho conscientemente, le he dado la respuesta adecuada.
Uno de los niños entra llorando en el salón.
—Papá, Ryan me está…
—¡Oh, deja de lloriquear y lárgate! —grita Tony.
El niño considera la posibilidad de llorar un poco más fuerte, pero se lo piensa otra vez. Se calma.
—¿Es naranjada?
—Sí.
—¿Puedo tomar un poco?
—¿Cuál es la palabra mágica?
—¿Por favor?
—Vale. Ahora la frase entera.
—¿Puedo tomar un poco de naranjada, por favor?
—Eso está mucho mejor, George. Ahora lárgate a la cocina y prepárate una.
El rostro del niño se ilumina.
—¡Gracias, papá!
—Condenados niños —ríe Tony—. Hoy día carecen de modales…
—Y que lo diga —convengo, y nos reímos.
Nos reímos y Tony dice:
—¿Sabes, Ed? Si buscas bien puede que mañana me veas allí.
Por dentro me alegro, pero no lo demuestro.
Es fantástico.
—Gracias, Tony.
—¡Oh, papá! —grita George desde la cocina—. ¡Se me ha derramado!
—¡Lo sabía!
Tony se levanta sacudiendo la cabeza.
—¿Te importa que no te acompañe a la puerta? Tengo que ocuparme de esto.
—No se preocupe.
Dejo el televisor de pantalla grande y la casa grande con sensación de alivio.