Cuando devuelvo la tostadora a su lugar veo mi reflejo en ella pese a la mugre. Mis ojos se muestran tan inseguros que parecen heridos. Durante un breve instante veo el desastre de mi vida. La chica que no puedo tener. Los mensajes que no me veo capaz de entregar… A renglón seguido, sin embargo, veo cómo esos mismos ojos adquieren determinación. Veo una versión futura de mí mismo regresando a Henry Street para conocer al padre Thomas O’Reilly. Acudiré con mi cazadora vieja y costrosa, sin dinero y sin cigarrillos, como la última vez. Pero en esta ocasión estoy decidido a llegar hasta la puerta.
«Tengo que hacerlo», pienso, y hablo con Audrey.
—Sé adonde tengo que ir.
Da un sorbo a la bebida de pomelo que le he servido y lo pregunta.
—¿Adónde?
—Tres personas más.
Los nombres grabados en la roca aparecen en mi cabeza, pero no se los desvelo. Como ya he dicho, no serviría de nada.
Está deseando preguntármelos.
Lo noto.
Ni una sola palabra sale de su boca; sin embargo hay algo que debo decir sobre Audrey: jamás fuerza las cosas. Sabe que no le contaré nada si me presiona más de la cuenta.
Lo que sí le cuento es dónde encontré los nombres.
—Un cliente huyó sin pagar y es allí adonde fue…
Audrey no puede hacer otra cosa que negar con la cabeza.
—Quienquiera que sea se está tomando muchas molestias.
—Y se diría que me conoce muy bien, casi tanto como yo mismo.
—Sí, pero… —comienza Audrey—, ¿quién te conoce realmente, Ed?
Ha dado en el clavo.
—Nadie —respondo.
¿Ni siquiera yo?
, pregunta
Doorman
cuando entra en la cocina.
Me vuelvo hacia él y contesto:
«Oye, colega, unas tazas de café no significan que me conozcas».
A veces pienso que ni yo mismo me conozco.
Mis ojos tropiezan de nuevo con mi reflejo.
Pero sabes lo que tienes que hacer
, me dice.
Estoy de acuerdo.
Acudo a Henry Street al día siguiente por la noche, después del trabajo, y llego hasta la puerta. Debo decir que la casa del padre O’Reilly otorga un nuevo significado a la palabra atroz.
Me presento y, sin más preámbulos, el padre me invita a pasar.
Ya en el recibidor, me pongo a hablar sin pensar en lo que digo.
—Caray, no le pasaría nada por limpiar este lugar de vez en cuando.
«¿He dicho yo eso?».
Pero no tengo de qué preocuparme porque el padre me responde al instante.
—Mira quién habla. ¿Cuándo fue la última vez que lavaste esa cazadora?
—Buena observación —digo, agradeciendo su pronta respuesta.
Tiene unos cuarenta y cinco años y está empezando a perder pelo. No es tan alto como su hermano y tiene los ojos de color verde botella y las orejas más bien grandes. Viste sotana y me pregunto por qué vive aquí y no en la iglesia. Siempre he creído que los curas vivían en las iglesias para que la gente pudiera acudir cuando necesitara ayuda o consejo.
Me conduce hasta la cocina y nos sentamos a la mesa.
—¿Té o café? —Lo dice de tal forma que no parece que tenga elección en cuanto al hecho de tomar algo. Sólo puedo elegir qué.
—Café —contesto.
—¿Leche y azúcar?
—Sí, por favor.
—¿Cuántas cucharadas?
Me da vergüenza decirlo.
—Cuatro.
—¡Cuatro cucharadas! ¿Eres pariente de David Helfgott?
—¿Quién es?
—Ya sabes, ese pianista medio pirado. —Le sorprende que no lo conozca—. Se tomaba doce tazas de café al día con diez cucharadas de azúcar en cada una.
—¿Era bueno?
—Sí. —Pone agua a hervir—. Estaba loco pero era bueno. —Sus ojos vidriosos ahora desvelan bondad. Una bondad inmensa—. ¿También tú estás loco pero eres bueno, Ed Kennedy?
—No lo sé —digo, y el sacerdote ríe, más para sí que para mí.
Una vez hecho, el padre lleva el café a la mesa y se sienta conmigo. Antes de beber su primer sorbo pregunta:
—¿Te hostigan ahí fuera para que les des cigarrillos y dinero? —Señala la calle con el mentón.
—Sí, y hay un tío empeñado en que le dé mi cazadora.
—¿En serio? —Niega con la cabeza—. Sólo Dios sabrá por qué. Falta de gusto, supongo. —Bebe. Me miro las mangas.
—¿Tan fea es?
—Qué va. —Se pone serio—. Sólo te estaba tomando el pelo, hijo.
Vuelvo a mirarme las mangas y el tejido que rodea la cremallera. El ante negro está prácticamente pelado.
Se hace un incómodo silencio entre nosotros. Me indica que ha llegado el momento de ir al grano. Pienso que probablemente el padre esté de acuerdo, y la expresión que veo en su cara es de curiosidad, aunque paciente, y de espera.
Me dispongo a hablar cuando en una casa vecina estalla una discusión.
Un plato se hace añicos.
Los gritos saltan por encima de la valla.
La pelea gana intensidad, las voces dan portazos y las puertas se cierran a gritos.
El padre repara en mi nerviosismo y dice:
—Espera un segundo, Ed. —Se acerca a la ventana y la abre un poco más. Brama—: ¿Podríais hacerme un favor y calmaros? —Insiste—. ¡Eh, Clem!
Un murmullo seguido de una voz se arrastra hasta la ventana.
—¿Qué hay, padre?
—¿Qué problema tenéis hoy?
—¡Me está sacando otra vez de mis casillas, padre! —responde la voz.
—Ya me he dado cuenta, Clem, pero…
Le interrumpe otra voz. De mujer.
—Ha vuelto a estar en el pub, padre. Bebiendo y jugando.
La voz del padre adquiere un tono sacerdotal. Un tono solemne y firme.
—¿Es cierto eso, Clem?
—Eh…, sí, pero…
—Pero nada, Clem. Esta noche te quedas en casa, ¿de acuerdo? Viendo la tele cogiditos de la mano.
Primera voz:
—Está bien, padre.
Segunda voz:
—Gracias, padre.
El padre O’Reilly regresa a la mesa sacudiendo la cabeza.
—Te presento a los Parkinson —dice—. Son un jodido desastre. —Su comentario me deja de piedra. Nunca he oído a un cura hablar de ese modo. De hecho, nunca he hablado con un cura, pero seguro que no todos son como éste.
—¿Ocurre a menudo? —le pregunto.
—Dos veces por semana como mínimo.
—¿Cómo lo aguanta?
Levanta los brazos y se señala la sotana.
—Estoy aquí para eso.
Charlamos durante un rato. Le hablo del taxi.
Él me habla de su labor como sacerdote.
Su iglesia es la vieja capilla que hay a las afueras del pueblo y ahora comprendo por qué ha elegido vivir aquí. La iglesia está demasiado lejos para poder ayudar realmente a la gente, así que éste es el mejor lugar para él. Es aquí donde el padre necesita estar, no en una iglesia, acumulando polvo.
A veces me sorprende su manera de hablar, lo cual queda confirmado cuando me habla de su iglesia. Reconoce que si fuera una tienda o un restaurante, habría cerrado hace años.
—¿Va mal el negocio últimamente? —pregunto.
—¿La verdad? —El cristalino de sus ojos se rompe y se me clava—. De puta pena.
Tengo que preguntárselo.
—¿Puede hablar así? ¿Siendo santo y todo eso?
—¿Lo dices porque soy cura? —Apura su café—. Por supuesto que sí. Dios sabe lo que de verdad importa.
Me alegro de que no empiece con eso de que Dios nos conoce a todos y el resto de ese sermón. Al padre O’Reilly en ningún momento le da por predicar. De hecho, cuando ninguno de los dos tiene nada más que decir, me mira de forma terminante y dice:
—Pero no nos enredemos hoy con la religión, Ed. Hablemos de otra cosa. —Adopta una actitud ligeramente formal—. Hablemos de por qué estás aquí.
Nuestras miradas se encuentran.
Sólo un breve instante.
Tras un largo silencio me sincero con él. Le cuento que todavía no sé por qué estoy aquí. No le hablo de los mensajes que ya he entregado ni de los que me quedan por entregar. Únicamente le digo que tengo una misión que cumplir aquí y que se desvelará por sí sola.
Me escucha con suma atención, con los codos sobre la mesa, las palmas juntas, los dedos entrelazados bajo el mentón.
Pasa un rato, hasta que comprende que no tengo nada más que decir. Entonces, con una gran calma y claridad, habla él.
—No te preocupes, Ed. Seguro que lo que necesites hacer se te manifestará. Tengo la impresión de que lo ha hecho otras veces.
—Sí.
—Hazme sólo un favor y recuerda una cosa —dice, y me doy cuenta de que no quiere que su comentario suene excesivamente religioso—. Ten fe, ¿de acuerdo?
Levanto la taza pero no queda una gota de café.
Me acompaña hasta la calle y echamos a andar. Por el camino nos cruzamos con los pedigüeños de cigarrillos, dinero y cazadoras. El padre los atrae y dice:
—Escuchadme bien, muchachos. Quiero que conozcáis a Ed. Ed, te presento a Joe, Graeme y Joshua. —Estrechamos manos—. Chicos, éste es Ed Kennedy.
—Encantado, Ed.
—Hola, Ed.
—¿Qué tal, Ed?
—Ahora, chicos, quiero que tengáis presente una cosa. —Esta vez el padre habla en un tono severo—. Ed es amigo mío y no debéis pedirle cigarrillos ni dinero, y aún menos su cazadora. —Me lanza una sonrisa fugaz—. ¿Tú la has mirado bien, Joe? ¿No te parece un espanto? Yo la encuentro horrorosa.
Joe se muestra de acuerdo.
—Sí que lo es, padre.
—Entonces, ¿ha quedado claro?
Ha quedado claro.
—Estupendo.
El padre y yo seguimos nuestro camino y nos detenemos en la esquina. Nos damos la mano, nos decimos adiós y el hombre casi ha desaparecido de mi vista cuando me acuerdo de su hermano y me doy la vuelta.
—¡Eh, padre!
Me oye y gira sobre sus talones.
—Casi lo olvido. —Me detengo a unos quince metros de él—. Su hermano. —Los ojos del padre se acercan un poco más—. Me pidió que le dijera que la avaricia no lo ha engullido aún.
Los ojos del cura se iluminan, con un suave toque de pesar.
—Mi hermano Tony… —Sus palabras suenan quedas y llegan flotando hasta mí—. Hace mucho que no veo a mi hermano Tony. ¿Cómo está?
—Bien. —Lo digo con una certeza que me sorprende. Únicamente la intuición me dice que es la respuesta correcta, y ahora nos quedamos mirando, entre torpeza y basura—. ¿Se encuentra bien, padre? —pregunto.
—Sí, Ed. Gracias por tu interés.
Se da la vuelta y echa a andar, y por primera vez no lo veo como un sacerdote.
Ni siquiera como un hombre.
En este momento es sólo un ser humano regresando a casa por Henry Street.
Contraste radical.
Estoy en casa de Marv viendo
Los vigilantes de la playa
con el volumen a cero. La trama y los diálogos no nos interesan.
Estamos escuchando a su grupo favorito. Los Ramones.
—¿Puedo poner otra cosa? —pregunta Ritchie.
—Claro. Pon Pryor —dice Marv. Últimamente a Jimi Hendrix le llamamos Richard Pryor. «Purple Haze» empieza a sonar y Marv pregunta—: ¿Dónde está Audrey?
—Aquí. —Entra.
—¿A qué huele? —Pregunta Ritchie con un escalofrío—. Es un olor familiar.
Marv lo sabe, sin duda, y me señala con un dedo acusador.
—Has traído a
Doorman
, ¿verdad?
—Tenía que hacerlo. Parecía tan solo cuando me iba.
—Sabes que aquí no es bienvenido.
Doorman
está en el hueco de la puerta de atrás, mirándonos. Ladra a Marv.
La única persona a la que ladra.
—No le caigo bien —observa Marv.
Otro ladrido.
—Porque le lanzas miradas asesinas y siempre te estás metiendo con él. Lo entiende todo, que lo sepas.
Discutimos un rato más, hasta que Audrey se pone a repartir cartas.
—¿Caballeros? —Se aclara la garganta.
En la tercera partida robo el As de tréboles.
«Padre O’Reilly», pienso.
—¿Qué haces este domingo, Marv?
—¿Qué quieres decir con «Qué haces este domingo».?
—¿Qué crees que quiere decir?
Ritchie interviene.
—Mira que eres puñetero, Marv. Me parece que Ed sólo te está preguntando si el domingo estás ocupado.
Marv señala ahora a Ritchie. Está de uñas porque he traído a
Doorman
.
—No te metas en esto, Pryor. —Se vuelve hacia Audrey—. Y tú también podrías cerrar el pico.
Audrey le mira atónita.
—¿Qué he dicho yo?
Interrumpo.
—No me refería sólo a Marv, sino a los tres. —Dejo las cartas sobre la mesa, boca abajo—. Necesito un favor.
—¿Qué favor? —pregunta Marv.
Ahora están atentos.
Esperando.
—Me estaba preguntando si podríamos ir… —dejo que las palabras salgan precipitadamente de mi boca— a la iglesia.
—¿Qué?
—¿Por qué no? —replico.
Marv intenta recuperarse de la impresión.
—¿Por qué demonios quieres que vayamos a la iglesia?
—En esa iglesia hay un cura y…
—¿No será uno de esos Chester?
—No, no lo es.
—¿Qué es un Chester? —pregunta Ritchie, pero nadie le contesta. En realidad le trae sin cuidado y enseguida lo olvida.
La siguiente en hablar es Audrey, que pone el toque de sensatez en todo esto.
—¿Y por qué, Ed?
Creo que ha entendido que tiene algo que ver con el As de tréboles.
—El cura es un buen tipo y creo que nos sentaría bien, aunque sólo fuera para reírnos.
—¿Irá ése de ahí?
Marv señala a
Doorman
.
—Naturalmente que no.
Ritchie es mi salvador. Será un caradura que vive del paro, un jugador empedernido y el dueño del tatuaje más espantoso del mundo, pero casi nunca discute. Con su acostumbrado estilo afable, dice:
—¿Por qué no, Ed? Yo iré a la iglesia contigo. —Y añade—: Para reírnos, ¿eh?
—Claro —digo.
Luego Audrey.
—Yo también, Ed.
Le toca a Marv, que se sabe en una situación delicada. No quiere ir, pero se da cuenta de que si se niega quedará como un cabrón. Finalmente suelta el aire de los pulmones y dice:
—Esto es increíble. Iré, Ed. —Ríe con pesar—. A la iglesia el domingo. —Meneando la cabeza—. Jesús.
Recojo mis cartas.
—Nunca mejor dicho.
Esa noche, de vuelta en casa, suena de nuevo el teléfono. No dejo que me intimide.
—¿Diga?
—Hola, Ed.
Es mamá. Suspiro aliviado y me preparo para el bombardeo. Hace tiempo que no sé nada de ella, por lo que debe de tener dos semanas o un mes de improperios que lanzarme.