Read Carta sobre la tolerancia y otros escritos Online
Authors: John Locke
Tags: #Tolerancia, #Liberalismo, #Empirismo, #Epistemología
Además, los extranjeros, como ajenos a la sociedad política de Israel, no estaban obligados a cultivar el rito mosaico y, por lo contrario, en el mismo pasaje donde se establece pena de muerte a los israelitas idólatras, se indica que los extranjeros no han de ser "vejados ni oprimidos" (Éxodo, 22, 20-21). Concedo que las siete naciones poseedoras de la Tierra Prometida debían ser totalmente aniquiladas, pero no porque fuesen idólatras ya que se excluyeron a los moabitas y otras naciones idólatras. La razón, pues, era que Dios era el rey de los hebreos y no podía tolerar en la tierra de Canaan, su reino, la adoración de otra divinidad, lo cual era un crimen de lesa majestad, algo que no concordaba con el dominio político de Yavé. He allí por qué toda la idolatría debía ser desarraigada del reino israelita, porque con ella se reconocía a otro rey y otro Dios contra la misma ley de su gobierno. Los indígenas también debían ser expulsados para que la posesión total de la tierra fuera concedida a los israelitas, razón por la que los emim y horim fueron expulsados por los descendientes de Lot y Esaú y sus tierras fueron dadas a los invasores, lo cual se nos relata en el segundo capítulo del Deuteronomio. Y aunque toda la idolatría fue borrada de la tierra de Canaan, no todos los idólatras fueron castigados. Josué perdonó a la familia de Rahab y a la nación de gibeonitas. Había muchas tierras fuera del reino de Canaan y muchas clases de idolatría entre los hebreos, tierras que se consideraban provincias, tras las conquistas de David y Salomón. Entre los prisioneros de tantas naciones, no leemos que alguno fuese castigado por idolatría, de la cual todos eran reos, ni se nos deja saber que alguno fuese obligado a seguir la religión mosaica y el culto al verdadero Dios. Si alguien deseaba convertirse en prosélito, tenía que abrazar las leyes de la ciudad israelita, o sea también su religión, mas esto era siempre espontáneo y no bajo la obligación del gobernante: lo solicitaba ansioso, como un privilegio, no lo recibía a su pesar, como una imposición. Tan pronto como se hacía ciudadano, estaba sometido a las leyes políticas de la comunidad, según las cuales toda idolatría estaba prohibida dentro de los límites de la tierra de Canaan, mas se excluían regiones fuera de ese límite.
Hasta aquí lo concerniente al culto externo. Tratemos ahora las cosas de la fe.
De los dogmas de religión, algunos son prácticos, otros son especulativos. Ambos tienen por misión conocer la verdad, que se asienta en el entendimiento, en tanto que el culto externo se refiere a la voluntad y las costumbres. Los dogmas especulativos y los artículos de fe, como son llamados, de los cuales sólo se exige el que sean creídos, no pueden ser introducidos en ninguna iglesia por ley civil, pues ¿con qué fin se establecería lo que no se puede cumplir? Creer que esto o aquello es verdad no depende de nuestra voluntad. Sobre esto ya se ha dicho bastante. Obligar a creer equivale a obligar a mentir tanto a Dios como a los hombres por la salvación. Sí el gobernante piensa de este modo salvar a los hombres, parece entender muy poco sobre el camino de la salvación. Y si no lo hace para salvarlos, ¿por qué es tan diligente sobre los artículos de fe al subrayarlos mediante la ley civil?
Además, el gobernante no debe prohibir que se enseñen opiniones especulativas en cualquier iglesia, pues no tienen ninguna relación con los derechos civiles. Si un católico romano cree que es verdad el cuerpo de Cristo en tanto que otro solamente cree que es pan, no ofende con ello a su prójimo; si un judío no cree que el Nuevo Testamento es palabra divina, no altera en nada los derechos humanos. Si un pagano niega ambos testamentos, no ha de ser castigado como un ciudadano indeseable. El poder del gobierno y los bienes de los súbditos deben encontrarse a resguardo de la fe. Gustoso concedo que ciertas opiniones sean falsas y absurdas, pero el deber del gobierno no radica en dar opiniones, sino sostener la protección y la seguridad de la comunidad. No hay que lamentarse de que sea así. Se obraría a favor de la verdad dejándola que ella sola arregle su caso, que poca ayuda le ha llegado y le llega del poder de los grandes señores, para quien no siempre es conocida ni grata. La verdad no tiene necesidad de fuerza para entrar a la mente del hombre ni es enseñada mediante la ley. Los errores reinan por la ayuda de socorros extraños. Si la verdad no gana el entendimiento por su sola fuerza, no podrá hacerlo con ayuda de otros apoyos. Y hasta aquí acerca de las opiniones especulativas. Pasemos ahora a las prácticas.
La rectitud de las costumbres, materia no menor de la religión, atañe también a la vida civil. En esta rectitud reside tanto la salud del alma como el bienestar de la comunidad política. Por ello, las acciones morales pertenecen a una y otra jurisdicción, tanto a la externa como a la interior, y se sujetan a uno y otro dominios: tanto al magistrado como a la conciencia. Mas existe un peligro: que una de estas jurisdicciones viole el derecho de la otra y nazca una discordia entre el defensor de la paz pública y el defensor de las almas. Mas si se examina con cuidado lo antes anotado sobre los límites de estos poderes, resulta fácil caminar en esta materia.
Todo hombre posee un alma inmortal, capaz de felicidad o de miseria eternas. La salvación depende de que el hombre haga lo que deba hacerse y crea en lo que deba creerse. De aquí se sigue, ante todo, que el hombre ha de observar esto, ante todo, con su máximo cuidado y aplicación, ya que nada tiene esta condición pasajera que valga más que la eterna. En segundo lugar, puesto que el hombre no viola derechos ajenos con su culto erróneo, ni ofende a otro al divergir en opiniones religiosas, el cuidado de su salvación le pertenece sólo al hombre particular. No debe entenderse que excluyo admoniciones caritativas ni esfuerzos para refutar errores, lo cual es deber del cristiano. Todos pueden emplear exhortaciones y argumentos para lograr la salvación de otro hombre, mas toda fuerza debe ser evitada y nada debe obligarse. Nadie debe obedecer incondicionalmente las admoniciones ni la autoridad de otro más allá de los limites de su propia persuasión. En lo tocante a salvación, cada hombre es dudo de sí mismo y de su supremo juicio; es algo que se trata sólo de él y por ello mismo lo ajeno no puede recibir ningún perjuicio.
Además de su alma inmortal, los hombres tienen su vida temporal, débil y de incierta duración, la cual es necesario sustentar con auxilios externos, con el trabajo y las dedicaciones. Las cosas que son necesarias para el mantenimiento no nacen espontáneamente y de esta condición le nace al hombre un nuevo cuidado. Mas siendo tal la condición del hombre que prefiere gozar su parte merced al trabajo ajeno que por el propio, la necesidad de defender al hombre con sus riquezas, obliga a entrar en sociedad unos con otros para que con ayuda recíproca y unida fuerza se pueda dar a cada quien las cosas que constituyen el desahogo en la vida temporal, dejando a cada hombre en su particular el cuidado de su salvación eterna, cuya obtención no puede ser facilitada por la diligencia de otro hombre, cuya perdida no podría perjudicar a otro, cuya preocupación y posición no podrían ser arrancadas por ninguna violencia. Puesto que los hombres entran así en las sociedades, fundadas en pactos mutuos de asistencia de las cosas temporales, pueden ser privados de este pacto por la rapiña y fraude de sus conciudadanos o por la violencia de invasores. El remedio del primer mal consiste en tener leyes, dándole a los gobernantes potestad sobre las cosas; el origen del segundo a mal consiste en tener armas, riquezas y abundante población. El poder legislativo tuvo este origen y se sostiene hoy dentro de estos limites y es el poder supremo en cualquier comunidad política, en tanto que ofrece seguridad de las posesiones privadas, el florecimiento de la paz, bienestar y riqueza del pueblo y protección mediante la fuerza de una invasión extranjera.
Establecidas así estas diferencias, resulta fácil entender las finalidades a que está sujeto el gobernante al dictar leyes: estas constituyen el bien común temporal, mundano que es la única razón de que los hombres constituyan sociedades. Y se desprende, también, las libertades que goza el particular respecto a lo que concierne la vida futura, o sea el hacer cada cual lo que crea más grato a Dios, de lo cual se desprende la salvación. La obediencia se debe ante todo a Dios, luego a las leyes. Preguntarás: ¿qué ocurre si el magistrado civil ordenase por ley algo que parece ilegítimo a la conciencia de un particular? Contesto que si el gobierno es dirigido con rectitud y las leyes del gobernante se dirigen al bien público, esto ocurrirá raramente, mas si ocurriera, creo que el particular ha de abstenerse de aquello que considera ilegítimo según su propia conciencia, mas ha de someterse al castigo, que no es para él ilegítimo de soportar. El juicio privado de cada cual acerca de leyes establecidas para el bien público y sobre materias civiles no suprime el carácter obligatorio de esas leyes ni autoriza las excepciones. Mas si la ley se refiere a cosas colocadas fuera del radio de acción de la autoridad civil (corno por ejemplo, el obligar a que se siga una religión extraña y se cultiven ciertos ritos), los hombres que piensan de otro modo no están obligados por ley, pues la sociedad política está instituida solamente para asegurar á cada hombre la correcta marcha de las cosas en esta vida y el cuidado de las almas debe quedar para cada particular. Así, la tutela sobre la vida terrenal y lo que rodea a ésta es asunto de la comunidad y la conservación de este estado compete al gobernante, quien no puede, por caso, quitar estas cosas por capricho a unos para dárselas a otros escudándose en la religión, la cual, sea falsa o verdadera, no causa ofensa pública en cosas terrenales, única materia de cuidado para el gobernante.
Preguntarás: ¿Qué ocurre si el gobernante cree que determinada ley se dicta para el bien público?, y te responderé que así corno el privado criterio de cada persona, si es errado, de ninguna manera la exime de una obligación legal, así el juicio privado del gobernante no le da derecho a imponer nuevas leyes a sus súbditos, si ese derecho no le estaba concedido ni podíaselo otorgar la constitución política, menos si el gobernante favorece a los miembros de su secta en perjuicio de los despojados. Preguntarás aún: ¿qué pasa si el gobernante cree que manda algo justo y sus súbditos piensan lo contrario? ¿Quién será el juez ante ellos? Respondo que solamente Dios, porque no hay ningún juez en la tierra entre el legislador y el pueblo. Digo que Dios es en este caso el único árbitro y en el juicio final retribuirá a cada uno de acuerdo a sus méritos, es decir, de acuerdo con sus comportamientos en el derecho, la ley, el bien público, la paz y la piedad. ¿Qué se hará entretanto? Respondo que el cuidado de cada uno es el de su alma y luego el esforzarse por la paz pública, aunque hay pocos que crean en ésta donde ven todo destruido. Dos motivos de disputa existen entre los hombres: por la ley y por la fuerza y están unidas en cuanto que al terminar una, comienza la otra. No es mi tarea observar hasta dónde se extienden las facultades del gobernante en las diferentes naciones: sé sólo lo que ocurre cuando surgen controversias sin un juez que las decida. Me dirás que el gobernante, por ser una fuerza mayor, hará lo pertinente para apoyar su punto de vista y te digo que así sucede, pero aquí no se trata de presentar situaciones, sino de indagar por la correcta norma jurídica.
Para venir a más particularidades debo decir que ningún dogma opuesto a la sociedad o a las buenas costumbres ha de ser tolerado por el gobernante, pero ejemplos de esto en cualquier iglesia son muy raros ya que ninguna secta suele llegar a tal insensatez de enseñar como dogmas actos que minan el pedestal de la sociedad; su propio interés, seguridad y paz no estarían seguros con estas enseñanzas.
Otro más escondido y por lo mismo más peligroso mal al Estado se presenta cuando algunos toman para sí y sus secuaces alguna prerrogativa contraria al derecho civil, ocultando el engaño con una envoltura de palabras. Casi nunca encontrarás quien enseñe abiertamente que no está obligado a mantener las promesas, que el príncipe puede ser derribado de su trono por alguna secta o que el señorío pertenece sobre todas las cosas a los de la secta, pues si se propusieran así estos puntos, atraerían la mirada del gobernante, quien pondría remedio y evitaría que el mal se extendiera. Mas se halla quienes dicen las mismas cosas con otras palabras. ¿Qué otra cosa dicen quienes enseñan el incumplimiento de las promesas con los heréticos? Ciertamente, quieren que se les conceda el privilegio de romper su promesa, puesto que consideran heréticos a todos los que no son de su religión o pueden declararlos tales cuando se les presente la ocasión. Con la afirmación de que los monarcas excomulgados serán privados de su reino, ¿qué pretenden sino el poder de derrocar a los reyes, puesto que erigen el derecho de excomulgar como propio de su jerarquía? Con la afirmación que la posesión y la riqueza están fundadas en la gracia, se atribuye a los promovedores de esta idea la posesión de toda cosa, pues no son tan cortos para no creer y demostrar que ellos son los verdaderamente devotos. Por eso, estos y otros hombres semejantes que atribuyen a los f irles, ortodoxos (o sea, ellos mismos) cualquier privilegio y poder sobre los demás en asuntos civiles y que bajo el pretexto de la religión reclaman para sí autoridad sobre los ajenos a su comunidad eclesiástica, éstos no deben ser tolerados por el gobernante, como tampoco quienes predican intolerancia en materia de religión, pues, ¿qué enseñan estos hombres sino que han de invadir, con la más pequeña excusa, todos los derechos de la comunidad, libertad y el bien de los ciudadanos y que piden al gobernante libertad hasta que no tengan suficiente fuerza propia para atreverse a realizar sus planes?
No puede ser tolerada por el magistrado una iglesia en la cual todos los que entran en ella pasan a ser súbditos de otro príncipe, pues por esto el gobernante daría lugar al establecimiento de mía jurisdicción extraña en su propio país y toleraría que sus propios ciudadanos se alistaran contra su patria. La superficial y falsa diferencia entre corte e iglesia no ofrece remedio alguno, especialmente cuando una y otra están igualmente sujetas a la autoridad absoluta de una sola persona, la cual tiene poder de persuadir en lo que le plazca a los miembros de su iglesia e incluso obligarlos bajo pena de condenación eterna: es en vano que alguien diga ser mahometano solamente de religión y en lo demás un fiel súbdito de un gobernante cristiano, pues al mismo tiempo confiesa tener ciega obediencia al Mufti de Constantinopla, el cual obedece enteramente al emperador otomano y compone oráculos de su religión de acuerdo a éste. Pero ese mahometano que vive entre cristianos renunciaría abiertamente a la república cristiana si reconociera que la misma persona es la cabeza tanto de la iglesia como del gobierno.