Amy Winehouse.
Me & Mr. Jones
. Alegre, bonita, efervescente. Voy circulando con la moto y el pez casi parece bailar al ritmo de la música, hasta tal punto se balancea en su bolsa llena de agua, que he colgado en el perno del parabrisas. ¡Madre mía, menuda tarde! Nunca más. En serio, no me gustaría volver a repetir una salida similar, aunque la verdad es que no estoy muy segura de que, si me vuelve a ocurrir, sea capaz de tener la lucidez y la determinación que he demostrado hoy. Ya está: Lo llamaré el Día de la Cebolla. Quiero ver si de verdad seré capaz de olvidarlo cuando me vuelvan a proponer un «Día de la Cebolla».
Antes de regresar a casa paso por Valle Giulia. Está lleno de curvas y debo prestar mucha atención para no acabar con la rueda de la moto dentro de los raíles del tranvía… ¡De lo contrario, puedo salir volando! Llego frente a la Galería Nacional de Arte Moderno, giro a la derecha y subo por Villa Borghese.
Bajo de la moto y me quito el casco. Prácticamente ha oscurecido ya, pero la fuente está iluminada.
—Mira, aquí dentro encontrarás un montón de pececitos como tú… Ya verás cómo vas a estar fenomenal…,
¡Sam!
Lo llamo así, pese a que no sé si es un macho o una hembra. Lo único que sé es que el Día de la Cebolla ha servido para salvar a alguien, al menos por el momento. Vierto el contenido de la bolsa de plástico en la fuente. Plof.
Sam
da un buen salto, se hunde y se detiene por un momento como si estuviera aturdido, pero acto seguido se libera de la estrechez de la bolsa de plástico, sacude la cabeza y, poco a poco, empieza a nadar con alegría.
—Eso es,
Sam
, diviértete… Vendré a verte pronto.
La verdad es que no sé si lo haré durante los próximos días, el mes que viene o incluso a lo largo del año, pero me gusta la idea de tener un amigo pez que de nuevo nada libre en esa fuente tan bonita. Lo reconoceré porque es rojo y tiene una pequeña mancha en el dorso, justo debajo de la aleta, y me encantará acercarme a él y decirle: «Eh,
Sam Cebolla
, ¿cómo te va?». Y verlo llegar procedente de cualquier rincón de la fuente y aproximarse a mí moviendo la aleta, pese a que no es un «pez-perro». Sí, ya sé que eso nunca ocurrirá, pero me gusta imaginar que podría ser así… por otra parte, si tú no crees en tus propios sueños, ¿cómo puedes esperar que otra persona lo haga por ti?
De manera que vuelvo a casa muy satisfecha y algo hambrienta. Pero cuando entro no encuentro a nadie. Sólo una nota: «Ve cuanto antes a casa de los abuelos. Todos estamos ahí. Tu madre». Esa firma, esa poca información, ese «Ve cuanto antes», esa prisa repentina incluso en la escritura… Esa manera de recalcar que es
mi
madre. Como si una chica de catorce años todavía no estuviera preparada, como si con los años no hubiese ido desarrollando las emociones, la manera de sentir, como si sólo fuera un motivo de preocupación y hubiera que temer su manera de reaccionar. Y mientras me dirijo hacia allí con la moto no dejo de pensar, de razonar, trato de entender. Pero no alcanzo a imaginar qué puede haber sucedido. No sé que en unos instantes oiré el silencioso sonido que produce la ruptura de un sueño.
Qué extraño. La puerta está abierta.
—Hola… Estoy aquí… ¿Mamá?
La veo al fondo del pasillo. Está mirando dentro de una habitación. A continuación me ve y esboza una sonrisa. Frágil. Leve. Cohibida. Llena de dolor. A un paso de las lágrimas. Una sonrisa que cuenta una historia. Que no entiendo. Que no quiero entender. Se acerca a mí, primero lentamente, después cada vez más veloz, hasta que casi echa a correr. Me abraza, me estrecha y cierra los ojos respirando profunda y prolongadamente. Pretende ser una madre, grande, fuerte. Y, en cambio, sólo es una hija con los ojos anegados en lágrimas.
—El abuelo ha muerto.
—¿Cómo?
Me entran ganas de gritar y rompo de inmediato a llorar.
—Chsss…, chsss…, tranquila, pequeña…
Mi madre me acaricia el pelo, me estrecha entre sus brazos, después me lleva consigo sin soltarme por el pasillo hasta que llegamos a la última habitación, la misma frente a la que ella se encontraba antes. El abuelo yace en la cama con un semblante sereno, aunque condenado al silencio. Siento cierto temor. No sé qué hacer. Alzo la mirada. Tengo los ojos llenos de lágrimas. Empañados. Como si fuesen unas lentes que cambian mi manera de verlas cosas.
En la habitación hay varias personas. Parientes. Parientes que hace tiempo que no veía. Alessandra. Rusty James está en un rincón. Mi padre habla al otro lado con su hermana. Me separo de mi madre. Me libero de ella y me acerco al abuelo. Me detengo junto a una de las esquinas de la cama. Después me armo de valor y me aproximo cada vez más. Siento sobre mí los ojos de los presentes. No levanto la mirada. La mantengo fija en el abuelo.
Lo siento mucho. Te echaré de menos. Siempre me hacías reír, y dibujabas tan bien. Me habría encantado llegar a ser tan buena como tú, que tú me enseñases. Siempre te mostrabas paciente, tranquilo, nunca alzabas la voz y me contabas cosas que me mostraban todo cuanto tú habías visto y yo desconocía. Además, ese amor tan grande que sentías…, como el dibujo que hiciste hace tan sólo unos días. Tu amor por la abuela. Alzo la mirada. Ella está sentada delante de mí en una silla pequeña. Tiene el pecho encogido, la cara lavada, sin una gota de maquillaje, está pálida y en silencio. Me mira sin decir nada. Luego mira de nuevo al abuelo. Y yo no aparto los ojos de ella. Primero ella, después él, a continuación los dos. ¿En qué estará pensando la abuela? ¿En alguno de los recuerdos que les pertenecían sólo a ellos dos? ¿Dónde está ahora? ¿En qué tiempo, en qué lugar? ¿En qué momento de los innumerables en los que ha sido amada? Me gustaría decirle: «¡Ha sido magnífico, abuela! Hacíais una pareja fantástica, siempre cogidos de la mano. ¡En vuestro amor no se percibía la menor huella de vejez! ¡A veces vuestros besos me obligaban a volverme! Emanaban el aroma del amor. ¿Qué vas a hacer ahora, abuela?». Se me encoge el corazón. Extiendo la mano, hago acopio de valor y la apoyo sobre la del abuelo. Está fría. De repente me siento sola. Al cabo de unos instantes veo cómo se desvanece un sueño: yo, llevándolo a él en la moto. El abuelo que me abraza y se ríe, con sus piernas largas y las rodillas tan altas que casi puedo apoyar en ellas los codos mientras conduzco. Nos lo habíamos prometido. Era una promesa, una promesa, abuelo. Menuda faena. Y me echo a llorar a lágrima viva.
¿Tu bebida sin alcohol preferida? El zumo de manzana.
¿A quién te gustaría encontrarte? Habría dicho Massi de no haber sido por la historia del abuelo. Ahora él ocupa el primer lugar porque me encantaría haberle podido decir una cosa.
¿Ves el vaso medio vacío o medio lleno? ¡Lleno hasta arriba!
Si tuvieses que elegir una profesión, ¿cuál sería? Fotógrafa.
¿De qué color te teñirías el pelo? De azul.
¿Consigues hacer castañetas con todos los dedos? Sí.
¿Alguna persona te ha «dado algo» últimamente? ¡El profesor de italiano! ¡Me ha puesto un sobresaliente en la redacción!
¿Has amado ya a alguien hasta el punto de llorar por él? Sí, pero nunca se lo he contado a nadie.
¿Colcha o edredón? Las dos cosas.
¿Cuáles son tus platos favoritos? La pasta a todas horas. Y la pizza.
¿Prefieres dar o recibir? Dar.
¿Prefieres dejar o que te dejen? No hay respuesta.
No sabía lo que estaba a punto de ocurrir, pero desde el 1 de abril, ese día en que todo el mundo gasta bromas, ya sean grandes o pequeñas, comprendí que iba a ser un mes especial… El más especial de mi vida.
—¿Y qué más? Sigue, Rusty James.
Me hundo en el sofá rojo, mi sofá.
Joey
está a mis pies, tranquilo, mueve de vez en cuando la cola y escucha conmigo las palabras que mi hermano nos lee. Su primera novela.
Nubes
. Aunque todavía no está muy seguro del título.
—Me gusta muchísimo…, continúa.
Rusty respira profundamente y luego retoma la lectura.
—«Sólo disponía de un instante para alcanzarlo. Lo miraba mientras se alejaba corriendo con el pelo al viento…»
Escucho sus palabras, lo veo detrás de esa mesa de madera con pocos objetos encima, la silla de paja en la que está sentado y esas páginas que vuelve una tras otra mientras su historia va cobrando vida. Lo contemplo mientras lee, mueve las manos, se divierte, se adentra en lo que ha escrito, contándome mucho más de lo que expresan sus palabras. Y lo escucho con los ojos cerrados, me emociono, no sé por qué me entran ganas de llorar. Quizá esté más sensible últimamente. Tal vez echo de menos al abuelo. Lamento que no pueda estar sentado aquí, en el sofá, escuchando conmigo las palabras de mí hermano. Luego sonrío, pero mantengo los ojos cerrados. Quién sabe, quizá las esté escuchando.
—«Y acto seguido la abrazo con fuerza. Ella me mira a los ojos.
»—Pero…
»—Chsss.
»Le pongo un dedo en los labios.
»—Silencio, ¿no sientes mi amor?
»Ella esboza entonces una sonrisa. Yo también.
»—No vuelvas a marcharte».
Rusty acaba la última página. Apoya las manos sobre la mesa. Yo abro los ojos.
—¡Caro! ¡Has vuelto a quedarte dormida!
—No… —Sonrío. Tengo los ojos brillantes de la emoción—. Te estaba escuchando… ¡«No vuelvas a marcharte»! Es precioso… ¿Cómo se te ocurren ciertas cosas?
—No lo sé… Se me ocurren sin más…
—¿Debbie tiene algo que ver?
—En absoluto…
Rusty se ruboriza levemente. Es la primera vez que lo veo un poco confuso, en fin, enrojecer de ese modo. A continuación me mira y sonríe.
—Bueno…, un poco sí tiene que ver… —Se pone serio de nuevo— Pero tú también… En la vida del escritor todo el mundo tiene algo que ver, dejan una palabra, una señal, una sonrisa, una expresión del rostro que permanece ahí, en la memoria, como una pincelada que nadie podrá borrar jamás…
«Ring.»
—¿Caro? ¿Estás ahí?
Oigo fuera los gritos de mis amigas.
—¡Eh, son ellas, han llegado!
Joey
y yo salimos corriendo. Clod y Alis están ahí.
Joey
se pone a saltar delante de Clod.
—¡Ven aquí…, precioso!
Se inclina hacia adelante y lo acaricia.
Joey
le hace un montón de fiestas y yo me siento algo celosa.
—¡Veo que al final lo habéis conseguido!
—Había mucho tráfico…
Cierran sus coches, que han aparcado al lado de mi moto.
—Las bicicletas están ahí.
—Yo quiero la blanca… Es la más elegante.
Alis lo dice riéndose. En cualquier caso, la coge la primera y sube de inmediato a ella. Clod monta en la otra y yo en la que queda libre.
—Pero ésta es demasiado alta para mí…
—¡Pues baja el sillín, Clod, así de sencillo!…
Ya está quejándose.
—Sí, pero no corráis demasiado, ¿eh?…
Rusty se asoma a la puerta.
—¿Me habéis oído? Id despacio, ¿eh?… Ya os imagino haciendo carreras. Y no vayáis más allá de las caravanas que hay al final de la pista para bicicletas; cuando lleguéis allí, dad media vuelta…
Alis ya se ha puesto en marcha.
—Pero así es muy corto.
Rusty se enoja un poco:
—Caro, hay cuatro kilómetros hasta allí… Es perfecto. No hagáis que me arrepienta de haberos dejado las bicicletas… —Y ayuda a Clod a bajar el sillín.
—Ya está, así deberías ir bien. Prueba a ver.
Clod monta encima.
—Sí, es perfecto.
Y partimos así, a orillas del Tíber, por la pista para bicicletas roja, en silencio, con el río que fluye apenas un poco por debajo de nosotras y el ruido del tráfico a lo lejos. Me levanto sobre los pedales y alcanzo en seguida a Alis con dos pedaladas veloces.
—Vaya sitio tan fantástico, ¿eh?
—El que es fantástico es tu hermano…
Me mira con el pelo ondeando al viento y aire malicioso.
—¿Te molesta si lo intento con él?
Sonrío.
—No, en absoluto. —A fin de cuentas, mi hermano no saldría jamás con una chica mucho menor que él.
Alis prosigue:
—Una vez me dijo que le recuerdo a su primera novia…, Carla. ¿Qué crees que quería decir?
—Vete tú a saber.
—Yo creo que se refería a otra cosa. No creo que te parezcas mucho a ella. Quizá se equivocase…
—Sí no me parezco a ella, entonces tengo yo razón. Era una manera de decirme que le gusto.
Alis alza los hombros y se pone de pie sobre los pedales para aumentar la velocidad. Yo también empiezo a correr. E inicia una carrera veloz en la que avanzamos una detrás de otra como si fuese el último
sprint
poco antes de llegar a la meta.
—¡Eh, mira que lo sabía! Esperadme… —Clod no altera su marcha y sigue con su pedaleo lento.
Un poco más tarde. El sol está a punto de ponerse, la pista para bicicletas está vacía, casi hemos recorrido ya los cuatro kilómetros. Me vuelvo hacia ellas.
—Eh, chicas, regresemos…
Clod asiente de inmediato.
—Sí, estoy cansada. —Me mira—. Hace más de media hora que pedaleamos.
Alis, en cambio, insiste:
—No, yo quiero hacer otro cuarto de hora; después podemos volver.
—Pero de ese modo dejaremos atrás las caravanas.
—¿Y qué más da?, no hay nadie. Tengo que adelgazar.
Alis se pone los auriculares del iPod, como si no quisiese escuchar a nadie, se levanta de nuevo sobre los pedales y arranca a toda velocidad con un impulso increíble, como si pretendiese hacer un último esfuerzo.
—Espera…, espera…
Pero ya no nos oye.
—Venga, Clod… Vamos.
—No puedo, de verdad…
—No podemos dejarla sola…
Empiezo a pedalear de nuevo. La verdad es que yo también estoy un poco cansada, pero no tardo en darle alcance. Alis me sonríe.
—¡Tenemos que volver! —Nada, lleva puestos los auriculares y no me oye. Grito un poco más fuerte—: ¡Tenemos que volver, no podemos alejarnos tanto!…
Alis parece hacerlo adrede. Mueve el pulgar y el índice señalando una oreja como para decirme que no me oye. Luego acelera, pedalea cada vez más fuerte y parte como un rayo, Sigue todo recto, más y más de prisa, hasta que desaparece detrás de la última curva que hay al fondo.
Yo aminoro la marcha y espero a Clod, que al final llega a mí lado.
—Qué palo… ¿Se puede saber adónde va esa loca? ¿Acaso no sabe que después hay que recorrer la misma distancia para regresar?