—¡Qué bien! Podemos ir en la Vespa.
—Giovanni conduce, ya te lo he dicho… ¡Tú todavía no tienes el permiso y estás aún medio dormida!
—Pero, mamá, sé llevarla de sobra. ¡Es imposible que me pille un guardia de aquí al colegio, está muy cerca!
—Bueno, si lo prefieres, puedes ir a pie entonces. Venga, Carolina, no protestes tanto, tu hermano te llevará.
Resoplo, ¡Vaya coñazo! Incluso el día de mi cumpleaños tienen que controlar todo lo que hago.
Pero nada más doblar la esquina. Rusty se detiene.
—Coge la Vespa…
Me hace bajar las piernas, acto seguido se apea él también y mete el casco 14 bis en el pequeño baúl que hay detrás.
—¿Qué haces?
—Me voy a casa. Adiós, diviértete en el colegio… ¡y felicidades de nuevo!
Se aleja con esa sonrisa irresistible, ajustándose la cazadora y metiendo las manos en los bolsillos.
—¡Gracias, Rusty James! —grito como una loca y arranco lentamente mi
Luna 9
.
La he bautizado así porque mientras buscaba información sobre lo que había sucedido el 3 de febrero leí que justo ese día, en 1966, una nave soviética aterrizó en la Luna. Se llamaba
Luna 9
. La verdad es que no se puede decir que esos soviéticos tengan mucha imaginación, pero a mi Vespa le queda bien. De hecho,
Luna
me hace quedar de miedo cuando «aterriza» en la puerta del colegio.
—¡No me lo puedo creer! ¿Dónde la has robado?
Gibbo, Filo y Clod se aproximan a mí corriendo, también Alis y algunas otras compañeras me hacen fiestas.
Alis siempre lo sabe todo.
—¡De robar, nada, imbécil, hoy es su cumpleaños!
Me abraza.
—¡Toma, esto es para ti! —Me da un paquete que abro muerta de curiosidad.
—¡Qué pasada! ¡Un iPod Touch! Alis…, ¡es ideal de la muerte!
—Así puedes escuchar todas las canciones que quieras mientras conduces tu nueva Vespa… Te he metido Finley, pero también Linkin Park, Amy Winehouse y Alicia Keys, para que puedas empezar a usarlo en seguida.
Mola muchísimo, basta con tocar la pantalla para mover las carátulas de los CD. Elijo una canción de Rihanna y me pongo los auriculares. Empiezo a cantar como una loca, bailo, río, salto y grito, con una felicidad que… Choco con una barriga prominente, importante, propia de un profesor. Me quito los auriculares.
—Profesor Leone…
—¿Sí, Carolina?
—Nada… ¡es que hoy es mi cumpleaños!
Espero un segundo. Luego él también me hace un regalo espléndido; ¡sonríe!
—Bueno, ¡en ese caso, felicidades! ¿Y vosotros, chicos? No es también vuestro cumpleaños, ¿verdad? Pues todos a clase, venga…
La mañana ha sido genial. Todos los profes se han enterado de que era mi cumpleaños y se han abstenido de preguntarme la lección.
Las 11.30. Suena el timbre del recreo.
—Quietos, chicos, no salgáis.
—Pero, profe, tenemos hambre, es la hora del recreo.
—Si os digo que os estéis quietos será porque tengo un motivo, ¿no os parece?
Me quedo un poco sorprendida, pero hago como si nada. En realidad estoy jugando con el iPod Touch… Sin embargo, de repente, entran por la puerta el abuelo Tom y la abuela Luci.
—¡Por eso no quería que bajaseis! —dice el profe.
—En caso de que no lo sepáis, hoy es el cumpleaños de nuestra querida nieta. ¡Felicidades, Caro!
¡La abuela Luci y el abuelo Tom han traído bandejas con pizza caliente! ¡Y además unos sándwiches buenísimos! Y unos bocadillos cuyo simple aroma hace que te ruede la cabeza…
—Abuelo, abuela, no deberíais… Después de la sorpresa de esta mañana…
Y me precipito en dirección a ellos y los abrazo con todas mis fuerzas, primero a uno y luego a otro. Y sólo pienso en ellos. En parte porque mis amigos se han abalanzado sobre las pizzas y ni siquiera nos miran. Pasado un momento, me suelto.
—Gracias, sois realmente un encanto.
Y me dirijo corriendo hacia las bandejas.
—¡Eh, dejadme algo!
Los abuelos permanecen en un segundo plano, mi abuelo con el pelo canoso, mi abuela, en cambio, no. Él es alto y ella, en cambio, no. Se abrazan y se miran de una manera que no soy capaz de describir, pero parecen incluso más felices que yo. A pesar de que luego la abuela cierra los ojos y veo que le aprieta la mano al abuelo y, por un momento, tengo la impresión de que se ha emocionado por algo, de que está a punto de echarse a llorar. Pero después mi atención se centra en Clod.
—Ya has comido un montón de bocadillos.
—Oh, es que me pirran…
—Ya, pero podrías dejar alguno para los demás.
—Pero si ellos prefieren la pizza.
Me encojo de hombros, en cuestión de comida es imposible razonar con ella. Cuando me doy la vuelta veo que mis abuelos ya no están. Por eso son maravillosos. Porque llegan y se van con una sonrisa, porque te sientes amada, porque nunca tienes la impresión de que te están riñendo, porque es como si ellos supiesen en todo momento lo que piensas pero hiciesen como si nada. En fin, que de alguna manera son mágicos, sólo que cuando intento explicarlo no lo consigo.
Luego, a primera hora de la tarde, se produce una extraña sorpresa. Me suena el teléfono. ¿Filo? ¿Qué querrá a estas horas? Son las tres.
—¿Qué pasa, Filo?
—Tengo un problema. Ahora no puedo explicártelo, pero… ¿puedes venir a la estación?
—¿A la estación? ¡Pero sí estoy estudiando!
—Vamos, tienes toda la vida para estudiar. Te lo suplico, estoy metido en un lío.
—Pero, vamos a ver, ¿no puedes llamar a Gibbo?
—Tiene el teléfono apagado.
—Sí, eso no te lo crees ni tú.
—¿Acaso crees que si no lo necesitase de verdad te molestaría justamente el día de tu cumpleaños? ¡Tú eres la única que puede ayudarme!
Guardo silencio por un momento. Vaya rollo.
—Te lo ruego…
Pausa. Tengo la impresión de que hace una pausa un poco más larga.
—Eres mi amiga.
—Está bien, ahora voy.
—¡Gracias, Caro!
Cuelga. Hay que reconocer que Filo tiene la increíble capacidad de encontrar las palabras adecuadas para convencerte de que hagas cosas que, de otra forma, nunca harías. Y, si al final no las haces, el tipo encima logra… ¡que te sientas culpable! Él sabe lo importante que es para mí la palabra amistad. Sin embargo, antes de salir quiero despejar una duda.
Marco el número. Sí, es cierto: Gibbo tiene el teléfono apagado.
La estación. Apago la moto, meto el casco en el baúl y después, pese a que no pienso quedarme mucho rato, pongo la cadena que me ha regalado el abuelo. Nunca se sabe. Incluso unos pocos minutos pueden ser fatales.
Me abrocho bien el abrigo, me encasqueto el gorro y recojo dentro de él mi melena rubia, así, para que no se me reconozca mucho, y no porque yo sea famosa como mi amiga Dakota, sino porque una chica sola en la estación… ¿Sabéis cuando en menos que canta un gallo se te pasan por la mente todas las cosas que te han dicho cuando eras pequeña? «Cuidado, no vayas sola a sitios peligrosos, no hables con desconocidos, no abras la puerta a nadie…» ¡En fin, hasta el punto de que si uno te pregunta la hora se arriesga a que le des una patada en cierta parte!
Me calo aún más el gorro, parezco Matt Damon en
El caso Bourne
… Bueno, más o menos, porque yo no tengo problemas de memoria. ¡Sólo me gustaría saber dónde narices está Filo! Lo llamo.
—Hola, ¿se puede saber dónde estás?
—¿Y tú?
—Frente a la estación.
—Entra.
—¿Que entre?
—Sí, pero date prisa, no quiero que me vean.
—¿Se puede saber qué pasa?
—Venga, Caro, no hagas tantas preguntas, eres la única que puede ayudarme. Andén número 7.
—¿Tengo que ir hasta ahí?
—Sí, yo no puedo hacerlo solo.
—Oye, si no me dices lo que sucede, no voy.
—Venga, no seas así, lo sabrás dentro de un minuto.
—Está bien, cuelgo.
—No, sigamos hablando…
—Vale. En ese caso, acabo de entrar…
«Y me estoy gastando un pastón en la llamada», me gustaría añadir, pero me parece un comentario feo. Tal vez sea verdad que tiene un problema serio.
—Vale, ahora dirígete a los andenes…
—Ya está.
—Sigue recto y ve hacia el número 7…
—Bien.
Echo un vistazo al panel de salidas. Andén 7. Antes de un cuarto de hora parte un tren para Venecia. Qué pena, en el de llegadas la procedencia ha desaparecido ya. Bueno, puede que no tenga nada que ver con el hecho de que Filo esté ahí.
—Eso es, Caro. Te veo, sigue avanzando…, vamos…
—Pero ¿dónde estás? Yo no te veo.
—Pero yo sí. Eres tú. Llevas un gorro azul…, ¡para que no te reconozcan!
Resoplo.
—Que sepas que ésta es la última vez; tú eres el único que me mete en estos líos. Gibbo no habría hecho jamás nada parecido…
—¡La verdad es que él también está implicado! —Y los dos aparecen de un salto de detrás de una columna—. ¡Felicidades!
Filo y Gibbo se abalanzan sobre mí, me abrazan y me cubren de besos. La gente que pasa por nuestro lado sonríe divertida.
—¡Venga ya, basta! ¡Sois unos tontos! ¿Era necesario hacerme venir hasta aquí para darme la sorpresa?
Me sueltan.
—Sí. —Filo sonríe—. Mira esto…
Me enseña una sudadera rosa, con su foto y su nombre estampados.
—¡Noo! ¡Qué guay! ¡Biagio Antonacci! ¡Mi cantante preferido!
—Y esto… —Gibbo las saca del bolsillo—. Son tres entradas para su concierto en Venecia.
—¿En Venecia?
—¡Sí! Y esto. —Filo los saca del bolsillo—. Son tres billetes para el tren. Así que… ¡vamos! ¡Está a punto de salir!
Me cogen de la mano y me arrastran. Tropiezo y estoy a punto de caerme.
—¡Estáis locos! Pero ¿qué voy a decirles a mis padres?
Gibbo me mira risueño.
—Tú tranquila… ¡Hemos pensado en todo! Te quedas a dormir en casa de Alis, que, en el último momento, te ha organizado una fiesta sorpresa.
—Eso es… ¡Tus amigas te han regalado incluso ropa para que te la pongas mañana!
—E irás directamente al colegio desde allí.
Los miro y sacudo la cabeza.
—Lo tenéis todo pensado, ¿eh?
—Claro, no hay que saltarse ni un solo día de clase…
—Eh, que somos chicos serios… ¡Este año tenemos el examen! ¡No podemos tomarnos el curso a la ligera!
Subimos al tren con el tiempo justo. Un instante después siento cómo se mueve debajo de mí y me parece increíble. Me pongo la sudadera. ¡Menos mal que he atado bien la moto! Nos sentamos en un compartimento.
—Ésos son nuestros asientos. Si quieres puedes sentarte ahí. ¿A que no te lo esperabas?
—En absoluto, pensé que Filo se había metido en uno de sus líos…
El tren va adquiriendo velocidad gradualmente. Miro por la ventanilla. Muros altos, calles de cemento y, después, cables de acero, vías que rodean viejos trenes abandonados con el color del óxido.
Chuf. Chuf. Dudum, dudum. Va cada vez, más rápido. Dudum, dudum… Y luego, de repente, el verde, los campos húmedos, los árboles, y esa naturaleza que en invierno resulta tan fresca, tan sana y vivificante. Respiro profundamente.
—¡Chicos, son los catorce años más bonitos de mi vida!
Filo y Gibbo sueltan una carcajada. ¡Empieza la aventura! Pasa el revisor y le mostramos los billetes. Tengo sed, pero Gibbo lleva tres botellas de agua en la mochila; me entra hambre y Gibbo tiene también dos Bounty de coco y chocolate, de esos que me gustan a rabiar. En fin, ¿os acordáis de
El caso Bourne
?, pues aún mejor.
Un poco más tarde; son las 18.00. He hablado con Alis, que, claro está, no se ha cortado en decirme lo que pensaba.
—¡No me lo puedo creer! A mí también me habría gustado ir… Es una sorpresa fabulosa…, ¡me muero de envidia!
—Venga ya… ¡Es mi cumpleaños! Duermo en tu casa, ¿vale?
—¡Vale!
Llamo a casa. Por suerte, me responde Ale. A veces es un engorro, pero en ocasiones resulta ideal, es muy fácil mentirle, como coser y cantar.
—¿Lo has entendido? Me quedaré a dormir en casa de Alis y mañana iré directamente al colegio desde allí.
—Vale.
—Repítelo.
—Uf… Te quedarás a dormir en casa de Alis e irás al colegio directamente.
—Y en caso de que quiera hablar conmigo…
—Que te llame al móvil.
—¡Eso es! ¡Veo que estás mejorando!
De hecho, justo cuando estamos a punto de llegar, me suena el teléfono.
—Es mi madre, ¿y ahora qué hago?
—Espera.
Gibbo se levanta y cierra la puerta del compartimento.
—Vale… —Exhalo un largo suspiro—. ¡Hola, mamá!
—Hola, Caro, ¿todo bien?
—Sí, de maravilla. Alis y mis amigas me han organizado una sorpresa estupenda.
Pero justo en ese momento la «sorpresa» me la da el tren. Por la megafonía suena una voz metálica: «Atención, los pasajeros que deseen comer algo tienen a su disposición el vagón restaurante…».
No espero a que siga: pulso una tecla y apago el teléfono.
—Vaya tela. ¡Sólo me faltaba esto! ¡Tenían que anunciarlo precisamente ahora! Espero a que acabe y luego llamo de inmediato a mi madre.
—¿Qué ha pasado?
—Nada, que no tenía mucha batería y se ha cortado.
—Intento calmarla.
—Por suerte, una de mis amigas tenía el cargador y lo hemos enchufado.
—Está bien. Pero ¿cómo lo harás para ir mañana al colegio?
—Me han regalado una camiseta, e incluso una muda de ropa interior.
—Ah…, veo que tus amigas han pensado en todo.
—Sí…
Miro a Gibbo y a Filo. Han estudiado hasta el último detalle de esta preciosa sorpresa…
—Está bien… Yo hablaré con tu padre.
—Gracias, mamá.
—No llegues muy tarde, Caro.
—No te preocupes, nos vemos mañana a la hora de comer.
Cuelgo y exhalo un suspiro de alivio.
—¡Yujuuu! Todo ha salido a pedir de boca.
Los abrazo y salto con ellos de felicidad. Y me siento más ligera, como si me hubiese quitado un peso de encima. Justo en ese momento, el tren se detiene.
—Venecia.
Esta vez soy yo la que los coge de la mano.
—¡Venga, bajemos!
Los arrastro fuera del tren y salimos de la estación. Nos adentramos en los canales de Venecia. Hay agua por doquier. Atravesamos pequeños puentes. La ciudad está llena de turistas. Hace un poco más de frío que en Roma, quizá porque es más tarde.