»Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!
El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.
—Que oiga yo otra de esas manifestaciones —dijo Scrooge— y os haré celebrar la Navidad echándoos a la calle. Eres de verdad un elocuente orador —añadió, volviéndose hacía su sobrino—. Me admira que no estés en el Parlamento.
—No os enfadéis, tío. ¡Vamos, venid a comer con nosotros mañana!
Scrooge dijo que le agradaría verle… Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verle… en el infierno.
—Pero ¿por qué? —gritó el sobrino—. ¿Por qué?
—¿Por qué te casaste? —dijo Scrooge.
—Porque me enamoré.
—¡Porque te enamoraste! —gruñó Scrooge, como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad—. ¡Buenas tardes!
—Pero, tío, si nunca fuisteis a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—No necesito nada vuestro, no os pido nada, ¿por qué no podemos ser amigos?
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—Lamento de todo corazón encontraros tan resuelto. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas, tío!
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
—¡Y feliz Año Nuevo!
—Buenas tardes —dijo Scrooge.
Su sobrino salió de la habitación, no obstante, sin pronunciar una palabra de disgusto. Detúvose en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge pues le correspondió cordialmente.
—Este es otro que tal —murmuró Scrooge, que le oyó—, un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.
Aquel lunático, al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos, y estaban en pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge.
Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.
—Scrooge y Marley, supongo —dijo uno de los caballeros, consultando una lista—: ¿Tengo el honor de hablar al señor Scrooge o al señor Marley?
—El señor Marley murió hace siete años —respondió Scrooge—. Esta misma noche hace siete años que murió.
—No dudamos de que su generosidad estará representada en su socio superviviente —dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.
Era verdad, pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra «generosidad», Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.
—En esta alegre época del año, señor Scrooge —dijo el caballero, tomando una pluma—, es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de tos pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable, cientos de miles necesitan alivio, señor.
—¿No hay cárceles? —preguntó Scrooge.
—Muchísimas cárceles —dijo el caballero, dejando la pluma.
—¿Y albergues para pobres? —interrogó Scrooge—. ¿Funcionan todavía?
—Funcionan, sí, todavía —contestó el caballero—. Quisiera poder decir que no funcionan.
—¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues, en todo su vigor? —dijo Scrooge.
—Ambos funcionan continuamente, señor.
—¡Oh!, tenía miedo, por lo que decíais al principio, de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios —dijo Scrooge—. Me alegra mucho saberlo.
—Persuadidos de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud —continuó el caballero—, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas, aquella en que la Necesidad se siente con más intensidad y la Abundancia se regocija. ¿Con cuánto queréis contribuir?
—¡Con nada! —replicó Scrooge.
—¿Queréis guardar el anonimato?
—Quiero que me dejéis en paz —dijo Scrooge—. Puesto que me preguntáis lo que quiero, señores, ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de los que os he hablado… y que cuestan bastante, y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.
—Muchos no pueden, y otros muchos preferirían morir.
—Si prefieren morir —dijo Scrooge—, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.
—Pues… debierais entender —hizo observar el caballero.
—No es de mi incumbencia —replicó Scrooge—. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!
Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.
Entretanto, la bruma y la obscuridad hiciéronse tan densas que las gentes marchaban alumbrándose con antorchas, ofreciéndose a marchar delante de los caballos de los coches para mostrarles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana parecía estar siempre atisbando a Scrooge por una ventana gótica del muro, se hizo invisible, y daba las horas envuelta en las nubes, resonando después con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes a aquella elevadísima cabeza. El frío se hizo intenso. En la calle Mayor, en la esquina de la calleja, algunos obreros hallábanse reparando los mecheros de gas y habían encendido una gran hoguera, a la cual rodeaba un grupo de mendigos y chicuelos, calentándose las manos y guiñando los ojos con delicia ante las llamas. Taponados los sumideros, el agua sobrante se congelaba con rapidez y se convertía en hielo. El resplandor de las tiendas, donde las ramas de acebo cargadas de frutas brillaban con la luz de las ventanas, ponía tonos dorados en las caras de los transeúntes. Las pollerías y las tiendas de comestibles estaban deslumbrantes, era un glorioso espectáculo ante el cual era casi increíble que los prosaicos principios de oferta y demanda tuvieran algo que hacer. El alcalde de la ciudad, en la fortaleza de la poderosa Casa Consistorial, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y reposteros para celebrar la Navidad de una manera digna de la casa de un alcalde, y hasta el sastrecillo, que había sido multado con cinco chelines el lunes anterior por estar borracho y montar escándalo en las calles, preparaba en su guardilla la confección del pudding del día siguiente mientras su flaca esposa iba con el nene a comprar la carne indispensable.
Más niebla aún y más frío. Frío agudo, penetrante, mordiente. Si el buen San Dunstan hubiera solamente arañado la nariz del diablo con un tiempo como aquél, en vez de usar sus armas habituales, en verdad que el diablo habría exhalado formidables rugidos.
El propietario de una naricilla juvenil, roída y mordisqueada por el hambriento frío como los huesos roídos por los perros, se detuvo ante la puerta de Scrooge para obsequiarle por el ojo de la cerradura con una canción de Navidad. Pero no había hecho más que empezar, «Que Dios os bendiga, alegre caballero, que nada pueda nunca disgustaros…», cuando Scrooge cogió la regla con tal decisión que el cantor corrió lleno de miedo, abandonando el ojo de la cerradura, a la niebla y a la penetrante helada.
Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. De mala gana se alzó Scrooge de su asiento y tácitamente aprobó la actitud del dependiente en su cuchitril, quien inmediatamente apagó su luz y se puso el sombrero.
—Supongo que necesitaréis todo el día de mañana —dijo Scrooge.
—Si no hay inconveniente, señor.
—Pues sí hay inconveniente —dijo Scrooge— y no es justo. Si por ello os descontara media corona, ¿pensaríais que os perjudicaba y que estaría obligado a pagarla?
El dependiente sonrió lánguidamente.
—Sin embargo —dijo Scrooge—, no pensáis que me perjudico pagando el sueldo de un día por no trabajar.
El dependiente hizo notar que eso ocurría una sola vez al año.
—¡Una pobre excusa para morder en el bolsillo de uno todos los días veinticinco de diciembre! —dijo Scrooge, abrochándose el gabán hasta la barba—. Pero supongo que es que necesitáis todo el día. Venid lo más temprano posible pasado mañana.
El dependiente prometió hacerlo, y Scrooge salió gruñendo. Cerróse el despacho en un instante y el dependiente, con los largos extremos de su bufanda blanca colgando hasta más abajo de la cintura (pues no presumía de abrigo), bajó un resbaladero en Cornhill, al final de una calleja llena de muchachos, veinte veces, para celebrar la Nochebuena, y luego salió corriendo hacia su casa en Camden-Town, para jugar a la gallina ciega.
Alegría
Scrooge cenó melancólicamente en su melancólica taberna habitual, y después de leer todos los periódicos, se entretuvo el resto de la noche con los libros de cuentas y se fue a acostar. Ocupaba las habitaciones que habían pertenecido anteriormente a su difunto socio. Eran una serie de cuartos lóbregos en un sombrío edificio al final de una calleja, y en el cual había tan poco movimiento, que no se podía menos que imaginar que había llegado allí corriendo, cuando era una casa de pocos años, mientras jugaba al escondite con las otras casas, y había olvidado el camino para salir. Era ésta, entonces, bastante vieja y bastante lúgubre; sólo Scrooge vivía en ella, pues los otros cuartos estaban alquilados para oficinas. La calleja era tan obscura que el mismo Scrooge, que la conocía piedra por piedra, veíase obligado a cruzarla a tientas. La niebla y la helada se agolpaban de tal modo ante la negra entrada de la casa, que parecía como si el Genio del Invierno se hallase meditando tristemente sentado en el umbral.
Hay que advertir que no había absolutamente nada de particular en el llamador de la puerta, salvo que era de gran tamaño. Hay que hacer notar también que Scrooge lo había visto, de día y de noche, durante toda su residencia en aquel lugar, y también que Scrooge poseía tan poca cantidad de lo que se llama fantasía como cualquier otro vecino de la ciudad de Londres, aun incluyendo —la frase es algo atrevida— las Corporaciones, los miembros del Concejo municipal y los de los Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que aquella tarde hizo mención de los siete años transcurridos desde su muerte. Y ahora, que me explique alguien, si puede, cómo sucedió que Scrooge, al meter la llave en la cerradura, vio en el llamador —sin mediar ninguna mágica influencia—, no un llamador, sino la cara de Marley.
La cara de Marley. No era una sombra impenetrable, como los demás objetos de la calleja, pues la rodeaba un medroso fulgor semejante al que presentaría una langosta en mal estado puesta en un sótano obscuro. No aparecía colérico ni feroz, sino que miraba a Scrooge como Marley acostumbraba: con espectrales anteojos levantados hacía la frente espectral. Agitábanse curiosamente sus cabellos, como ante un soplo de aire ardoroso, y sus ojos, aunque hallábanse abiertos por completo, estaban absolutamente inmóviles. Todo eso, y su palidez, le hacían horrible, pero este horror parecía ajeno a la cara, fuera de su control, en vez de formar parte de su propia expresión.
Cuando Scrooge se puso a considerar atentamente aquel fenómeno, ya el llamador era otra vez un llamador.
Decir que no se sintió inquieto o que su sangre no experimentó una terrible sensación, desconocida desde la infancia, sería mentir. Pero llevó la mano a la llave que había abandonado, la hizo girar resueltamente, penetró y encendió una bujía.
Detúvose con vacilación momentánea, antes de cerrar la puerta, y miró detrás de ella con desconfianza, esperando casi aterrorizarse con la vista del cabello de Marley pegado en la parte exterior, pero no había nada sobre la puerta, excepto los tornillos y tuercas que sujetaban el llamador, por lo cual exclamó: «¡Bah, bah!» y la cerró de golpe.
Resonó el portazo en toda la casa como un trueno. Encima todas las habitaciones, y debajo todas las cubas en el sótano del vinatero, parecieron poseer estrépito de ecos independientes de la puerta de Scrooge que no era hombre a quien espantasen los ecos. Sujetó la puerta, cruzó el zaguán y empezó a subir la escalera lentamente, sin embargo, alumbrando a un lado y a otro conforme subía.
Podéis hablar vagamente de las viejas escaleras de antaño, por las cuales hubiera podido subir fácilmente un coche de seis caballos o el cortejo de una sesión parlamentaria. Pero yo os digo que la escalera de Scrooge era cosa muy diferente, podría subir por ella un coche fúnebre, y lo haría con toda facilidad.
Había allí suficiente amplitud para ello y aun sobraba espacio; tal es, quizás, la razón por la cual pensó Scrooge ver una comitiva fúnebre en movimiento delante de él en la obscuridad. Medía docena de faroles de gas de las calles no habrían iluminado bastante bien el vestíbulo; supondréis, pues, que estaba un tanto obscuro con la manera de alumbrar de Scrooge, que siguió subiendo sin preocuparse por ello. La obscuridad es barata y por eso agradábale a Scrooge. Pero antes de cerrar la pesada puerta, registró las habitaciones para ver si todo estaba en orden; precisamente deseaba hacerlo, porque persistía en él el recuerdo de aquella cara.