Read Campeones de la Fuerza Online
Authors: Kevin J. Anderson
—¿No deberíamos ir a echar un vistazo a nuestras propiedades?
—De acuerdo —dijo Mara volviéndose hacia él—. Vayamos en tu nave, Calrissian. Tú pilotarás.
Lando disfrutó con el contacto familiar de sus controles y deslizó las manos sobre la lisa y suave superficie de los asientos. El
Dama Afortunada
era su yate espacial, y había sido construido siguiendo sus diseños. Lando iba a compartir la cabina con una mujer muy hermosa e inteligente para ir a un planeta en el que tenía intención de ganar una fortuna. Después de todo aquello, no creía que el día pudiera mejorar mucho más.
Y estaba en lo cierto.
Sobrevolaron la superficie desierta y calcinada de Kessel y pasaron por encima de una de las enormes fábricas de atmósfera, que en el pasado había escupido aire manufacturado para sustituir las pérdidas constantes que se producían como resultado de la baja gravedad.
Pero la gigantesca chimenea estaba medio en ruinas, y su exterior blanquecino se hallaba moteado por las señales negras de los rayos desintegradores. El suelo reseco —ya carente de vida salvo por algunos retazos de vegetación extremadamente resistente— había sido arrasado por los bombarderos TIE y los ataques con baterías turboláser lanzados desde el espacio.
—Más de la mitad de las fábricas de atmósfera están destruidas o no funcionan —explicó Mara—. La almirante Daala causó muchos daños. Al parecer pensó que esto era una base rebelde, y disparó contra todo lo que aparecía en sus pantallas de puntería.
Lando sintió que se le formaba un vacío en el estómago.
—Esto va a exigir mucho más trabajo de lo que me había imaginado en un principio —dijo.
Pero enseguida se consoló calculando las enormes cantidades de riquezas no reclamadas por nadie que ocultaban los túneles y pensando en cómo podía conseguir cuadrillas de androides, sullustanos y otras razas alienígenas que trabajaran en ellos a cambio de un porcentaje en los beneficios. Quizá necesitaría algo más de tiempo para recuperar su inversión inicial, pero la demanda de brillestim pura era tan grande que podría subir los precios... por lo menos hasta que empezara a obtener beneficios.
—Vamos a la prisión —dijo Lando—. Esa fortaleza tendría que haber sido capaz de resistir los ataques lanzados desde el espacio, y creo que la utilizaré como base de operaciones. Necesitará una cierta labor de reconversión, claro, pero deberíamos poder adaptarla para que funcione como centro de control de nuestro nuevo complejo de manufacturación.
La velocidad a la que avanzaba la
Dama Afortunada
fue devorando rápidamente los kilómetros, impulsándola a través del paisaje vacío hasta que un enorme trapezoide surgió ante ellos y se alzó como un monumento colosal sobre la árida superficie de Kessel.
La antigua prisión imperial había sido construida con lisa roca sintética de un nada atractivo tono amarronado general en el que aparecían vetas de otros colores. Una aglomeración de ventanas de cristal brotaba de la fachada que bajaba en ángulo hacia el suelo, y los tubos de los ascensores se deslizaban a lo largo de los ángulos de la estructura. El edificio estaba cubierto de quemaduras, pero no parecía haber sufrido ningún daño.
Lando dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bien, al menos tiene aspecto de estar intacta —dijo—. Parece que algo ha salido bien para variar, ¿verdad? Sí, esta prisión será el sitio ideal para empezar... —Se volvió hacia Mara y sonrió—. ¡Creo que tú y yo deberíamos bautizar nuestros nuevos cuarteles generales!
Mara Jade frunció el ceño y siguió mirando por el visor delantero.
—Ah... Hay un problema, Calrissian.
Lando y Han se volvieron hacia ella. La prisión se fue haciendo más y más grande a medida que la
Dama Afortunada
se iba aproximando a ella.
—Bueno, verás, el caso es que Moruth Doole se ha hecho fuerte dentro del edificio de la prisión —siguió explicando Mara—. Está muerto de miedo, y no sabe qué hacer... Todos sus secuaces han huido o han muerto, y ahora está utilizando los sofisticados sistemas defensivos de la prisión para impedir que nadie entre en ella.
La fortaleza parecía totalmente impenetrable, una gigantesca masa agazapada de pétrea armadura. Lando no tenía ni el más mínimo deseo de volver a ver a Moruth Doole, y sabía que a Han le ocurría exactamente lo mismo que a él.
—Vaya, ojalá te hubieras acordado de mencionar ese detalle un poquito antes —dijo Lando, y torció el gesto mientras hacía que la
Dama Afortunada
empezara a descender.
Terpfen aguardaba pacientemente en silencio, rodeado por la implacable limpieza de las estancias médicas del antiguo Palacio Imperial. El calamariano esperaba y contemplaba cómo las burbujas de masaje del tanque bacta actuaban sobre el cuerpo enfermo de Mon Mothma.
Las estancias médicas relucían con una blancura esterilizada. Las baldosas del suelo y las paredes habían sido limpiadas con ácido, y los utensilios y el equipo quirúrgico brillaban despidiendo reflejos plateados y cromados. Los monitores murales parpadeaban con un lento latido regular, proclamando el imparable declive de la salud de Mon Mothma.
Dos centinelas de la Nueva República montaban guardia delante de las puertas del complejo médico para asegurarse de que nadie entraría en él si no contaba con la debida autorización.
Paneles de absorción sónica instalados en el techo hacían casi inaudibles los susurros mecánicos que resonaban en la gran sala. Dos androides médicos de cabeza en forma de bala flanqueaban el tanque, atendiendo a Mon Mothma sin prestar la más mínima atención a la presencia de Terpfen.
Ackbar permanecía inmóvil junto a él, su alta y robusta silueta envarada por la tensión.
—Morirá pronto —dijo.
Terpfen asintió. No tenía muchas ganas de hablar con Mon Mothma, pero sabía que era necesario que lo hiciese y ya se había resignado a ello.
El mismo Emperador había permanecido en aquellas cámaras para someterse a rigurosos tratamientos a medida que los procesos del lado oscuro iban pudriendo su cuerpo físico. Las mismas instalaciones que habían sido utilizadas entonces quizá podrían acabar con el mal que estaba royendo a Mon Mothma por dentro. Pero Terpfen ya sabía qué lo había causado, y no tenía muchas esperanzas de que eso fuera posible...
Los ojos verde azulados de Mon Mothma parpadearon bajo la oscura solución que llenaba el tanque bacta. Terpfen no podía saber si era capaz de ver sus siluetas inmóviles delante del tanque, o si meramente había percibido su presencia. Mon Mothma movió la cabeza, y el grueso conducto del aire se movió con ella. Las burbujas seguían estrellándose contra su cuerpo, introduciendo soluciones tonificantes a través de todos sus poros.
Mon Mothma dejó de agarrarse a los estabilizadores colocados dentro del tanque y fue flotando lentamente hacia la superficie. Los androides la ayudaron a salir de él y la sostuvieron mientras sus delgadas ropas goteaban hilillos de solución sobre las rejillas de drenaje incrustadas en el suelo. La tela era muy delgada, pero aun así parecía resultarle tan pesada como si estuviera envuelta en una mortaja de plomo. Su cabellera rojiza se había pegado al cráneo como si fuera un bonete. Sus ojos estaban hundidos en las órbitas, y su rostro había quedado surcado por profundos desfiladeros de dolor y debilidad.
Mon Mothma llenó los pulmones y exhaló, y apoyó la palma de la mano sobre los hombros de metal verde del androide médico. Después alzó la cabeza con un visible esfuerzo y saludó a sus visitantes.
—Los tratamientos sólo me proporcionan nuevas energías durante una hora, y su efectividad disminuye a cada día que pasa —dijo—. Me temo que muy pronto no servirán de nada, y cuando eso ocurra ya no podré seguir desempeñando mis funciones como Jefe del Estado. La única pregunta a responder es si dimitiré antes de que el Consejo me deponga... —Se volvió hacia Terpfen—. No te preocupes, se por qué estás aquí.
Los acuosos ojos del jefe de mecánicos calamariano parpadearon rápidamente.
—No creo... —empezó a decir.
Mon Mothma alzó una mano para interrumpir sus objeciones.
—Ackbar ha hablado mucho rato conmigo —dijo—. Ha examinado a fondo tu caso, y estoy de acuerdo con las conclusiones a las que ha llegado. No actuaste por voluntad propia, y sólo fuiste una víctima. Te has redimido a ti mismo, y la Nueva República no puede permitirse el lujo de prescindir de aquellos defensores suyos que están dispuestos a seguir luchando. Ya he dictado un perdón completo para ti.
Mon Mothma se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas.
Los dos androides médicos se apresuraron a ayudarla a llegar hasta una silla.
—Quería asegurarme que ese asunto quedaba resuelto antes de que... —murmuró mientras se sentaba.
Ackbar emitió un gruñido ahogado para aclararse la garganta.
—He venido aquí para decirte que yo también he decidido quedarme, Mon Mothma —murmuró—. Solicitaré que se me devuelva mi rango anterior ahora que ha quedado claro que el accidente ocurrido en Vórtice no se debió únicamente a un error mío, como había pensado en un principio. Los calamarianos son una raza resistente y fuerte... pero si la Nueva República no es fuerte, entonces el trabajo que haga en mi hogar no dará ningún fruto, porque nos enfrentaremos a una galaxia llena de sombras y de miedo.
Mon Mothma sonrió a Ackbar, y en su rostro apareció una sincera expresión de alivio.
—Saber que estarás aquí hace que me sienta mucho mejor de lo que nunca ha conseguido hacerme sentir ninguno de estos tratamientos, Ackbar —dijo. Después sus rasgos se llenaron de abatimiento, y Mon Mothma permitió que el mentón se le fuera inclinando hacia las manos, en un momento de debilidad que jamás habría mostrado delante de los miembros del Consejo—. ¿Por qué ha tenido que escoger este preciso momento la enfermedad para atacarme? Soy tan mortal como todos los demás, pero... ¿Por qué ahora?
Terpfen cruzó el suelo resbaladizo sintiendo la fría lisura de la superficie bajo las plantas de sus pies e inclinó su cabeza cubierta por un trazado de cicatrices. Los dos guardias de la Nueva República se envararon en el umbral al ver que el conocido traidor estaba tan cerca de su Jefe de Estado, pero Mon Mothma no mostró ninguna alarma. Terpfen bajó la mirada hacia ella.
—Ése es precisamente el tema del que he venido a hablar contigo, Mon Mothma —murmuró—. He de revelarte lo que te ha ocurrido.
Mon Mothma parpadeó y esperó a que siguiera hablando.
Terpfen buscó las palabras adecuadas. Su mente parecía haber quedado terriblemente vacía después de la neutralización de los circuitos biológicos implantados por los médicos imperiales. Terpfen siempre había odiado las insistentes compulsiones que llegaban hasta él desde Carida, pero su desaparición le había dejado a solas con sus pensamientos. Ya no había nadie dentro de su cráneo que pudiera torturarle o servirle como guía.
—No sufres ninguna enfermedad, Mon Mothma —dijo por fin—. Has sido envenenada.
Mon Mothma alzó la cabeza con repentina sorpresa, pero no le interrumpió.
—Se trata de un veneno de acción muy lenta que va consumiendo el organismo, y ha sido concebido para adaptarlo específicamente a tu estructura genética.
—Pero en ese caso... ¿Cómo fui expuesta a ese veneno? —Mon Mothma clavó la mirada en Terpfen. No le estaba acusando, pero insistía en obtener respuestas—. ¿Fuiste tú el que lo hizo, Terpfen? ¿Fue otra de tus acciones programadas?
—¡No! —Terpfen retrocedió tambaleándose—. He hecho muchas cosas... pero ésta no es una de ellas. El veneno fue administrado por el embajador Furgan delante de los ojos de docenas de personas durante la recepción diplomática celebrada en los Jardines Botánicos de la Cúpula del Cielo. Furgan se trajo su propia bebida alegando temer que alguien podía tratar de envenenarle. Trajo dos recipientes, uno a cada lado de su cadera... Un recipiente contenía su bebida, y el otro contenía un veneno desarrollado especialmente para acabar contigo. Fingió proponer un brindis, y después te arrojó una copa llena de veneno a la cara. La sustancia se infiltró en tus poros, y ha estado multiplicándose y atacando tus células desde aquel momento.
Tanto Ackbar como Mon Mothma le estaban mirando con los ojos llenos de asombro.
—¡Por supuesto! —exclamó Mon Mothma—. Pero han pasado meses desde esa recepción. ¿Por qué escogió una forma tan lenta de... ?
Terpfen cerró los ojos, y las palabras acudieron a su mente como si estuviera recitando un guión aprendido de memoria.
—Querían una agonía muy larga que te fuera debilitando poco a poco debido a los terribles efectos que eso produciría sobre la moral de la Nueva República. Si se hubieran limitado a matarte, te habrías convertido en una mártir. Tu muerte podría haber galvanizado a sistemas que habrían permanecido neutrales en otras circunstancias y haberles impulsado a apoyar a la Alianza, pero un debilitamiento lento y progresivo podría ser visto como un decaimiento general de la Alianza.
—Comprendo —dijo Mon Mothma.
—Muy astuto —dijo Ackbar—. Pero ¿qué vamos a hacer con esta información? ¿Qué más sabes acerca del veneno, Terpfen? ¿Cómo podemos combatir sus efectos?
El silencio que había dentro de su cabeza era como un alarido ensordecedor para Terpfen.
—No es un auténtico veneno. Es un enjambre autorreplicante de nano-destructores, de virus microscópicos creados artificialmente que están acabando una por una con las células de Mon Mothma y que van desmantelando sus núcleos. No dejarán de actuar hasta que haya muerto.
—¿Y qué podemos hacer entonces? —insistió Ackbar.
La impotencia y el dolor que se habían ido acumulando dentro de Terpfen llegaron a ser tan grandes que escaparon de él como una estrella que por fin ha alcanzado el punto de ignición.
—¡No podemos hacer nada! —gritó—. Saber que se trata de un veneno no nos sirve de nada, ¡porque no existe ninguna cura posible!
El maltrecho Destructor Estelar
Gorgona
a duras penas había logrado sobrevivir a la travesía del torbellino gravitacional que debía ser cruzado para llegar al interior del cúmulo de las Fauces.
La almirante Daala se había puesto el arnés de seguridad de una silla de mando en el puente, y había pemanecido en ella mientras el Destructor Estelar era golpeado por fuerzas de marea que hubiesen hecho añicos la nave si su trayectoria se hubiera desviado del rumbo trazado. Daala había ordenado a su dotación que buscara refugio en las zonas mejor protegidas, diciéndoles que se ataran a sus puestos y se preparasen para un viaje considerablemente accidentado. Había muy pocos caminos conocidos dentro del cúmulo de las Fauces y Daala había escogido el más corto, la «puerta trasera», pero aun así su nave no se hallaba en condiciones de soportar aquellas tremendas tensiones durante mucho tiempo.