Read Campeones de la Fuerza Online
Authors: Kevin J. Anderson
Terpfen permanecía inmóvil bajo la enorme sombra del Gran Templo mientras las primeras claridades del amanecer que traía consigo la aparición de Yavin se iban intensificando, calentando las junglas poco a poco hasta que las primeras hilachas de neblina brotaron del suelo y se enroscaron en el aire.
Terpfen, que había quedado paralizado de miedo ante la inmensa y antiquísima pirámide escalonada, hizo girar sus ojos circulares para contemplar la zona de descenso en la que había dejado su caza B robado. La nave emitía crujidos y chasquidos mientras se iba enfriando entre la maleza recortada que ya volvía a crecer en la pista. Terpfen vio las decoloraciones del casco indicadoras de los sitios en que los cazas X que le habían perseguido al huir de Coruscant habían obtenido impactos directos.
Alzó la mirada y vio a varios estudiantes Jedi, siluetas diminutas que se recortaban en la cima del templo. A medida que la luna cubierta de junglas se movía en su órbita alrededor del gigante gaseoso, la configuración del sistema provocaba un fenómeno muy inusual que había dejado asombrados a los rebeldes cuando establecieron su base secreta en el pequeño satélite.
Los rayos de luz que atravesaban las capas superiores del primario de Yavin quedaban refractados en muchos colores distintos, y después llegaban a la atmósfera de la luna, chocando con ella y siendo filtrados por los telones de neblina que ascendían lentamente del suelo hasta dejar en libertad un diluvio de arco iris que sólo duraba unos minutos cada amanecer. Los estudiantes Jedi se habían congregado para contemplar la tormenta de arco iris en el último nivel del templo, y habían visto bajar su nave. Ya estaban llegando.
Terpfen, que llevaba un mono de piloto de caza ceñido al cuerpo, sintió cómo su corazón empezaba a latir más deprisa y se dio cuenta de que le daba vueltas la cabeza. Lo que más le aterrorizaba era la idea de confesar sus traiciones, pero Terpfen tenía que enfrentarse a lo que había hecho. Intentó ensayar las palabras de su confesión, pero decidió que no le serviría de nada hacerlo. No había ninguna manera de compartir aquella horrible noticia que pudiera reducir su espantoso impacto.
Se sentía tan débil como si estuviera a punto de perder el conocimiento, y se agarró a los fríos bloques cubiertos de musgo del templo con una mano-aleta. Temía que Carida se las arreglase de alguna manera para volver a encontrarle, y que Furgan volviese a clavar sus garras en los componentes orgánicos con que habían sustituido algunas porciones de su cerebro.
¡No! ¡Su mente volvía a pertenecerle! Llevaba más de un día sin experimentar el tirón impalpable de sus amos imperiales. Terpfen ya había olvidado lo que se sentía al poder pensar sus propios pensamientos, y había ido saboreando aquella nueva libertad con un creciente asombro. Se había permitido concebir la fantasía de acabar con el poder del Imperio, e incluso se había imaginado a sí mismo estrangulando al embajador Furgan, aquel ser horrible de ojos saltones.
Y ninguna presencia sombría había surgido de la nada para aplastar su mente mientras albergaba aquellos pensamientos. Se sentía tan... ¡libre!
Terpfen comprendió que la debilidad que estaba experimentando no era más que un efecto secundario del miedo que se había adueñado de él. La sensación se fue disipando poco a poco, y Terpfen volvió a erguirse en cuanto oyó sonido de pasos que se aproximaban.
La primera silueta que emergió a la brillante claridad del día fue la de la Ministra de Estado Leia Organa Solo. Debía de haber ido corriendo hasta el turboascensor, suponiendo que el caza B había traído algún mensaje de emergencia de Coruscant. Tenía la cabellera despeinada y revuelta por el viento, y sus ojos estaban llenos de sombras. Su frente estaba arrugada por un fruncimiento de inquietud, como si ya tuviera algún otro motivo de preocupación.
Terpfen se sintió invadido por una nueva desesperación, y pensó en la agonía que vería dibujarse en sus facciones cuando le revelara que los imperiales conocían el paradero de su hijo Anakin.
Leia se detuvo ante él y le contempló con el rostro muy serio, como si estuviera evaluándole. Terpfen vio que fruncía el ceño en un claro esfuerzo de meditación.
—Le conozco... —dijo por fin—. Se llama Terpfen, ¿verdad? ¿Por qué ha venido aquí?
Terpfen sabía que su maltrecha cabeza bulbosa y el abultado trazado de cicatrices que la cubría hacían que fuese reconocible incluso para los humanos. Detrás de Leia aparecieron varios estudiantes Jedi a los que Terpfen no reconoció, y un instante después vio a la embajadora Cilghal. Los enormes ojos redondos de la calamariana parecieron atravesarle para escrutar su alma.
—Ministra Organa Solo... —dijo Terpfen con voz temblorosa. Después cayó de rodillas ante ella, en parte porque se sentía horriblemente desgraciado y en parte porque sus piernas se negaban a seguir sosteniéndole durante más tiempo—. ¡Su hijo Anakin corre un grave peligro!
Terpfen inclinó lentamente su cabeza llena de cicatrices, y lo confesó todo antes de que Leia pudiera empezar a dispararle preguntas tan secas y precisas como una andanada de rayos láser.
Leia contempló la cabeza surcada de cicatrices de Terpfen y tuvo la sensación de que estaba siendo estrangulada lentamente. ¡La compleja pantalla de seguridad y secreto que Luke y Ackbar habían tejido en torno al planeta Anoth había sido atravesada! El Imperio sabía dónde encontrar a su bebé.
—Tenemos que ir a Anoth inmediatamente, ministra Organa Solo —dijo Terpfen—. Debemos enviarles un mensaje, hay que evacuar a su hijo antes de que un grupo de ataque imperial pueda llegar hasta él... Transmití las coordenadas de Anoth a Carida mientras me encontraba bajo la influencia de Furgan, pero no me quedé con una copia de ellas. Destruí esa información. Debe llevarnos hasta allí. Haré todo lo que pueda para ayudarles, pero debemos actuar lo más deprisa posible.
Leia se dispuso a entrar en acción. Estaba preparada para hacer cuanto fuese necesario a fin de salvar a su hijo..., pero de repente se acordó de algo que la horrorizó y la dejó paralizada.
—No puedo ponerme en contacto con Anoth —dijo—. ¡Ni siquiera yo se dónde está ese planeta!
Terpfen la miró fijamente, pero Leia no podía leer ninguna expresión en su rostro anguloso de criatura acuática.
—También me lo ocultaron a mí —siguió diciendo—. Los únicos que conocen las coordenadas del planeta son Winter, y ella está en Anoth, y Ackbar, que se está escondiendo en Calamari, y Luke, que se encuentra sumido en un profundo coma. ¡No se cómo llegar hasta allí!
Leia intentó calmarse, y trató de recordar y recuperar la velocidad con que había sido capaz de pensar y reaccionar en sus días de juventud. Cuando estaba a bordo de la primera
Estrella de la Muerte
, había tomado el mando durante el apresurado y casi fallido intento de rescate llevado a cabo por Han y Luke. Entonces había sabido lo que debía hacer, y había actuado rápidamente y sin ninguna vacilación.
Pero el paso del tiempo le había dado tres hijos de los que cuidar, y sus nuevas prioridades parecían impedirle pensar con rapidez. Han ya había partido en busca de Kyp Durron y del
Triturador de Soles
. Leia se había quedado en Yavin 4 con los gemelos, se suponía que para cuidar de ellos y asegurarse de que no corrían ningún peligro. No podía irse.
La embajadora Cilghal pareció captar sus pensamientos.
—Debes ir, Leia —dijo—. Ve a salvar a tu hijo... Tus gemelos estarán a salvo aquí. Los estudiantes Jedi les protegerán.
Leia sintió como si hubiera quedado repentinamente libre de una atadura cuya existencia había estado ignorando hasta aquel momento, y los planes inundaron su mente y empezaron a formarse con una increíble claridad.
—Muy bien, Terpfen... Vendrá conmigo, y tendremos que llegar a Calamari lo más deprisa posible. Encontraremos a Ackbar, y el podrá llevarnos hasta Winter y Anakin.
Leia contempló al traidor con una compleja mezcla de ira, esperanza, compasión y pena.
Terpfen desvió la mirada.
—No —dijo—. ¿Y si los imperiales vuelven a activar mis circuitos orgánicos? ¿Y si me obligan a cometer nuevos actos de sabotaje?
—Mantendré los ojos bien abiertos —dijo secamente Leia—, pero quiero que venga conmigo a ver a Ackbar. —Pensó en la desesperación del almirante calamariano, y en cómo había ido a esconderse en la soledad de los océanos de su planeta para que nadie tuviera que contemplar su vergüenza—. Va a explicarle que él no fue el culpable de la colisión en Vórtice.
Terpfen se levantó con un visible esfuerzo y se tambaleó de un lado a otro, pero acabó logrando mantenerse erguido sobre sus pies.
—Ministra Organa Solo... —balbuceó como si se hubiera tragado algo terriblemente repugnante—. Yo... Lo siento.
Leia le fulminó con la mirada, pero ya estaba sintiendo cómo la adrenalina inundaba su organismo y la apremiaba con la necesidad de moverse y hacer todo cuanto estuviera a su alcance para evitar la catástrofe. Cualquier vacilación podía significar la pérdida de todo.
—Discúlpese cuando esto haya terminado —dijo—. En estos momentos lo que necesito es su ayuda.
El
Halcón Milenario
emergió del hiperespacio cerca de las coordenadas del sistema estelar destruido que había sido Carida.
Han Solo polarizó el visor segmentado para contemplar los escombros que hasta hacía muy poco tiempo habían sido un grupo de planetas y un sol llameante. Mirase donde mirase, ya sólo podía ver una franja de gases que todavía brillaban y un mar de radiaciones surgido de la supernova. La destrucción pertenecía a un orden de magnitud mayor incluso que el que se había encontrado cuando salió del hiperespacio para descubrir que Alderaan había sido reducido a un montón de fragmentos desmenuzados. Todo aquello había ocurrido cuando aún ni siquiera conocía a Leia, antes de que hubiera unido su destino al de la Rebelión y antes de que llegara a creer en la Fuerza.
La estrella de Carida había estallado expeliendo materia estelar que formaba una gruesa banda alrededor de la eclíptica, así como gigantescos telones de gases en continua agitación que brillaban y chisporroteaban con destellos de intensa energía a través de todo el espectro. La onda expansiva había surcado el espacio, y seguiría avanzando por él hasta terminar disipándose millares de años después.
Han conectó sus sensores de alta resolución y localizó unas cuantas masas de cenizas y polvo, los bultos consumidos de mundos que habían sido los planetas exteriores del sistema. Todavía resplandecían como ascuas en una hoguera agonizante.
Lando Calrissian estaba sentado junto a él, boquiabierto por el asombro.
—Vaya, amigo, ese chico sí que sabe cómo causar daños...
Han asintió. Tenía la garganta reseca y tan dolorida como si estuviera en carne viva. No ver a Chewbacca sentado en el asiento del copiloto hacía que se sintiera bastante raro. Han esperaba que su amigo wookie estuviera pasándolo mejor en su misión de lo que lo estaba pasando él.
Los bancos sensores del
Halcón
apenas podían absorber las sobrecargas de energía que palpitaban a través de los restos del sistema caridano. Los rayos X y gamma martilleaban los escudos de la nave, pero Han no vio ni rastro de Kyp.
—¿Qué crees que vas a poder encontrar con toda la estática que hay por aquí, Han? —preguntó Lando—. Si tienes muchos reflejos y un montón de suerte, quizá podrías llegar a detectar una huella fónica dejada por los motores sublumínicos del
Triturador de Soles
, pero nunca conseguirás encontrar ese rastro estando envuelto en el halo de una supernova. Las probabilidades de que lo consigas son...
Han le interrumpió levantando una mano.
—No me hables jamás de probabilidades —dijo—. Tú tienes la experiencia suficiente para saber que no hay que hacer ningún caso de ellas.
Lando sonrió.
—Sí, ya lo sé, ya lo sé... Bueno, ¿qué vamos a hacer entonces? ¿Para qué hemos venido a este sistema?
Han frunció los labios mientras buscaba una respuesta. No podía explicar por qué, pero le había parecido que si quería seguir la pista de Kyp debía empezar yendo al sistema de Carida.
—Quiero ver lo que vio Kyp —dijo por fin—, y quiero pensar tal como él ha podido estar pensando. ¿Qué estaba pasando por su cabeza?
—Tú le conoces mucho mejor que yo, viejo amigo. Si Kyp hizo arder toda la Nebulosa del Caldero para eliminar a la almirante Daala, y ahora ha hecho añicos todo el centro de adiestramiento militar imperial... Bueno, ¿dónde irá a continuación? Ponte en su lugar y piensa, Han. ¿Cuál sería tu próximo objetivo?
Han clavó la mirada en el infierno que hasta no hacía mucho tiempo era el sol de Carida.
—Si mi objetivo fuese causar el máximo daño posible al Imperio, entonces iría a...
Han se dio la vuelta y miró a Lando. Las pupilas castaño oscuro de Lando estaban clavadas en él, y tenía los ojos muy abiertos.
—Eso es demasiado peligroso —dijo—. ¡Nunca iría allí!
—No creo que el peligro tenga nada que ver con ello —replicó Han.
—Deja que lo adivine. Lo próximo que vas a decir será que seguiremos a Kyp hasta los Sistemas del Núcleo.
—Lo has adivinado, viejo amigo.
Han introdujo las coordenadas en el ordenador de navegación, y oyó murmurar a Lando que así nunca llegaría a Kessel a tiempo.
Los gases resplandecientes de la estrella de Carida convertida en supernova formaron un embudo a su alrededor a medida que el espacio se alargaba. El
Halcón
salió disparado al hiperespacio, siguiendo un rumbo que lo llevaría muy atrás de las líneas enemigas y al mismísimo corazón de las fuerzas con las que seguía contando el Imperio.
El Emperador había reunido todas sus defensas cerca del resplandeciente corazón de la galaxia, allí donde las estrellas estaban muy cerca la unas de las otras formando configuraciones que aún no habían sido exploradas, y había presentado batalla por última vez a los rebeldes. Pero Palpatine había sido destruido, y desde entonces los señores de la guerra imperiales se habían limitado a luchar entre sí intentando hacerse con el control de lo que quedaba del Imperio. Ya no había ningún supergenio militar como el Gran Almirante Thrawn que pudiera unificar los restos, y la gran máquina de guerra imperial se había retirado hacia los altamente protegidos Sistemas del Núcleo. Los señores de la guerra habían permitido que la victoriosa Nueva República se lamiese sus heridas mientras intentaban alcanzar la supremacía en su pequeño rincón de la galaxia.