En este sentido, la libertad no es más que otro nombre para el poder
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o la riqueza. Y, sin embargo, aunque las promesas de esta nueva libertad se combinaron a menudo con irresponsables promesas de un gran incremento de la riqueza material en una sociedad socialista, no era de una victoria tan absoluta sobre la mezquindad de la naturaleza de donde se esperaba la libertad económica. A lo que se reducía realmente la promesa era a la desaparición de las grandes disparidades existentes en la capacidad de elección de las diferentes personas. La aspiración a la nueva libertad era, pues, tan sólo otro nombre para la vieja aspiración a una distribución igualitaria de la riqueza. Pero el nuevo nombre dio a los socialistas otra palabra en común con los liberales, y aquéllos la explotaron a fondo. Y aunque la palabra fue usada en diferente sentido por los dos grupos, pocas gentes lo advirtieron, y todavía menos se preguntaron a sí mismas si las dos clases de libertad prometidas podían en realidad combinarse.
No puede dudarse que la promesa de una mayor libertad se ha convertido en una de las armas más eficaces de la propaganda socialista, y que la creencia en que el socialismo traería la libertad es auténtica y sincera. Pero esto no haría más que agrandar la tragedia si se probase que lo que se nos prometió como el Camino de la Libertad sería de hecho la Vía de la Esclavitud. Indiscutiblemente, la promesa de una mayor libertad es responsable de haber atraído más y más liberales al camino socialista, de cegarlos para el conflicto de principios que existe entre el socialismo y el liberalismo, y de permitir que los socialistas usurpen a menudo el nombre propio del viejo partido de la libertad. El socialismo fue abrazado por la mayor parte de los intelectuales como el heredero presunto de la tradición liberal. No es, pues, de extrañar que para ellos resultase inconcebible la idea de un socialismo conducente a lo opuesto de la libertad.
En los últimos años, sin embargo, los viejos temores acerca de las imprevistas consecuencias del socialismo se han declarado enérgicamente, una vez más, desde los lugares más insospechados. Observador tras observador, a pesar de las opuestas intenciones con que se acercaban a su tema, se han visto impresionados por la extraordinaria semejanza, en muchos aspectos, entre las condiciones del «fascismo» y el «comunismo». Mientras los «progresistas», en Inglaterra y en los demás países, se forjaban todavía la ilusión de que comunismo y fascismo representaban los polos opuestos, eran más y más las personas que comenzaban a preguntarse si estas nuevas tiranías no proceden de las mismas tendencias. Incluso comunistas han tenido que vacilar un poco ante testimonios tales como el de Mr. Max Eastman, viejo amigo de Lenin, quien se vio obligado a admitir que, «en vez de ser mejor, el estalinismo es peor que el fascismo, más cruel, bárbaro, injusto, inmoral y antidemocrático, incapaz de redención por una esperanza o un escrúpulo», y que es «mejor describirlo como superfascista»; y cuando vemos que el mismo autor reconoce que «el estalinismo es socialismo, en el sentido de ser el acompañamiento político inevitable, aunque imprevisto, de la nacionalización y la colectivización que ha adoptado como parte de su plan para erigir una sociedad sin clases»
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, su conclusión alcanza claramente un mayor significado.
El caso de Mr. Eastman es quizá el más notable; pero, sin embargo, no es en modo alguno el primero o el único observador simpatizante del experimento ruso que llega a conclusiones semejantes. Unos años antes, Mr. W. H. Chamberlin, que durante doce años como corresponsal norteamericano en Rusia ha visto frustrados todos sus ideales, resume las conclusiones de sus estudios sobre aquel país y sobre Alemania e Italia afirmando que «el socialismo ha demostrado ser ciertamente, por lo menos en sus comienzos, el camino NO de la libertad, sino de la dictadura y las contradictaduras, de la guerra civil de la más feroz especie. El socialismo logrado y mantenido por medios democráticos parece definitivamente pertenecer al mundo de las utopías»
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. De modo análogo, un escritor inglés, Mr. E A. Voigt, tras muchos años de íntima observación de los acontecimientos en Europa como corresponsal extranjero, concluye que «el marxismo ha llevado al fascismo y al nacionalsocialismo, porque, en todo lo esencial, es fascismo y nacionalsocialismo»
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. Y el Dr. Walter Lippmann ha llegado al convencimiento de que
la generación a que pertenecemos está aprendiendo por experiencia lo que sucede cuando los hombres retroceden de la libertad a una organización coercitiva de sus asuntos. Aunque se prometan a sí mismos una vida más abundante, en la práctica tienen que renunciar a ello; a medida que aumenta la dirección organizada, la variedad de los fines tiene que dar paso a la uniformidad. Es la némesis de la sociedad planificada y del principio autoritario en los negocios humanos
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Muchas afirmaciones semejantes de personas en situación de juzgar podrían seleccionarse de las publicaciones de los últimos años, particularmente de aquellos hombres que, como ciudadanos de los países ahora totalitarios, han vivido la transformación y se han visto forzados por su experiencia a revisar muchas de sus creencias más queridas. Citaremos como un ejemplo más a un escritor alemán, que llega a la misma conclusión, quizá con más exactitud que los anteriormente citados.
El completo colapso de la creencia en que son asequibles la libertad y la igualdad a través del marxismo [escribe Mr. Peter Drucker
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], ha forzado a Rusia a recorrer el mismo camino hacia una sociedad no económica, puramente negativa, totalitaria, de esclavitud y desigualdad, que Alemania ha seguido. No es que comunismo y fascismo sean lo mismo en esencia. El fascismo es el estadio que se alcanza después que el comunismo ha demostrado ser una ilusión, y ha demostrado no ser más que una ilusión, tanto en la Rusia estalinista como en la Alemania anterior a Hitler.
No menos significativa es la historia intelectual de muchos de los dirigentes nazis y fascistas. Todo el que ha observado el desarrollo de estos movimientos en Italia
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o Alemania se ha extrañado ante el número de dirigentes, de Mussolini para abajo (y sin excluir a Laval y a Quisling), que empezaron como socialistas y acabaron como fascistas o nazis. Y lo que es cierto de los dirigentes es todavía más verdad de las filas del movimiento. La relativa facilidad con que un joven comunista puede convertirse en un nazi, o viceversa, se conocía muy bien en Alemania, y mejor que nadie lo sabían los propagandistas de ambos partidos. Muchos profesores de universidad británicos han visto en la década de 1930 retornar del continente a estudiantes ingleses y americanos que no sabían si eran comunistas o nazis, pero estaban seguros de odiar la civilización liberal occidental.
Es verdad, naturalmente, que en Alemania antes de 1933, y en Italia antes de 1922, los comunistas y los nazis o fascistas chocaban más frecuentemente entre sí que con otros partidos. Competían los dos por el favor del mismo tipo de mentalidad y reservaban el uno para el otro el odio del herético. Pero su actuación demostró cuán estrechamente se emparentaban. Para ambos, el enemigo real, el hombre con quien nada tenían en común y a quien no había esperanza de convencer, era el liberal del viejo tipo. Mientras para el nazi el comunista, y para el comunista el nazi, y para ambos el socialista, eran reclutas en potencia, hechos de la buena madera aunque obedeciesen a falsos profetas, ambos sabían que no cabría compromiso entre ellos y quienes realmente creen en la libertad individual.
Para que no puedan dudarlo las gentes engañadas por la propaganda oficial de ambos lados, permítaseme citar una opinión más, de una autoridad que no debe ser sospechosa. En un artículo bajo el significativo título de «El redescubrimiento del liberalismo», el profesor Eduard Heimann, uno de los dirigentes del socialismo religioso germano, escribe:
El hitlerismo se proclama a sí mismo como, a la vez, la verdadera democracia y el verdadero socialismo, y la terrible verdad es que hay un grano de certeza en estas pretensiones; un grano infinitesimal, ciertamente, pero suficiente de todos modos para dar base a tan fantásticas tergiversaciones. El hitlerismo llega hasta a reclamar el papel de protector de la Cristiandad, y la verdad terrible es que incluso este gran contrasentido puede hacer alguna impresión. Pero un hecho surge con perfecta claridad de toda esta niebla: Hitler jamás ha pretendido representar al verdadero liberalismo. El liberalismo tiene, pues, el mérito de ser la doctrina más odiada por Hitler
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Debe añadirse que si este odio tuvo pocas ocasiones de manifestarse en la práctica, la causa fue que cuando Hitler llegó al poder, el liberalismo había muerto virtualmente en Alemania. Y fue el socialismo quien lo mató.
Si para muchos que han observado de cerca el tránsito del socialismo al fascismo la conexión entre ambos sistemas se ha hecho cada vez más evidente, la mayoría del pueblo británico cree todavía que el socialismo y la libertad pueden combinarse. No puede dudarse que la mayoría de los socialistas creen aquí todavía profundamente en el ideal liberal de libertad, y retrocederían si llegaran a convencerse de que la realización de su programa significaría la destrucción de la libertad. Tan escasamente se ha visto el problema, tan fácilmente conviven todavía los ideales más irreconciliables, que aún podemos oír discutidas en serio tales contradicciones en los términos como «socialismo individualista». Si ésta es la mentalidad que nos arrastra hacia un nuevo mundo, nada puede ser más urgente que un serio examen del significado real de la evolución acontecido en otro lugar. Aunque nuestras conclusiones no harán más que confirmar los temores que otros han expresado ya, las razones por las que esta evolución no puede considerarse accidental no aparecerán sin un examen algo profundo de los principales aspectos de esta transformación de la vida social. En tanto la conexión no se haya revelado en todos sus aspectos, pocos serán los que crean que el socialismo democrático, la gran utopía de las últimas generaciones, no es sólo inasequible, sino que el empeño de alcanzarlo produce algo tan sumamente distinto que pocos de sus partidarios estarían dispuestos a aceptar las consecuencias.
Los socialistas creen en dos cosas que son absolutamente diferentes y hasta quizá contradictorias: libertad y organización.
ELIE HALÉVY
Para poder progresar en nuestro principal problema es menester remontar antes un obstáculo. Una confusión ha de aclararse, muy responsable del camino por el que somos arrastrados hacia cosas que nadie desea.
Esta confusión concierne nada menos que al propio concepto de socialismo. Puede éste tan sólo significar, y a menudo se usa para describir, los ideales de justicia social, mayor igualdad y seguridad, que son los fines últimos del socialismo. Pero significa también el método particular por el que la mayoría de los socialistas espera alcanzar estos fines, y que muchas personas idóneas consideran como el único método por el que pueden plena y prontamente lograrse. En este sentido, socialismo significa abolición de la empresa privada y de la propiedad privada de los medios de producción y creación de un sistema de «economía planificada», en el cual el empresario que actúa en busca de un beneficio es reemplazado por un organismo central de planificación.
Hay muchas gentes que se llaman a sí mismas socialistas aunque sólo se preocupan de lo primero, que creen fervientemente en estos fines últimos del socialismo, pero que ni comprenden cómo pueden alcanzarse ni les preocupa, y sólo están ciertos de que tienen que alcanzarse cualquiera que sea el precio. Mas para casi todos los que consideran el socialismo no sólo una esperanza, sino un objeto de la práctica política, los métodos característicos del socialismo moderno son tan esenciales como los fines mismos. Muchas personas, por otra parte, que valoran los fines últimos del socialismo no menos que los socialistas, se niegan a apoyar al socialismo a causa de los peligros que ven para otros valores en los métodos propugnados por los socialistas. La discusión sobre el socialismo se ha convertido así principalmente en una discusión sobre los medios y no sobre los fines; aunque vaya envuelta también la cuestión de saber si los diferentes fines del socialismo pueden alcanzarse simultáneamente.
Esto bastaría para crear confusión. Mas la confusión ha aumentado todavía por la práctica común de negar que quienes rechazan los medios aprecien los fines. Pero no es esto todo. Se complica más la situación por el hecho de valer los mismos medios, la «planificación económica», que es el principal instrumento de la reforma socialista, para otras muchas finalidades. Tenemos que centralizar la dirección de la actividad económica si deseamos conformar la distribución de la renta a las ideas actuales sobre la justicia social. Propugnan la «planificación», por consiguiente, todos aquellos que demandan que la «producción para el uso» sustituya a la producción para el beneficio. Pero esta planificación no es menos indispensable si la distribución de la renta ha de regularse de una manera que tengamos por opuesta ala justa. Si deseamos que la mayor parte de las cosas buenas de este mundo vaya a manos de alguna élite racial, el hombre nórdico o los miembros de un partido o una aristocracia, los métodos que habríamos de emplear son los mismos que asegurarían una distribución igualitaria.
Puede, quizá, parecer abusivo usar la palabra socialismo para describir sus métodos y no sus fines, utilizar para un método particular un término que para muchas gentes representa un ideal último. Es preferible, probablemente, denominar colectivismo a los métodos que pueden usarse para una gran variedad de fines, y considerar al socialismo como una especie de este género. Con todo, aunque para la mayor parte de los socialistas sólo una especie del colectivismo representará el verdadero socialismo, debe tenerse siempre presente que éste es una especie de aquél, y que, por consiguiente, todo lo que es cierto del colectivismo como tal, debe aplicarse también al socialismo. Casi todas las cuestiones que se discuten entre socialistas y liberales atañen a los métodos comunes a todas las formas del colectivismo y no a los fines particulares a los que desean aplicarlos los socialistas; y todos los resultados que nos ocuparán en este libro proceden de los métodos del colectivismo con independencia de los fines a los que se aplican. Tampoco debe olvidarse que el socialismo no es sólo la especie más importante, con mucho, del colectivismo o la «planificación», sino lo que ha convencido a las gentes de mentalidad liberal para someterse otra vez a aquella reglamentación de la vida económica que habían derribado porque, en palabras de Adam Smith, ponía a los gobiernos en tal posición que, «para sostenerse, se veían obligados a ser opresores y tiránicos»
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