F. A. HAYEK
Pocos descubrimientos son tan exasperantes como los que revelan la genealogía de las ideas.
LORD ACTON
Los acontecimientos contemporáneos difieren de la Historia en que no conocemos los resultados que producirán. Mirando hacia atrás, podemos apreciar la significación de los sucesos pasados y trazar las consecuencias que quedaron de su tránsito. Pero mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros. Nos lleva hacia un país desconocido, y rara vez podemos lograr un destello de lo que tenemos delante. Diferente sería si se nos permitiera pasar por segunda vez a través de los mismos acontecimientos con todo el saber de lo que vimos antes. ¡Cuán distintas se mostrarían las cosas ante nosotros, cuán importantes y, a menudo, alarmantes nos parecerían ciertos cambios que ahora apenas advertimos! Probablemente es una suerte que el hombre no pueda alcanzar jamás esta experiencia y no conozca ninguna ley que tenga que obedecer la Historia.
Sin embargo, aunque la Historia jamás se repite por completo, y precisamente porque no hay evolución inevitable, podemos hasta cierto punto aprender del pasado para evitar la repetición del mismo proceso. No se necesita ser un profeta para percatarse de los peligros inminentes. Una accidental combinación de atención y experiencia revelará a menudo a un hombre los acontecimientos bajo aspectos que pocos alcanzan a ver.
Las siguientes páginas son el producto de una experiencia que se aproxima todo lo posible a vivir sucesivamente durante largos períodos en países diferentes. Aunque las influencias a las que está sujeta la marcha del pensamiento son, en gran parte, similares en la mayoría de los países civilizados, no operan necesariamente a la vez o a la misma velocidad. Así, trasladándose a otro país, cabe observar dos veces la evolución intelectual en fases similares. Los sentidos se vuelven entonces peculiarmente agudos. Cuando por segunda vez se oye expresar opiniones o propugnar medidas que uno ya encontró hace veinte o veinticinco años, éstas asumen un nuevo significado, como signos de un rumbo definido. Sugieren, si no la necesidad, por lo menos la probabilidad de que los acontecimientos sigan un curso semejante.
Es necesario declarar ahora la desagradable verdad de que estamos en cierto peligro de repetir la suerte de Alemania. El peligro no es inmediato, cierto, y las condiciones de Inglaterra están aún tan lejos de las observadas en los últimos años en Alemania, que se hace difícil creer que nos movemos en la misma dirección. Sin embargo, aunque el camino sea largo, es de tal suerte que resulta cada vez más difícil retroceder. Si a la larga somos los hacedores de nuestro propio destino, a corto plazo somos cautivos de las ideas que hemos engendrado. Sólo si reconocemos a tiempo el peligro podemos tener la esperanza de conjurarlo.
No es la Alemania de Hitler, la Alemania de la guerra presente, aquella con la que Inglaterra ofrece ahora semejanza. Pero los que estudian la evolución de las ideas difícilmente pueden dejar de ver que hay más que una semejanza superficial entre la marcha del pensamiento en Alemania durante la guerra anterior y tras ella y el curso actual de las ideas en Inglaterra. Existe ahora aquí, evidentemente, el mismo empeño en que la organización del país realizada para los fines de la defensa se mantenga para fines de creación. Es el mismo desprecio hacia el liberalismo del siglo XIX, el mismo «realismo» espurio y hasta cinismo, la misma aceptación fatalista de los «rumbos inevitables». Y, por lo menos, nueve de cada diez de las lecciones que nuestros más vociferantes reformadores tanto ansían que saquemos de esta guerra, son precisamente las lecciones que los alemanes extrajeron de la guerra anterior y tanto han contribuido a producir el sistema nazi. A lo largo de este libro tendremos la oportunidad de mostrar que hay otros muchos puntos en los cuales, con un intervalo de quince a veinticinco años, parecemos seguir el ejemplo de Alemania. Aunque a nadie le agrada que le recuerden las cosas, no hace tantos años que los «progresistas» sostenían, generalmente, la política socialista de aquel país como un ejemplo para imitar, de la misma manera que en años más recientes ha sido Suecia el país modelo hacia el que volvían las miradas los avanzados. Aquellos cuya memoria alcanza más lejos saben cuán profundamente han influido, al menos sobre la generación que precedió a la guerra anterior, el pensamiento alemán y la praxis alemana en los ideales y la política británicos.
El autor ha consumido cerca de la mitad de su vida adulta en su Austria nativa, en estrecho contacto con la vida intelectual alemana, y la otra mitad en los Estados Unidos e Inglaterra. En la docena de años a lo largo de los cuales este país se ha convertido en su hogar, ha llegado a convencerse de que algunas, por lo menos, de las fuerzas que han destruido la libertad en Alemania están operando también aquí, y que el carácter y la fuente de este peligro son aún menos comprendidos aquí, si ello es posible, que lo fueron en Alemania. La gran tragedia está en no ver todavía que en Alemania eran en su mayoría bienintencionados, hombres que fueron admirados y tenidos aquí como modelos, los que prepararon la vía a las fuerzas, si no las crearon efectivamente, que ahora pretenden todo lo que ellos detestan. Y sin embargo, nuestras probabilidades de evitar un destino semejante dependen de nuestra capacidad para hacer frente al peligro y para disponernos a revisar incluso nuestras esperanzas y ambiciones más queridas si resultasen ser la fuente del riesgo. Pocos signos hay, sin embargo, para suponernos el valor intelectual necesario a fin de admitir por propio impulso que nos podemos haber equivocado. Pocos son los dispuestos a reconocer que el nacimiento del fascismo y el nazismo no fue una reacción contra las tendencias socialistas del período precedente, sino el producto inevitable de aquellas corrientes. Es un hecho que la mayoría de las gentes no querían ver, cuando ya se percibía desde lejos la semejanza de muchos rasgos repulsivos de los regímenes interiores en la Rusia comunista y en la Alemania nacionalsocialista. Como resultante de ello, muchos que se consideran infinitamente por encima de las aberraciones del nazismo y que odian sinceramente todas sus manifestaciones se afanan ala vez por ideales cuyo triunfo conduciría directamente a la tiranía aborrecida.
Todos los paralelos entre las evoluciones de países diferentes son, por supuesto, engañosos; pero no baso principalmente mi argumentación en estos paralelos. Ni voy a alegar que estas evoluciones son inevitables. Si lo fueran no tendría sentido escribir sobre ello. Cabe evitarlas si las gentes comprenden a tiempo a dónde le pueden conducir sus esfuerzos. Pero hasta hace poco apenas podían ponerse esperanzas en el éxito de cualquier intento para hacerles visible el peligro. Parece, sin embargo, como si el tiempo hubiera madurado para una discusión plena de toda la cuestión. No sólo se reconoce ahora en general el problema, sino que hay, además, razones especiales que nos obligan en esta coyuntura a enfrentarnos directamente con la cuestión.
Se dirá quizá que no es ésta la oportunidad para plantear una cuestión sobre la cual chocan violentamente las opiniones. Pero el socialismo del que hablamos no es cosa de partido, y las cuestiones que aquí discutiremos tienen poco que ver con las que se disputan entre partidos políticos. No afecta a nuestro problema que algunos grupos puedan desear menos socialismo que otros, que unos deseen el socialismo en interés principalmente de un grupo y otros en el de otro. Lo importante es que si consideramos las gentes cuyas opiniones influyen sobre la evolución de los acontecimientos, todas son ahora, en cierta medida, socialistas en Inglaterra. Si ya no está de moda subrayar que «todos somos socialistas ahora», es simplemente por ser un hecho demasiado obvio. Apenas nadie duda que tenemos que continuar moviéndonos hacia el socialismo, y la mayor parte de las gentes trata tan sólo de desviar este movimiento en interés de un grupo o clase particular.
Nos movemos en esta dirección porque casi todos lo desean. No existen hechos objetivos que lo hagan inevitable. Algo diremos luego acerca de la supuesta inevitabilidad de la "planificación". Pero lo principal es saber a dónde nos conducirá ese movimiento. Pues si las personas cuyas convicciones le dan ahora tan irresistible ímpetu comenzaran a ver lo que sólo unos pocos adivinan, ¿no es posible que retrocediesen horrorizadas y abandonasen el deseo que durante medio siglo ha movido a tantas gentes de buena voluntad? A dónde nos conducirá esta común creencia de nuestra generación, es un problema, no para un partido, sino para todos y cada uno de nosotros, un problema de la más trascendental significación. ¿Cabe imaginar mayor tragedia que esa de nuestro esfuerzo por forjarnos el futuro según nuestra voluntad, de acuerdo con altos ideales, y en realidad provocar con ello involuntariamente todo lo opuesto a lo que nuestro afán pretende?
Hay un motivo todavía más acuciante para empeñarnos ahora en comprender las fuerzas que han creado el nacionalsocialismo: que ello nos permitirá comprender a nuestro enemigo y lo que nos estamos jugando. No puede negarse que sabemos poco acerca de los ideales positivos por los cuales luchamos. Sabemos que luchamos por la libertad para forjar nuestra vida de acuerdo con nuestras propias ideas. Es mucho, pero no bastante. No es suficiente para darnos las firmes creencias necesarias a fin de rechazar a un enemigo que usa la propaganda como una de sus armas principales, no sólo en sus formas más ruidosas, sino también en las más sutiles. Todavía es más insuficiente cuando tenemos que contrarrestar esta propaganda entre las gentes de los países bajo su dominio y en otras partes, donde el efecto de esta propaganda no desaparecerá con la derrota de las potencias del Eje. No es suficiente si deseamos mostrar a los demás que aquello por lo que luchamos es digno de su apoyo, y no es suficiente para orientarnos en la construcción de una nueva Europa a salvo de los peligros bajo los que sucumbió la vieja.
Es un hecho lamentable que los ingleses, en sus tratos con los dictadores antes de la guerra, no menos que en sus ensayos de propaganda y en la discusión de sus fines de guerra propios, hayan mostrado una inseguridad interior y una incertidumbre de propósitos que sólo pueden explicarse por una confusión sobre sus propios ideales y sobre la naturaleza de las diferencias que los separan del enemigo. Nos hemos extraviado, tanto por negarnos a creer que el enemigo era sincero en la profesión de alguna de las creencias que compartimos como por creer en la sinceridad de otras de sus pretensiones. ¿No se han engañado tanto los partidos de izquierdas como los de derechas al creer que el nacionalsocialismo estaba al servicio de los capitalistas y se oponía a todas las formas del socialismo? ¿Cuántos aspectos del sistema de Hitler no se nos ha recomendado imitar, desde los lugares más insospechados, ignorando que eran parte integrante de aquel sistema e incompatibles con la sociedad libre que tratamos de conservar? El número de los peligrosos errores cometidos, antes y después de estallar la guerra, por no comprender a nuestro antagonista es espantoso. Parece como si no deseáramos comprender la evolución que ha producido el totalitarismo, porque tal entendimiento pudiese destruir algunas de nuestras más caras ilusiones, a las que estamos decididamente aferrados.
Nunca tendremos éxito en nuestros tratos con los alemanes mientras no comprendamos el carácter y el desarrollo de las ideas que ahora les gobiernan. La teoría que de nuevo se extiende, según la cual los alemanes, como tales, son intrínsecamente perversos, es difícil de defender y no muy creída por quienes la defienden. Deshonra a la larga serie de ingleses que durante los cien últimos años han recogido de buen grado lo que había de mejor, y no sólo lo que había de mejor, en el pensamiento alemán. Olvida que cuando, hace ochenta años, John Stuart Mill escribía su gran ensayo
On Liberty
, obtenía su inspiración, más que de ningún otro hombre, de dos alemanes, Goethe y Wilhem von Humboldt
[1]
, y olvida que dos de los más influyentes antecesores intelectuales del nacionalsocialismo, Thomas Carlyle y Houston Stewart Chamberlain, eran un escocés y un inglés. En sus formas más crudas, esta opinión deshonra a quienes, al mantenerla, adoptan los peores atributos de las teorías raciales alemanas. El problema no está en por qué los alemanes como tales, son perversos, lo que congénitamente no es probable que sea más cierto de ellos que de otros pueblos, sino en determinar las circunstancias que durante los últimos setenta años hicieron posible el crecimiento progresivo y la victoria final de un conjunto particular de ideas, y las causas de que, a la postre, esta victoria haya encumbrado a los elementos más perversos. Odiar simplemente todo lo alemán, en lugar de las ideas particulares que ahora dominan a los alemanes, es, además, muy peligroso, porque ciega contra una amenaza real a los que caen en ello. Es de temer que, con frecuencia, esta actitud sea tan sólo una especie de evasión, nacida de la repugnancia a reconocer tendencias que no están confinadas en Alemania y de la resistencia a examinar de nuevo, y si es necesario a desechar, creencias que hemos tomado de los alemanes y que nos tienen todavía tan seducidos como a los alemanes les tuvieron. Ello es doblemente peligroso, porque la opinión de ser tan sólo la peculiar maldad de los alemanes lo que ha producido el sistema nazi puede muy bien convertirse en la excusa para imponernos las instituciones que verdaderamente han producido aquella maldad.
La interpretación del rumbo de los acontecimientos en Alemania e Italia que se brinda en este libro es muy diferente de la que han dado la mayor parte de los observadores extranjeros y la mayoría de los exiliados de aquellos países. Pero si esta interpretación es correcta, explicará también por qué a las personas, como la mayoría de los exiliados y los corresponsales en el extranjero de los periódicos ingleses y americanos, que sostienen las opiniones socialistas que ahora predominan, les es casi imposible ver aquellos acontecimientos en su perspectiva propia
[2]
. La superficial y errónea opinión que sólo ve en el nacionalsocialismo una reacción fomentada por todos aquellos que sentían sus privilegios o intereses amenazados por el avance del socialismo, era naturalmente sostenida por quienes, aunque participaron activamente algún tiempo en el movimiento de ideas que ha conducido al nacionalsocialismo, se detuvieron en algún punto de esta evolución y, al enfrentarse así con los nazis, se vieron forzados a abandonar su país. Pero el hecho de haber sido numéricamente la única oposición importante a los nazis no significa sino que, en el sentido más amplio, todos los alemanes se habían hecho socialistas, y el liberalismo, en el viejo sentido, había sido expulsado por el socialismo. Como esperamos demostrar, el conflicto existente en Alemania entre la «derecha» nacionalsocialista y las «izquierdas» es el tipo de conflicto que surge siempre entre facciones socialistas rivales. Si esta interpretación es correcta, significa, pues, que muchos de estos refugiados socialistas, al aferrarse a sus ideas, ayudan ahora, aunque con la mejor voluntad del mundo, a llevar a su país de adopción por el camino que ha seguido Alemania.