Sé que muchos de mis amigos ingleses se han estremecido a veces ante las opiniones semifascistas que ocasionalmente oyen expresar a refugiados alemanes cuyas auténticas convicciones socialistas no podrían ponerse en duda. Pero mientras estos observadores ingleses lo achacaban al hecho de ser alemanes, la verdadera explicación está en que eran socialistas con una experiencia que les había situado varias etapas por delante de la alcanzada por los socialistas británicos. Por descontado que los socialistas alemanes hallaron mucho apoyo en su país en ciertas características de la tradición prusiana; y este parentesco entre prusianismo y socialismo, del que se vanagloriaban en Alemania ambas partes, da una confirmación adicional a nuestra principal argumentación
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. Pero sería un error creer que fue lo alemán específico, más que el elemento socialista, lo que produjo el totalitarismo. Fue el predominio de las ideas socialistas, y no el prusianismo, lo que Alemania tuvo en común con Italia y Rusia; y fue de las masas y no de las clases impregnadas de la tradición prusiana y favorecidas por ella de donde surgió el nacionalsocialismo.
Un programa cuya tesis fundamental no estriba en que el sistema de la libre empresa, orientada hacia el beneficio, haya fracasado en esta generación, sino en que no ha sido todavía intentado.
F. D. ROOSEVELT
Cuando el curso de la civilización toma un giro insospechado, cuando, en lugar del progreso continuo que esperábamos, nos vemos amenazados por males que asociábamos con las pasadas edades de barbarie, culpamos, naturalmente, a cualquiera menos a nosotros mismos. ¿No hemos trabajado todos de acuerdo con nuestras mejores luces y "no han trabajado incesantemente muchas de nuestras finas inteligencias para hacer de éste un mundo mejor? ¿No se han dirigido todos nuestros esfuerzos y esperanzas hacia una mayor libertad, justicia y prosperidad? Si el resultado es tan diferente de nuestros propósitos, si en lugar de disfrutar libertad y prosperidad nos enfrentamos con esclavitud y miseria, ¿no es evidente que unas fuerzas siniestras deben haber frustrado nuestras intenciones, que somos las víctimas de alguna potencia maligna, la cual ha de ser vencida antes de reanudar el camino hacia cosas mejores? Por mucho que podamos disentir cuando señalamos el culpable, séalo el inicuo capitalismo o el espíritu malvado de un particular país, la estupidez de nuestros antepasados o un sistema social no derrumbado por completo, aunque venimos luchando contra él durante medio siglo, todos estamos, o por lo menos lo estábamos hasta hace poco, ciertos de una cosa: que las ideas directoras que durante la última generación han ganado a la mayor parte de las gentes de buena voluntad y han determinado los mayores cambios en nuestra vida social no pueden ser falsas. Estamos dispuestos a aceptar cualquier explicación de la presente crisis de nuestra civilización, excepto una: que el actual estado del mundo pueda proceder de nuestro propio error y que el intento de alcanzar algunos de nuestros más caros ideales haya, al parecer, producido resultados que difieren por completo de los esperados.
Mientras todas nuestras energías se dirigen a conducir esta guerra a un final victorioso, resulta a veces difícil recordar que ya antes de la guerra se minaban aquí y se destruían allá los valores por los cuales ahora luchamos. Aunque de momento los diferentes ideales estén representados por naciones hostiles que luchan por su existencia, es preciso no olvidar que este conflicto ha surgido de una pugna de ideas dentro de lo que, no hace aún mucho, era una civilización europea común; y que las tendencias culminantes en la creación de los sistemas totalitarios no estaban confinadas en los países que a ellos sucumbieron. Aunque la primera tarea debe ser ahora la de ganar la guerra, ganarla nos reportará tan sólo otra oportunidad para hacer frente a los problemas fundamentales y para encontrar una vía que nos aleje del destino que acabó con civilizaciones afines.
Es algo difícil imaginarse ahora a Alemania e Italia, o a Rusia, no como mundos diferentes, sino como productos de una evolución intelectual en la que hemos participado; es más sencillo y confortante pensar, por lo menos en lo que se refiere a nuestros enemigos, que son enteramente diferentes de nosotros y que les ha sucedido lo que aquí no puede acontecer. Y, sin embargo, la historia de estos países en los años que precedieron al orto del sistema totalitario muestra pocos rasgos que no nos sean familiares. La pugna externa es el resultado de una transformación del pensamiento europeo, en la que otros avanzaron tanto que la llevaron a un conflicto irreconciliable con nuestros ideales, pero la transformación no ha dejado de afectarnos.
Que un cambio de ideas y la fuerza de la voluntad humana han hecho del mundo lo que ahora es, aunque los hombres no previesen los resultados, y que ningún cambio espontáneo en los hechos nos obligaba a amoldar así nuestro pensamiento, es quizá particularmente difícil de ver para un inglés, y ello porque el inglés, afortunadamente para él, marchó en esta evolución a la zaga de la mayor parte de los pueblos europeos. Todavía consideramos los ideales que nos guían y nos han guiado durante la pasada generación, como ideales que sólo en el futuro han de alcanzarse, y no vemos hasta qué punto han transformado ya en los últimos veinticinco años no sólo el mundo, sino también Inglaterra. Todavía creemos que hasta hace muy poco estábamos gobernados por lo que se llamaba vagamente las ideas del siglo XIX o el principio del
laissez-faire
. En comparación con algunos otros países, y desde el punto de vista de los impacientes por apresurar el cambio, puede haber alguna justificación para esta creencia. Pero aunque hasta 1931 Inglaterra sólo había seguido lentamente el sendero por el que otros conducían, también nosotros habíamos avanzado tanto, que únicamente quienes alcanzan con su memoria los años anteriores a la primera guerra saben lo que era un mundo liberal
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El punto decisivo, que las gentes apenas han reconocido todavía, no es ya la magnitud de los cambios ocurridos durante la última generación, sino el hecho de significar una alteración completa en el rumbo de nuestras ideas y nuestro orden social. Al menos durante los veinticinco años anteriores a la transformación del espectro del totalitarismo en una amenaza real, hemos estado alejándonos progresivamente de las ideas esenciales sobre las que se fundó la civilización europea. Que este movimiento, en el que entramos con tan grandes esperanzas y ambiciones, nos haya abocado al horror totalitario ha sido un choque tan profundo para nuestra generación, que todavía rehúsa relacionar los dos hechos. Sin embargo, esta evolución no hace más que confirmar los avisos de los padres de la filosofía liberal que todavía profesamos. Hemos abandonado progresivamente aquella libertad en materia económica sin la cual jamás existió en el pasado libertad personal ni política. Aunque algunos de los mayores pensadores políticos del siglo XIX, como De Tocqueville y lord Acton, nos advirtieron que socialismo significa esclavitud, hemos marchado constantemente en la dirección del socialismo. Y ahora, cuando vemos surgir ante nuestros ojos una nueva forma de esclavitud, hemos olvidado tan completamente la advertencia, que rara vez se nos ocurre relacionar las dos cosas
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Cuán fuerte es la ruptura, no sólo con el pasado reciente, sino con todo el desarrollo de la civilización occidental, que significa el rumbo moderno hacia el socialismo, se ve con claridad si la consideramos no sólo sobre el fondo del siglo XIX, sino en una perspectiva histórica más amplia. Estamos abandonando rápidamente, no sólo las ideas de Cobden y Bright, de Adam Smith y Hume e incluso de Locke y Milton, sino una de las características de la civilización occidental tal como se ha desarrollado a partir de sus fundamentos establecidos por el cristianismo y por Grecia y Roma. No sólo el liberalismo de los siglos XIX y XVIII, sino el fundamental individualismo que heredamos de Erasmo y Montaigne, de Cicerón y Tácito, Pericles y Tucídides, se han abandonado progresivamente.
El dirigente nazi que describió la revolución nacionalsocialista como un Contrarrenacimiento estaba más en lo cierto de lo que probablemente suponía. Ha sido el paso decisivo en la ruina de aquella civilización que el hombre moderno vino construyendo desde la época del Renacimiento, y que era, sobre todo, una civilización individualista. Individualismo es hoy una palabra mal vista, y ha llegado a asociarse con egotismo y egoísmo. Pero el individualismo del que hablamos, contrariamente al socialismo y las demás formas de colectivismo, no está en conexión necesaria con ellos. Sólo gradualmente podremos, a lo largo de este libro, aclarar el contraste entre los dos principios opuestos. Ahora bien, los rasgos esenciales de aquel individualismo que, con elementos aportados por el cristianismo y la filosofía de la Antigüedad clásica, se logró plenamente por vez primera durante el Renacimiento y ha crecido y se ha extendido después en lo que conocemos como civilización occidental europea, son: el respeto por el hombre individual qua hombre, es decir, el reconocimiento de sus propias opiniones y gustos como supremos en su propia esfera, por mucho que se estreche ésta, y la creencia en que es deseable que los hombres puedan desarrollar sus propias dotes e inclinaciones individuales. «Independencia» y «libertad» son palabras tan gastadas por el uso y el abuso, que se duda en emplearlas para expresar los ideales que representaron durante este período. Tolerancia es quizá la sola palabra que todavía conserva plenamente el significado del principio que durante todo este período floreció, y que sólo en los tiempos recientes ha decaído de nuevo hasta desaparecer por completo con el nacimiento del Estado totalitario.
La transformación gradual de un sistema organizado rígidamente en jerarquías en otro donde los hombres pudieron, al menos, intentar la forja de su propia vida, donde el hombre ganó la oportunidad de conocer y elegir entre diferentes formas de vida, está asociada estrechamente con el desarrollo del comercio. Desde las ciudades comerciales del norte de Italia, la nueva concepción de la vida se extendió con el comercio hacia el Occidente y el Norte, a través de Francia y el suroeste de Alemania, hasta los Países Bajos y las Islas Británicas, enraizando firmemente allí donde un poder político despótico no la sofocó. En los Países Bajos y en Gran Bretaña disfrutó por largo tiempo su más completo desarrollo y por primera vez logró una oportunidad para crecer libremente y servir de fundamento a la vida política y social de estos países. Y desde aquí, después, en los siglos XVII y XVIII, comenzó de nuevo a extenderse, en una forma más plena, hacia Occidente y Oriente, al Nuevo Mundo y al centro del continente europeo, donde unas guerras devastadoras y la opresión política habían ahogado los primeros albores de una expansión semejante
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Durante todo este moderno período de la historia europea, el desarrollo general de la sociedad se dirige a libertar al individuo de los lazos que le forzaban a seguir las vías de la costumbre o del precepto en la prosecución de sus actividades ordinarias. El reconocimiento consciente de que los esfuerzos espontáneos y no sometidos a control de los individuos fueran capaces de producir un orden complejo de actividades económicas sólo pudo surgir cuando aquel desarrollo hubo logrado cierto progreso. La posterior elaboración de unos argumentos consecuentes en favor de la libertad económica ha sido el resultado de un libre desarrollo de la actividad económica que fue el subproducto espontáneo e imprevisto de la libertad política.
Quizá el mayor resultado del desencadenamiento de las energías individuales fue el maravilloso desarrollo de la ciencia, que siguió los pasos de la libertad individual desde Italia a Inglaterra y más allá. Que la facultad inventiva del hombre no fue menor en los períodos anteriores lo demuestra la multitud de ingeniosos juguetes automáticos y otros artificios mecánicos construidos cuando la técnica industrial estaba aún estacionada, y el desarrollo de algunas industrias que, como la minería o la relojería, no estaban sujetas a intervenciones restrictivas. Pero los escasos intentos para un uso industrial más extenso de las invenciones mecánicas, algunas extraordinariamente avanzadas, fueron pronto cortados, y el deseo de conocimiento quedaba ahogado cuando las opiniones dominantes obligaban a todos: se permitió que las creencias de la gran mayoría sobre lo justo y lo conveniente cerrasen el camino al innovador individual. Sólo cuando la libertad industrial abrió la vía al libre uso del nuevo conocimiento, sólo cuando todo pudo ser intentado —si se encontraba alguien capaz de sostenerlo a su propio riesgo— y, debe añadirse, no a través de las autoridades oficialmente encargadas del cultivo del saber, la ciencia hizo los progresos que en los últimos ciento cincuenta años han cambiado la faz del mundo.
Como ocurre tantas veces, sus enemigos han percibido más claramente que la mayor parte de sus amigos la naturaleza de nuestra civilización. «La perenne enfermedad occidental, la rebelión del individuo contra la especie», como un totalitario del siglo XIX, Auguste Comte, caracterizó aquélla, fue precisamente la fuerza que construyó nuestra civilización. Lo que el siglo XIX añadió al individualismo del período precedente fue tan sólo la extensión de la conciencia de libertad a todas las clases, el desarrollo sistemático y continuo de lo que había crecido en brotes y al azar y su difusión desde Inglaterra y Holanda a la mayor parte del continente europeo.
El resultado de este desenvolvimiento sobrepasó todas las previsiones. Allí donde se derrumbaron las barreras puestas al libre ejercicio del ingenio humano, el hombre se hizo rápidamente capaz de satisfacer nuevos órdenes de deseos. Y cuando el nivel de vida ascendente condujo al descubrimiento de trazos muy sombríos en la sociedad, trazos que los hombres no estaban ya dispuestos a tolerar más, no hubo probablemente clase que no lograra un beneficio sustancial del general progreso. No podemos hacer justicia a este asombroso desarrollo si lo medimos por nuestros niveles presentes, que son el resultado de este desarrollo y hacen patentes ahora muchos defectos. A fin de apreciar lo que significó para quienes en él tomaron parte, tenemos que medirlo por las esperanzas y deseos que los hombres alimentaron en su comienzo. Y no hay duda que el resultado sobrepasó los más impetuosos sueños del hombre; al comienzo del siglo xx el trabajador había alcanzado en el mundo occidental un grado de desahogo material, seguridad e independencia personal, que difícilmente se hubieran tenido por posibles cien años antes.