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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Calle de Magia (25 page)

BOOK: Calle de Magia
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—¡Yo he dicho que es una fulanorra motorizada!

—Se llama Yolanda White —dijo Moses Jones—. ¿Quieres su número de teléfono?

Joyce Jones le dio en la cara con un cojín del sofá.

—Será mejor que no tengas su número de teléfono. Tengo tijeras y tú duermes desnudo.

—Eso es más de lo que queríamos saber, Joyce —dijo Eva Sweet Fillmore.

—Voy a regalarle a Moses un pijama esta Navidad —dijo su esposo, Hershey. Era un chiste corriente: cuando Eva Sweet descubrió que Hershey Fillmore era el que dejaba los bombones en su pupitre en cuarto curso, supo que no tendrían más remedio que casarse en cuanto fueran lo bastante mayores.

—Yo Yo —dijo Mack.

—¿Qué? —preguntó Ebby.

—Si le caes bien, te deja llamarla Yo Yo.

—¿Quién?

—Yolanda White. La fulanorra motorizada.

—¿No tenéis otra cosa que hacer, chicos? —dijo bruscamente la madre de Ebby.

—¡Volvemos a los platos! —gritó Ebby, y arrastró a Mack de vuelta hacia la cocina, aunque la verdad fuera dicha, él quería quedarse a escuchar. La señora DeVries se aseguró de que no pudieran oír nada desde allí tampoco: se acercó a la cocina, le dirigió a Ebony una mirada de advertencia y cerró la puerta.

—Esa mirada podría cortarle el periodo a cualquier chica —dijo Ebby.

—Y hacer que a un tipo se le cayeran las pelotas al suelo —convino Mack.

—La he visto practicar esa mirada en el espejo, y se rompió.

—Puede arrancar coches con esa mirada.

—La CÍA tiene incluida esa mirada en la lista de armas de destrucción masiva.

Desde el salón, la voz de la señora DeVries llegó fuerte y clara.

—¡Dejaos de risitas o volveré y os miraré a los dos a la vez!

Al final, cuando la reunión terminó, la señora DeVries fue a la cocina, donde Mack y Ebony estaban estudiando, se preparó una taza de café y se lo contó todo. Iban a hacer que Hershey escribiera una carta en lenguaje legal (Hershey era abogado jubilado) para asustarla amenazándola con una demanda si no dejaba de hacer ruido. Y Hershey decía que podía haber jurisprudencia y que iba a buscarla.

Mack prestó atención a todo y no discutió, pero sabía (como Ebby había dicho ya en su conversación entre susurros mientras hacían los deberes) que aquello no era por el ruido de la motocicleta. Era porque Yolanda White era una mujer soltera que podía tener entre dieciocho y treinta y cinco años, nadie quería hacer ninguna apuesta, y que de algún modo tenía dinero para comprar una casa como aquélla.

La señora DeVries estaba indignada.

—¿Quién se cree que es, comprando una casa como ésa? Hay que escatimar y ahorrar media vida para permitirse esa casa. ¿Qué negocios tiene una chica de esa edad para comprar una casa que vale un millón de dólares?

—Tal vez tenía un millón de dólares —dijo Ebby.

—O tal vez tiene un
hombre
que tiene un millón de dólares, atiende a lo que digo, porque va a ser eso. Él se cansará de ella y de repente se quedará colgada con una casa que no puede mantener. ¡Se la expropiarán! Eso es lo que digo yo.

—No sabes qué edad tiene, mamá, y puede que se haya ganado ese dinero. Tal vez ha inventado una cura para el cáncer.

—Si una mujer negra inventara una cura para el cáncer, saldría en todas las noticias. La única manera de que esa Yolanda aparezca en las noticias es que la palme por sobredosis o atraque una licorería o la detengan en el asiento delantero del automóvil de Hugh Grant en Sunset.

—O la linchen en Baldwin Hills —dijo Ebby.

—Vamos a escribirle una carta, no a ponerle una soga al cuello, a la señorita-no-tengo-que-honrar-a-mi-padre-y-a-mi-madre.

—¿Cómo sabes que Yolanda White no honra a su padre y a su madre? —preguntó Ebby.

—Porque dudo sinceramente que sepa quién es su padre.

Eso quedó flotando en el aire un largo instante antes de que la señora DeVries perdiera la expresión de triunfo y dirigiera una rápida mirada hacia Mack y recordara de pronto que tenía que limpiar algunas cosas más en el salón.

En cuanto se marchó, Ebby miró a Mack.

—¿Qué le ha pasado?

—Acaba de recordar que no sé quiénes son mis padres —dijo Mack.

—Muy propio de los adultos. Está bien juzgar a alguien por ser bastardo, pero no si está sentado contigo a la mesa.

—Parece que hoy en día prefieren el término «paternidades diferentes».

—No —dijo Ebby con solemnidad—. Estoy segura de que el término es «partenidad deficiente». «Paternidad diferente» significa que tus padres son ambos del mismo sexo, o que hay más de dos en la misma casa.

Repasaron términos políticamente correctos para «bastardo» hasta que la señora DeVries volvió a entrar y envió a Mack a casa para que Ebony pudiera irse a la cama.

—Estamos entre semana y no todo el mundo tiene fuerzas para vagabundear por el barrio toda la noche y estar despierto para ir al colegio por la mañana.

Así que la gente se daba cuenta de que él recorría las calles. No podían saber que para él plena noche podía ser realmente por la mañana, porque dormía en el País de las Hadas. Para Mack era vivir en un perpetuo
jet lag,
pero sin
jet.

En la puerta, Mack finalmente hizo la única pregunta que le importaba.

—¿Y si Yolanda se deshace de la moto? Entonces, ¿todos le darían la bienvenida en el barrio?

—¡Darle la bienvenida! ¿Qué quieres decir, hornear galletas y pasteles e invitarla? ¡No a una mujer como ésa! ¡En la vida!

—Pues entonces, ¿por qué iba ella a renunciar a la moto por ustedes, si no tienen pensado tratarla decentemente aunque lo haga?

—Ella no renunciará a la moto por nosotros. Renunciará para evitar un feo litigio.

Y cerró la puerta dejando a Mack fuera.

A la mañana siguiente, la señora Tucker apareció para tomar café mientras Miz Smitcher y Mack desayunaban, cosa que se estaba convirtiendo en su costumbre porque no tenía niños en casa y el señor Tucker se iba a trabajar temprano todos los días. Mack normalmente se quedaba callado, pero ese día tenía un montón de cosas en la cabeza.

—Anoche hubo una reunión en casa de los DeVries.

—Por la moto —dijo la señora Tucker.

—La moto no es el problema —dijo Mack.

—¡Me despierta cada vez que pasa!

—Quiero decir que anoche la señora DeVries dijo que no importaba que Yolanda renunciara a la moto o no, que sigue sin ser bienvenida aquí.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo la señora Tucker—. Dice poco de todo el barrio.

—Si tiene dinero para comprar la casa, ¿qué le importa a nadie?

—Tiene que tener respeto por el barrio —dijo Miz Smitcher.

—Esa moto es su medio de transporte —dijo Mack—. ¿Desde cuándo los vecinos tienen derecho a decirte cómo tienes que viajar?

—No le decimos cómo tiene que viajar —dijo la señora Tucker—. Le decimos que no conduzca a las tres de la madrugada.

—A mí no me ha despertado nunca —contestó Mack. Inmediatamente se dio cuenta de que probablemente era porque estaba en el País de las Hadas en esos momentos.

—Tal vez no tengamos derecho por ley —dijo Miz Smitcher—, pero sí que tenemos el derecho natural a proteger el valor de nuestras propiedades.

Mack soltó el tenedor y las miró, exasperado.

—¿Es que no oís lo que estáis diciendo? ¡Valor de la propiedad! En el colegio nos enseñaron que «valor de la propiedad» era la excusa que usaban los blancos para mantener a los negros fuera de sus vecindarios.

—No vayas a comparar el racismo —replicó la señora Tucker— con... el motociclismo.

—No es que estuvieras vivo en esa época, Mack, para saber de qué estás hablando —dijo Miz Smitcher—, pero el único motivo por el que los valores inmobiliarios cayeron cuando los negros se mudaron fue el racismo. Si se acaba el racismo, que lleguen negros a los barrios no hunde el mercado inmobiliario.

—Así que si dejáis de meteros con que ella vaya en moto... —empezó a decir Mack.

—Ser negro no implica hacer ruido en plena noche —dijo Miz Smitcher—. Los vecinos tienen derecho a la tranquilidad. A que la gente no sea una molestia pública.

—Entonces estás de su parte. Tratas a esa chica como... como si fuera una
negrata
sólo porque...

—Esa palabra no se dice en mi casa —dijo Miz Smitcher.

—Sólo porque
es joven
y
mola.
¿Es que nadie en este barrio ha sido nunca joven y molón? ¡Supongo que no!

La señora Tucker miró a Mack y ladeó la cabeza.

—Creo que nunca he visto a este chico tan cabreado.

—No digas esa palabra en mi casa —murmuró Miz Smitcher.

—Supongo que haré que el valor de la propiedad caiga —murmuró a su vez Mack.

—Escúchame, jovencito. Puede que midas metro ochenta y pico y seas demasiado guai, pero...

—Yo no soy guai,
Yolanda
es guai.

—¡No comprendes nada de lo que significa que una familia negra sea dueña de una casa! Los blancos han poseído casas siempre, pero aquí, en los Estados Unidos de la Esclavitud y la Recolección, nunca poseímos nada. Siempre pagamos alquiler al hombre blanco cuando no era directamente nuestro dueño.

—Tú nunca has recogido algodón, Miz Smitcher —dijo Mack, tratando de mantener el desdén alejado de su voz.

—Mi padre sí. No hay un propietario en este barrio que no tenga una abuela o un abuelo que pagara alquiler a algún palurdo campesino del Sur, ni un padre o una madre que no pagara alquiler a una sanguijuela de Watts. Esta gente no ganó dinero y se mudó a Brentwood y pretendió ser blanco, como O. J. Estas personas se ganaron su dinero y se mudaron a Baldwin Hills porque querían tener paz y tranquilidad pero seguir siendo negros.

—Ella es negra —dijo Mack.

—Queremos ser negros a nuestro modo —contestó Miz Smitcher—. Gente decente, corriente, normal. No
alardear
de negros como esos raperos del hip-hop y esa chica en su moto.

La señora Tucker le habló a su taza de café.

—Es un poco mayor para decir que es una chica.

—¿Cómo sabes que no es una persona decente, corriente y normal que tiene una moto? —preguntó Mack.

—¿Y por qué te crees que no fui a esa reunión anoche? —respondió Miz Smitcher.

—Bueno, si estás en contra de lo que van a hacer, ¿por qué discutes conmigo?

—Porque estás juzgando y condenando a gente que ni siquiera comprendes. Lo que ellos le hacen a esa chica se lo estás haciendo tú a ellos. Todo el mundo juzga y nadie comprende.

—Estabas hablando del valor de las propiedades —dijo Mack.

—Estaba explicando por qué si alguien así viene aquí hace que todos nos sintamos invadidos. Como si el barrio empezara a estropearse. Hay sitios de sobra para que viva gente cutre. No tienen que vivir aquí. Este barrio es una isla en un mar de problemas. Alguien joven y llamativo como ella es la peor pesadilla de alguna gente.

Yo sé cuáles son sus peores pesadillas, pensó Mack. O al menos cuáles podrían ser, si consiguieran sus deseos.

En voz alta, dijo:

—Bueno, ella no es cutre, es simpática.

Ambas mujeres alzaron las cejas y la señora Tucker soltó su taza.

—Oh, ho, eso parece amor.

—Tiene lo menos diez años más que él, como poco —dijo Miz Smitcher.

—No es amor —respondió Mack—. Pero hice algo que nadie más en este barrio se molestó en hacer: hablé con ella.

—Joyce Jones habló con ella, y también la señorita Sweet —dijo Miz Smitcher.

—Ellos no hablaron
con
ella, le hablaron
a
ella, diciéndole lo que tenía que hacer.

—Oh, ¿estuviste presente?

—Te diré algo sobre Yolanda White. Ve a un chico que va corriendo al colegio porque la conductora del autobús se marchó sin esperarme, como siempre, y se para delante de mí con esa moto y me lleva al colegio.

La señora Tucker se quedó boquiabierta y Miz Smitcher se lo quedó mirando un buen rato.

—¿Te has montado en esa moto?

Sólo entonces se dio cuenta Mack de que tal vez ellas no sacarían la lección adecuada de esa experiencia.

—Mi argumento es que es una persona amable.

Pero Miz Smitcher no se lo tragó.

—¿Va en la moto y ve a un estudiante y lo
monta en la moto?

—Fue muy amable -—insistió Mack.

—Así que la rodeaste con tus brazos y te apretaste contra su espalda, y dime, Mack, ¿condujo rápido para que tuvieras que agarrarte bien fuerte?

Aquello no iba como Mack pretendía.

—Estábamos montados en una moto, Miz Smitcher, si no te agarras acabas por caerte.

—Oh, sé lo que pasa si no te agarras en una moto, caballero —dijo Miz Smitcher—. Veo accidentes de moto a todas horas. Se despellejan todo el cuerpo; esos idiotas van por ahí con pantalones cortos y camiseta y, cuando se caen al asfalto, se llevan todo el alquitrán y todas las piedras en los huesos, y los músculos se les desgajan del cuerpo porque el pavimento no es uniforme. Y esa mujer montó a mi chico a la grupa de su moto para que se frotara contra ella y lo llevó por las calles como una loca y le hizo correr el riesgo de acabar en el hospital con una enfermera como yo cambiando las vendas de su cuerpo sin piel mientras él grita a pesar de la morfina... Oh, no me vengas con el cuento de lo amable que es.

Mack sabía que cualquier cosa que dijera empeoraría las cosas. Se dedicó a sus cereales.

—No te quedes ahí sentado comiendo esos cereales como si no oyeras ni una palabra de lo que estoy diciendo.

—Está intentando pensar una respuesta —dijo la señora Tucker.

—Sólo intento acabarme el desayuno y no perder el autobús.

—No te acerques a ella, ¿me oyes? —dijo Miz Smitcher—. Ahora crees que eres su amigo, pero...

—Sé que no somos amigos. —Serían amigos cuando ella le dejara llamarla Yo Yo.

—¡Nunca vais a ser amigos porque si te veo alguna vez hablando con esa mujer voy a mataros a los dos, y si vuelves a subirte a esa moto te echaré a patadas de esta casa!

—Entonces estaría muerto y sin casa —dijo Mack.

—¡No te burles de lo que te estoy diciendo!

Mack se levantó, enjuagó su plato y fue a colocarlo en el lavavajillas.

—¡No! ¡Ésos están limpios! —gritó Miz Smitcher.

—Tienes razón —dijo Mack—. No vaya a ser que un plato sucio devalúe los que hay dentro.

—¡Ése es exactamente mi argumento! —dijo Miz Smitcher—. Ése es
exactamente
mi argumento. Un plato sucio y habrá que volverlos a lavar todos.

BOOK: Calle de Magia
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