Ja, ja, Puck. Muy gracioso.
Qué necios estos mortales, una mierda. Oí tu vocecita chillona, Puck, y te saqué del País de las Hadas y te llevé al hospital y luego de algún modo me utilizaste para curarte, ¿y luego qué? ¿Diste las gracias? ¿Me hiciste algún favor? No, tan sólo desapareciste.
Aunque ahora que Mack lo pensaba, tal vez no obtener ningún favor de Puck era el mejor favor que se le podía ocurrir. Porque en los favores las hadas tomaban siempre más de lo que daban.
—Mack, esta afición que tienes por Shakespeare... —dijo Miz Smitcher una mañana—. Estoy encantada, me alegro por ti, eres tan listo como siempre he creído. Pero tienes que
dormir
por las noches, chico. Mírate, apenas puedes mantener los ojos abiertos. Es un milagro que no te metas los cereales por algún otro agujero.
Y como estaba cansado, Mack contestó casi sinceramente:
—Tengo que averiguar más cosas sobre él. Es como yo. En muchos sentidos.
Miz Smitcher le tocó la frente.
—Oh, lo sé, chico. Él era blanco, tú negro. Él tenía el pelo largo como una chica blanca y tú lo tienes rapado tan corto que podrías dar brillo a un Cadillac. Él era inglés, tú americano. Él era un escritor brillante, tú no sabes escribir. Él inventaba obras de teatro, tú deambulas por el barrio como un perro vagabundo y comes en la puerta trasera de todo aquel que te alimente. ¿Quién podría no darse cuenta de los parecidos?
Mack se sentó derecho y se terminó los cereales y no volvió a hablar de ser como Shakespeare.
—Sé escribir —murmuró.
—Lo sé. Pero no como Shakespeare.
—Nadie escribe ya como Shakespeare, Miz Smitcher. Además, él escribía muy raro, jo... lín.
—Eso es, chico, cuida lo que dices, no te pongas a decir palabras feas delante de mí porque te lavaré la boca con un jabón especial del hospital, que sabe tan mal que te hará vomitar.
Era un viejo juego entre ambos, y Mack lo siguió.
—Sabe tan mal que tendré que lamer el vómito para poder tener algo que vomitar otra vez.
—Ahora eres tú quien me va a hacer vomitar a mí —dijo Miz Smitcher. Se levantó de la mesa y empezó a fregar su plato para meterlo en el lavavajillas.
Así que el juego terminó antes de empezar. O tal vez nunca había sido un juego. Tal vez estaba de verdad enfadada con él. Pero ¿por qué? No había llegado a decir «joder». Probablemente estaba enfadada por otra cosa.
Por Shakespeare. Porque Mack leía todo el tiempo y se quedaba despierto hasta tarde navegando por la Red.
¿No lo ves, Miz Smitcher? Esta obra trata sobre mí. Yo soy un cambiado y Shakespeare escribió sobre hadas y niños cambiados porque los conoció, tuvo que hacerlo, sabía las
respuestas.
Pero está muerto y no puedo preguntarle nada. Así que tengo que encontrar la verdad en sus obras.
Ariel, de
La Tempestad,
por ejemplo. Era un hada de tamaño normal o un espíritu, porque lo rescató Próspero y por eso tuvo que servirle durante cierto tiempo y...
Y
yo
rescaté a Puck. Allí, en el bosque, lo rescaté
y él tiene que servirme.
Por eso no está nunca en la Casa Estrecha. Por eso nunca lo veo en la calle. Se está escondiendo de mí, para que yo no me dé cuenta de que es mi esclavo.
No es que yo quiera un esclavo.
Pero si soy su amo, entonces puedo hacerle preguntas que tendrá que contestar.
Pero mientras no pueda oírme darle ningún tipo de orden, no tiene que obedecer.
Tramposo.
Esa tarde Mack fue a la Casa Estrecha y salió por la puerta trasera y se dirigió a las ruinas de Olympic Boulevard y, con pintura en spray, escribió con letras grandes, una letra por columna: «¡Puck, duende tramposo, vuelve a casa!»
Dos días más tarde apareció un artículo en el periódico. La señora Tucker se lo leyó en voz alta a Miz Smitcher.
—¿Puedes imaginar semejante vandalismo en esta época? Aquí mismo, con letras mayúsculas en toda la pasarela de Olympic.
—Al menos dice «duende» en vez de «negro» —dijo Miz Smitcher—. Tal vez eso sea el progreso, tal vez no. No le deseo a nadie cómo eran las cosas para nosotros en este país.
Mack oyó la conversación y llamó a Ceese
y
muy pronto los dos aparcaron en Ralph's, justo bajo la pasarela, y miraron las letras que decían: «Puck, duende tramposo, vuelve a casa.»
—¿Tú escribiste eso? —preguntó Ceese—. ¿Qué hiciste, colgarte cabeza abajo de la barandilla?
—Lo escribí, pero no
aquí.
Lo escribí en el País de las Hadas. Estaba enviando un mensaje a ese tramposo mentiroso de Puck.
—¿Puck? —preguntó Ceese.
—El Señor Navidad. El Hombre de las Bolsas.
—¿Me estás diciendo que él es Puck?
—Le pregunté a la casa cuál era su verdadero nombre, e hizo que apareciera un disco de hockey.
—No parece que ahí diga Puck.
—Es lo que dice.
—Esa P parece una F. ¿Ves que no está bien escrita?
—¡Dice Puck, maldición!
—No te alteres. Pero ya sabes cómo habla la gente. Nadie va a pensar que alguien le está escribiendo un mensaje a un duende llamado Puck. Piensan que es un mensaje de alguien tan bruto que no sabe escribir bien una F.
—¿Es que no lo entiendes, Ceese? Yo lo escribí en un círculo de columnas de piedra derruidas, en el País de las Hadas, y apareció aquí en la pasarela.
—En ambos lados —dijo Ceese—. ¿Sólo lo escribiste una vez?
—Sólo una.
—Entonces lo que haces en ese lugar cambia las cosas aquí.
—He meado y cagado por todo el País de las Hadas —dijo Mack—.¿Crees que también aparece eso en nuestro mundo?
—Esa sí que es buena idea. Justo en el centro de la mesa de la cocina de alguien.
—Justo en el despacho del jefazo de algún estudio.
—Un charco de pis.
—Un montón humeante de...
—Me vas a hacer vomitar.
—Una vez vomité allí, también.
—Eres un vándalo, chico. Alguien tendría que controlarte. Tengo que averiguar si hay un ladrón habitual que se cuela en las casas de la gente, echa un mojón y se marcha sin robar nada.
—Me gustaría que lo demostraras.
—Podríamos comprobar tu ADN.
—La mierda no tiene ADN.
—¿Se lo has preguntado al Señor Ciencia?
—Escribí ese cartel en el País de las Hadas —dijo Mack, volviendo al tema—. Y ahora que lo pienso, las cosas que pasan aquí cambian también el mundo allí. Quiero decir, el terreno es muy parecido. Así que cuando tenemos un terremoto, tal vez ellos tengan un terremoto también. Tal vez ellos tienen montañas porque nosotros tenemos montañas.
—Eso es asunto de Dios, no mío. Soy policía, no geólogo.
—Todavía no eres policía.
—Lo soy. Desde hace dos semanas.
—¿Y no me lo has dicho?
—Sigo siendo un recluta. Estoy a prueba, como si dijéramos. No quiero hacer ningún gran anuncio aún porque todavía podría cagarla. Pero tengo placa y realizo misiones.
—Tú, policía. No puedo creerlo.
—Ahora no puedes hacerme enfadar.
—Nunca te he hecho enfadar —dijo Mack—. Será cuestión de empezar.
—Arrestaré tu negro culo y te daré una como a Rodney.
—Hicieron falta seis polis para darle una a Rodney.
—Hicieron falta seis polis blancos —dijo Ceese—. Sólo hace falta un poli negro.
—¿Quién es ahora el bruto?
—Sólo digo lo obvio —dijo Ceese—. Estoy practicando la forma de hablar de Eddie Murphy en
Superdetective en Hollywood.
Su habla de «negro con placa» de Beverly Hills.
—El único poli que he visto ha sido en
Baldwin
Hills.
—No, fue en
48 horas.
—Una película larga.
—El
nombre
de la película es... deja de darme la lata, Mack. He venido hasta aquí porque querías ver la pintada que viste en el periódico, y ahora me dices que
tú
la escribiste en el patio trasero del Señor Navidad.
—Es un patio trasero muy grande, Ceese.
—Bueno, en eso tengo que darte la razón. Es la primera pintada que he visto en años que se puede leer. Pero no sabes hacer una P que valga una mierda.
De vuelta a casa, Ceese lo llevó al Carl's Jr. de La Ciénega y se dieron un banquete, pero todo el tiempo los dos sabían que algo extraño e importante y tal vez terrible estaba a punto de suceder uno de aquellos días, y deseaban tener alguna idea de lo que era.
Motocicleta
De esa manera, lleno de curiosidad y temor, pasó Mack Street los siguientes cuatro años, viviendo como si siempre fuera verano, pasando del mundo de hormigón, asfalto y jardines cuidados de Los Ángeles a la maraña salvaje y lluviosa de los bosques del País de las Hadas.
En un mundo, iba al instituto y aprendía a resolver por
n,
las causas de la Guerra Civil, cómo escribir un texto, la estructura interior de las ranas muertas y cómo y por qué usar un condón. Visitaba a los vecinos y comía con ellos y conocía a todo el mundo. Sacaba a pasear a Tamika Brown en silla de ruedas y la llevaba a ver cosas y aprendió a entenderla cuando intentaba hablar. Detenía peleas entre chicos del barrio y llevaba la compra a las señoras mayores y, a su modo, vigilaba las cosas.
En el otro mundo, deambulaba cada vez más lejos, ascendiendo a más altura en las montañas, usando las herramientas que llevaba consigo para dar forma a la madera y la piedra. Se quedaba primero durante días y luego durante semanas. Construyó una canoa y la botó en el océano, pensando en navegar hasta Catalina, pero las corrientes eran rápidas y traicioneras y agotó toda su agua potable antes de poder regresar a la costa, al sur de las focas ladradoras y los tiburones y las oreas de los arrecifes de Palos Verdes.
Escaló montañas y tomó notas sobre el terreno y las marcó en los mapas topográficos del sur de California. Dibujó bocetos de las criaturas que veía. Esbozó hojas. Bebió en arroyos claros y miró a la cara a un tigre de dientes de sable que, simplemente, se lo quedó observando sin curiosidad y se marchó. Descubrió que la fauna del País de las Hadas era imposible. Criaturas que no podían coexistir pasaban una al lado de la otra por los senderos de los bosques o luchaban entre sí por cadáveres o dormían a diez metros de distancia en la oscuridad de la noche. Sin embargo, cada vez que él necesitaba dormir, se acostaba en un lugar elegido y no le molestaban en toda la noche. Siempre era un visitante en aquel lugar, e incluso los animales lo sabían.
Sus trabajos se toleraban, sus artefactos no eran molestados. Pero lo que fabricaba o hacía en el País de las Hadas cambiaba algo en Los Ángeles.
Su bote, que abandonó en una playa rocosa donde los cangrejos gordos como balones de baloncesto proliferaban tanto que apenas había sitio para poner los pies, se convirtió en la lancha rápida de un camello que, inexplicablemente, llegó a la orilla llena de cocaína pero sin ninguna pista de lo que le había ocurrido a la tripulación.
El refugio de lona que se construyó para protegerse de los frecuentes aguaceros se convirtió en la marquesina de una parada de autobús en La Brea, donde antes no había ninguna parada.
Las semillas de melón y las habichuelas que plantó en el claro no crecieron en el País de las Hadas, pero en Koreatown se convirtieron en una enloquecedora serie de señales de DIRECCIÓN PROHIBIDA y PROHIBIDO EL PASO y NO APARCAR que hacían que el tráfico rugiera continuamente.
Su saco de herramientas se convirtió en un árbol enorme que creció y levantó la acera y la calzada de la esquina entre Coliseum y Cochrane, con carteles de protesta que exigían que la ciudad dejara que su «amado árbol histórico» continuara en pie. Cuando volvió a sacar las herramientas del País de las Hadas, el árbol continuó donde estaba, pero no tardó en morir y lo talaron y se lo llevaron sin más protestas. Y cuando volvió a poner las cosas en el mismo sitio, en vez de un árbol esta vez apareció un manantial natural que obligó a los trabajadores de las alcantarillas a cavar y tapar y volver a cavar y volver a tapar durante todo el primer curso de Mack en el instituto.
La única vez que intentó llevar fuego al País de las Hadas fue completamente por accidente. Miz Smitcher lo había llevado a cenar a un Pizza Hutt y, por capricho, se llevó una caja de cerillas. Se le olvidó que la tenía en el bolsillo hasta que salió del camino de ladrillo y pisó el suave terreno del sendero de hierba del País de las Hadas. De inmediato sintió calor en la pierna y luego la sensación de que se quemaba. Se tiró de los pantalones, pensando que tal vez lo había picado algún insecto, una araña o una hormiga roja que se le había metido por dentro. Luego palpó el cuadrado de cartón a través del tejido y trató de sacarse la caja de cerillas del bolsillo. Sólo entonces se dio cuenta de que tenía que marcharse, sacar las cerillas y volver al patio, donde las arrojó al suelo.
Salió corriendo de la Casa Estrecha y, ya en la calle, rodeó toda la manzana para asegurarse de que las cerillas no habían causado un incendio en el mundo real. Vigiló la casa de los Murchinson un rato, sólo para asegurarse. No había humo, ni llamas. Pero eso habría sido demasiado lógico. Al día siguiente corrió la voz por todo Baldwin Hills de cómo los Murchinson habían vuelto a casa y descubierto que a su perro,
Vacuum,
atado en el patio trasero, le faltaba una pata. El veterinario les había dicho que el perro obviamente no había tenido nunca pata derecha trasera, ya que no tenía ningún hueso, ni cicatriz y... los Murchinson rápidamente comprendieron que el veterinario pensaba que estaban locos y dejaron de discutir. Al principio nadie discutió con ellos sobre lo normal que era el perro el día antes, pero en cuestión de unos pocos días pareció que nadie más que Mack recordaba que
Vacuum
había tenido
cuatro
patas toda la vida hasta que un idiota había llevado accidentalmente fuego al País de las Hadas.
Impredecible. Inseguro. Sin reglas. Mack temía la incertidumbre, pero amaba la profusión de vida, y deseaba poder compartirla con alguien. Pero Ceese no quería volver, y además, ¿qué clase de compañía hubiese sido un tipo de cinco o seis metros? O aun más alto, por lo que sabían: tal vez Ceese nunca dejara de crecer cuanto más se alejara de la Casa Estrecha, hasta que en la costa de Santa Mónica fuese tan alto que pudiese ver por encima de las montañas al norte y contemplar el Valle Central, o volverse al este y ver el Colorado, que ya no sería un hilillo de plata a través del desierto, sino una amplia corriente como el Misisipí.