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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Calle de Magia (24 page)

BOOK: Calle de Magia
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—Ojalá yo tuviera una moto que hiciera ruido como ése.

—Venga, Mack, ya hemos hablado de eso. Si quieres conducir, tienes que tener un trabajo para pagar el seguro. Pero si tienes un trabajo, tus estudios se resentirán, y si no consigues una beca no vas a ir a la universidad. Así que por no conducir podrás llegar a la facultad.

—Entonces no me preguntes por qué no tengo novia.

—Hay montones de chicas que salen con chicos que no tienen moto, chaval.

—Me da igual, Miz Smitcher. Las cosas están bien así—dijo Mack. Se inclinó hacia delante y le besó la frente y luego corrió a la puerta, se colgó la mochila a la espalda y empezó a correr calle abajo hacia la parada del autobús.

Sabía que la conductora del autobús lo había visto, pero nunca esperaba a nadie. Aunque alguien tuviera la mano en la puerta, arrancaba a su hora.

—Llevo un autobús con horario fijo —decía—. Si quieres montarte, tienes que llegar a tiempo por la mañana.

Así que fue corriendo al colegio. Lo había hecho antes con frecuencia. Normalmente llegaba antes que el autobús, ya que no tenía que seguir una ruta con muchas paradas, y podía saltarse los semáforos sin esperar al verde.

Sólo que esa mañana, mientras corría por La Brea, el ruido de la motocicleta se acercó lo suficiente para convertirse en un rugido, y entonces se detuvo ante él. La conducía una joven negra muy atractiva, con chaqueta roja y sin casco, probablemente para lucir el cabello coloreado con henna. Se dio la vuelta para mirarlo.

—¿Has perdido el autobús?

Mack se encogió de hombros.

Ella apagó el motor.

-—Decía que si has perdido el autobús.

Mack sonrió.

—Y yo he respondido. —Y volvió a encogerse de hombros.

—Oh —contestó ella—. Entonces, ¿no lo sabes?

—No me importa caminar.

-—Estoy intentando recogerte. ¿No quieres montarte en mi moto?

—¿A eso te dedicas? ¿A recoger estudiantes que pierden el autobús?

—A los mayores como tú, sí. A los pequeños los tiro en marcha.

—¿Y sabes dónde está mi instituto?

—Yo lo sé todo, chico.

—Si me llamas chico, ¿yo puedo llamarte chica?

—Entonces dime tu nombre, si no quieres que te llame chico.

—Mack Street.

—He preguntado tu nombre, no tu dirección.

Él empezó a explicarse, pero ella se echó a reír.

—Me estoy quedando contigo, Mack Street. Soy Yolanda White, pero la gente que aprecio me llama Yo Yo.

-—Entonces, ¿me aprecias?

—Todavía no. Para ti soy Yolanda.

—¿Y Miz White?

—No hasta que se muera mi abuela, y mi madre después.

—¿Puedes llevarme al colegio, Miz Yolanda? —preguntó Mack con su voz más refinada y obsequiosa—. Creo que ahora me lo debes, porque me has parado la carrera y llegaré tarde.

—Vaya Tom —dijo ella—. Lo próximo que harás será llevarle julepes de menta al
massa.

A pesar de su bravata al hablarle en plan chulesco, no estaba seguro de cómo agarrarse una vez estuvo montado en la moto tras ella. Puso las manos en su cintura, pero ella se las agarró y las colocó tan bruscamente alrededor que la cabeza le chocó contra la de ella y todo su pecho quedó apretado contra su espalda. Le gustó cómo se sentía.

—Agárrate, Mack Street, porque este motor es la caña.

No hubo conversación posible en el camino, porque el motor rugía tan fuerte que Mack no podría haber oído las trompetas anunciando la Segunda Venida. Además, Mack no podría haber hablado, porque estaba rezando al mismo tiempo. Ella doblaba las esquinas tumbándose de lado y él estuvo seguro de que iba a acabar volcando una docena de veces. Pero no volcó ninguna. Los neumáticos se aferraban a la calzada como el imán de un frigorífico, y ella lo dejó delante del colegio antes de que hubieran llegado la mitad de los autobuses. Mack deseó que hubiera más chicos allí para verlo llegar así, en la moto de una mujer tan guapa. Pero no importaba: se burlarían de él porque ella conducía y él iba de paquete. No es que le importara. Los que no se la tenían jurada porque estudiaba mucho y sacaba buenas notas se burlaban de él porque no tenía coche y daba largas caminatas y no vestía a la última.

—¿Te compró tu mami estos pantalones? —le preguntó un chico un día—. ¿O te los hizo de una de sus perneras?

—No —le contestó Mack—. Creía que los reconocerías: estos pantalones son de un sujetador viejo de tu madre.

El hermano ni siquiera era su amigo, no tenía ningún derecho a hablar de su madre. Así que cuando le dio a Mack un empujón, Mack casualmente lo empujó contra las taquillas tan fuerte que los dientes le castañearon y se desplomó, y luego siguió caminando. Habría sido muy distinto de no haber sido tan alto. Faltaban un montón de cosas en su vida, pero Dios había sido bueno con él en lo concerniente al tamaño. Había tipos que querían partirle la cara a veces, porque pensaban que era una víctima probable, vistiendo como lo hacía. Así que él les demostraba que no lo era, y lo dejaban en paz.

No puedes conseguir que te aprecie todo el mundo, pero sí puedes hacer que los que no lo hacen mantengan la distancia. Si se metían con él, los ignoraba. Decían: «Te espero al salir de clase.» Él contestaba: «No voy a volver a hacerte los deberes, apáñatelas tú sólito.» Y si lo esperaban para pegarle, salía corriendo. Era rápido, pero no un velocista. Pero podía correr eternamente. Nadie le seguía el ritmo, no por mucho tiempo. Los tipos que buscan pelea no suelen ser de los que corren mucho en solitario.

Así que Mack Street se había ganado cierta reputación, y consistía en que estaba allí para hacer sus propias cosas y, si no eres mi amigo, déjame en paz. Como estaba en último curso, ya no había problema: ninguno de los chicos de su edad la tomaba con él. Todos los que eran más altos que Mack estaban en el equipo de baloncesto. Pero incluso así, no había nadie allí para impresionarse si lo veía en la moto con esa mujer. Lástima. Pero hay que vivir la vida que uno labra para sí mismo. «El instituto era el campo de pruebas del mundo real», decía el director al menos una vez por asamblea. Mack suponía que en el mundo de los adultos la gente no la tendría tomada con él porque fuera trabajador y lo hiciera bien. Lo
contratarían
por eso. Se ganaría la vida. Y entonces conseguiría a la chica adecuada, no las que sólo van a pillar cacho.

—Ya nos veremos cuando nos veamos —dijo Yolanda.

—Lo dices igual que Martin Lawrence.

—Eres demasiado joven para ver ese tipo de mierda.

—Y lo bastante mayor para que una nena me lleve en su moto.

—No, eso es porque estás chalado.

Los dos se echaron a reír. Entonces ella volvió a repetir:

—Ya nos veremos cuando nos veamos.

Se dio la vuelta en la moto y se marchó. Todos se volvieron a mirar, pero a ella, no a Mack. Podría haber traído a cualquiera.

¿Por qué de repente tengo tantas ganas de ser famoso en el instituto? Ser famoso en el instituto es como ser el empleado del mes en el departamento sanitario. Ser famoso en el instituto es como ser el último tipo que sale a la cancha
antes
del primer partido de exhibición. No te ve nadie jugar excepto en los entrenamientos.

Pero tenía en la camisa el olor de ella. No era un perfume, en realidad, como el que algunas chicas se rociaban cada mañana. Ni un producto para el pelo, aunque su cabello le había dado una especie de paliza en la cara, hasta el punto en que hubiese querido decirle: «¿No has pensado en hacerte trenzas, Yo Yo?» Pero la moto era demasiado ruidosa y se lo guardó.

Mack no comía solo: se sentaba con un grupo en el comedor, pero sobre todo los escuchaba alardear sobre su habilidad en algún partido o alguna cita, o hablar mal de chicas que sabían que nunca iban a hablarles. Algunos de aquellos chicos vivían en Baldwin Hills y él conocía sus sueños fríos. A ninguno le preocupaban tanto las chicas o los deportes como decían. Eran otras cosas. Cosas familiares. Cosas personales. Deseos que nunca confesarían a nadie.

Bueno, Mack no les contaba tampoco sus cosas, así que estaban a la par. La única diferencia era que él tampoco hablaba de chicas ni de deportes. De lo único que hablaba en el almuerzo era del almuerzo, porque no se podía mentir en eso, y estaba ahí mismo, en la bandeja. Aparte de eso y del tiempo y de si iba a ir al partido o al baile, él sólo escuchaba y comía y, cuando terminaba, vaciaba su bandeja y la depositaba en su sitio y guardaba sus cubiertos y se iba a la biblioteca a estudiar.

Normalmente estudiaba sus asignaturas, aunque a veces releía a Shakespeare, sólo por ver si ya lo entendía algo mejor... y a veces lo hacía.

Ese día, sin embargo, buscó motos en Internet hasta que encontró la Harley que conducía Yo Yo. Era una máquina hermosa. Le gustaba la forma en que se estremecía bajo su cuerpo. Era como montar un dientes de sable feliz, que ronroneaba todo el camino mientras tú volabas sobre el terreno.

13

El valor de la propiedad

Entre sus largas caminatas y sus sueños fríos, Mack había llegado a saber en su momento todo lo que sucedía en su barrio. Pero ya los paseos eran por el País de las Hadas y había aprendido a anular todos los sueños, menos los más fuertes, antes de que se formaran del todo. Así que había cosas que no sabía. Nadie las mantenía en secreto, pero él no estaba allí para darse cuenta.

Sabía que alguien iba a mudarse a la bonita casa blanca que había justo más abajo del valle del sumidero: se enteró cuando el doctor Phelps murió y su segunda esposa recibió la casa en herencia y la vendió. Y vio un camión de mudanzas llegar y a unos tipos descargando cosas.

Lo que no sabía era quién era el nuevo propietario. No había prisa. Acabaría por enterarse, sobre todo porque la casa estaba por encima de la línea invisible: en la cima de la colina, donde había dinero, y por eso todo lo que pasaba allí era una gran noticia para la gente que vivía en el llano.

Estaba cenando con la familia de Ivory DeVries, aunque Ivory era un año mayor que él y estaba en la universidad, en Orange County. Tal vez ellos echaban de menos a Ivory y Mack era una especie de recordatorio de los viejos tiempos, cuando los dos jugaban al escondite por el barrio. Entonces había tantos chicos que podían cubrir la mitad de Baldwin Hills.

Así que Mack estaba de pie en el fregadero, ayudando a Ebony, la hermana de Ivory, a fregar los platos y cargarlos en el lavavajillas. Ebony había odiado siempre su nombre
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sobre todo porque tenía la piel muy clara.

—Si mis padres se eligieron fue para asegurarse de que sus hijos pudieran pasar la maldita prueba de la bolsa de papel.
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¿Y van y me llaman Ebony? ¿Por qué le pusieron Ivory a Ivo? ¿Le ponen al chico un nombre blanco y a la chica el nombre negro negrísimo?

—Odio llevarte la contraria, Ebby —dijo Mack—, pero los dos nombres son claramente negros.

—Supongo que tienes razón. Nunca voy a conocer a ninguna chica rubia que se llame Ebony, ¿verdad?

Mack y Ebony se llevaban bien, como hermana y hermano, aunque Mack no había dejado de darse cuenta de cómo había esponjado ella últimamente. Pero estaba todavía en noveno curso y era tan bajita que le cabía bajo el brazo. Y de todas formas no había signos de que ella estuviera interesada en él. Así que fregaban juntos los platos.

Mack le estaba hablando de los profesores que había tenido y se burlaban el uno de la otra diciendo cómo Ivo decía siempre que a Mack le gustaban precisamente los profesores que él más odiaba, cosa que Mack insistía en tomarse como un cumplido. Fue entonces cuando las voces del salón se volvieron tan fuertes que los interrumpieron.

—¿Crees que no daña el valor de las propiedades tener esa moto rugiendo por la calle a todas horas?

Tal vez fue la palabra moto lo que llamó la atención de Mack.

—No va rugiendo por la calle, simplemente se va a casa.

—No se va a casa. Llega hasta la cima de Cloverdale y luego corre hacia abajo y derrapa en la acera. La he visto hacerlo dos veces, así que es una costumbre.

—Esa mujer está la mar de bien en la moto, no va a hacer ningún destrozo en la propiedad.

—Eso sí que es absurdo.

—Yo valoro mi patio delantero mucho más ahora que cabe la posibilidad de que ella pase.

—Esto es lo más repugnante...

—No es más que un hombre, ¿qué esperabas?

—¡Es como pornografía móvil, eso es esa chica en su moto!

—Nunca me gustó ni pizca la segunda esposa del doctor Phelps, pero ahora que he visto a esta nueva chica, ojalá volviera la señorita Phelps.

—De pornografía nada: lleva ropa hasta el cuello.

—No es más que una fulanorra motorizada.

—Esa ropa le queda tan ajustada que bien podría ir desnuda.

—Entonces vamos a formular una petición que se lo deje claro a ella. Quiero decir, si le falta tan poco para ir desnuda, ¿por qué no...?

—Ya está bien, Moses Jones.

—¿No hay una ordenanza contra ruidos?

Mack y Ebby se sonrieron y, sin discutirlo, salieron al pasillo y vieron que mientras ellos lavaban los platos alguien había celebrado una reunión de chismosos y chismosas del barrio.

La madre de Ebby la miró con resolución.

—Esto es una discusión de adultos, Ebby.

Ebby se echó a reír.

—No me gusta tu actitud, jovencita —dijo la madre de Ebby.

—Nos estábamos preguntando —intervino Mack—, ¿de qué moto hablan?

—De
la persona
que acaba de mudarse a la vieja casa del doctor Phelps, justo al final de la curva cerrada de Cloverdale.

—A quien yo le pedí que no hiciera tanto ruido por las noches, y a lo que ella respondió con un tono la mar de desagradable que la moto era su único medio de transporte y que tenía que llegar a casa cuando terminaba el trabajo a las tres de la mañana.

—Si puede permitirse esa casa puede permitirse un coche.

—Es una de esas inhibicionistas que no pueden soportar que la gente no se fije en ellas.

—Exhibicionistas.

Ebby le dio un pellizco a Mack para que no se riera, y casi lo consiguió. Para disimular, Mack dijo:

—Ejem, ¿y no tiene nombre? ¿Sólo «tía maciza de la moto»?

—Mack Street, voy a decirle a Ura Lee que usas ese tipo de lenguaje.

—Pero la señora Jones la ha llamado...

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