Calle de Magia (11 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

BOOK: Calle de Magia
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Parecía que iba a permanecer despierto para siempre. Y entonces despertó y era de día y supo que tendría que encontrar otro modo de impedir que los sueños fríos se hicieran realidad.

7

Barrio de sueños

Cuanto mayor se hacía Mack, más vivía fuera de casa. No tenía nada en contra de quedarse dentro. La casa era el lugar donde desayunaba, donde dormía, donde Miz Smitcher lo abrazaba y lo besaba y lo reñía. Era un buen sitio y se alegraba de volver allí cuando Ceese iba a visitarlo por las noches.

Pero creció en la calle, más o menos. Cuando llegó el momento de ir a la escuela, asistió a ella y trataba de concentrarse mientras estaba allí. Pero para él el día de verdad era aquella carrera por la mañana hasta la parada del autobús para quedar con los otros chicos del barrio, y después del colegio cuando el autobús por fin lo soltaba por la tarde. Los veranos eran distintos porque almorzaba en casa del chico con el que estuviera jugando.

Ceese, que ya iba al instituto, casi dejó de intentar prepararle la cena: ya le resultaba bastante difícil encontrarlo por las noches. Mack no se escondía de él. En cuanto escuchaba su voz llamándolo en la calle, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo. Nunca se hacía el sordo. Pero Mack podía estar en cualquier parte cualquier día, así que Ceese podía perder media hora de tiempo de deberes caminando arriba y abajo por Cloverdale o Sánchez o Ridgeley o Coliseum, llamando:

—¡Mack! ¡Mack Street! ¡Vuelve a casa de una vez, chico!

—Ese chaval va a acabar con un par de pulmones poderosos de tanto gritar llamándote —dijo Miz Dellar una noche. Mack había cenado con la familia de Tashawn Wallace, y Miz Dellar era la abuela de Tashawn, la persona más vieja que Mack había visto. Le dolían los dientes, así que sólo se los ponía para cenar, y a Mack le gustaba ver cómo se los ponía.

—Sabe que siempre vuelvo a casa —dijo Mack.

—Se preocupa por ti, chico. Eso vale más que un día de paga en estos tiempos.

—Un día de paga es para mí lo mismo que una semana de paga —dijo Mack—. Nada.

—Eso es porque eres perezoso —dijo Tashawn. Le gustaba Mack, pero siempre le decía cosas así, pinchándolo y fingiendo luego que era una broma.

—No puede ser perezoso —dijo Miz Dellar—, porque apesta como una mofeta enferma.

—Eso significa que está muerto —dijo Tashawn.

—¿Tenemos que mantener esta conversación mientras hay gente que intenta comer? —preguntó la señora Wallace, la madre de Tashawn.

—Mack es perezoso —dijo Tashawn—. No hace ningún trabajo.

—Hago los deberes en casa.

—No que se sepa —dijo Tashawn—. Siempre dice que se le ha olvidado hacerlos.

—No, se me olvida llevarlos al colé. Los hago, sólo que no los tengo en el colegio.

—Tashawn, deja tranquilo al chico —dijo la señora Wallace.

—Oh, no es más que la forma que tiene Tashawn de demostrar su amor —dijo Miz Dellar.

Tashawn hizo ruiditos de asco y se inclinó sobre el plato.

—Gracias por la cena —dijo Mack—. Estaba deliciosa, pero tengo que marcharme o Ceese pensará que me he muerto.

—Si te huele,
sabrá
que te has muerto —dijo Tashawn.

—Ojalá no hubieras mencionado su olor —le dijo la señora Wallace a Miz Dellar.

—Sólo huele como cualquier chico que ha estado todo el día corriendo al sol —respondió Miz Dellar—. Es uno de los pocos olores lo bastante fuertes que todavía percibo, así que hasta me gusta.

Mack se quedó en la puerta, escuchándolas un momento. Para él, esas conversaciones eran sentirse como en casa.

Pero claro,
todas
las conversaciones de
todas
las casas le hacían sentirse como en casa. Apenas había una puerta a tres manzanas de la casa de Miz Smitcher que Mack no hubiera atravesado, ni una mesa a la que no se hubiera sentado, si no para cenar al menos sí para tomar un vaso de leche o incluso para recibir una reprimenda porque había hecho algo que molestaba a algún adulto. En algunas de aquellas casas no había sido bienvenido al principio, siendo, como decían, un niño «sin padre» o «ese bastardo» o «el hijo de una bolsa de la compra». Pero a medida que fue pasando el tiempo, hubo menos y menos puertas que se le cerraban. Pertenecía a todas partes en el barrio. Todo el mundo lo saludaba, incluso los mexicanos que cuidaban los jardines de la gente realmente rica de la zona alta de Cloverdale y Punta Alba y Terraza. Lo saludaban en español y él respondía con las palabras que había aprendido y se acercaba y trabajaba con ellos un ratito.

Porque Tashawn se equivocaba. Mack trabajaba duro en todas las tareas que le ponían. Si un mexicano estaba recortando un seto, Mack recogía los recortes y los amontonaba. Si uno de sus amigos tenía que quedarse a hacer tareas de la casa, Mack se quedaba con él sin que se lo pidieran siquiera, y cuando su amigo se cansaba y quería jugar, era Mack quien seguía trabajando hasta que el trabajo estaba terminado.

También en casa, fuera lo que fuese lo que Miz Smitcher le pedía que hiciera, lo hacía, y continuaba hasta el final. Lo mismo con sus deberes... cuando alguien le recordaba que los hiciera.

Ése era el problema. Mack no pensaba que el trabajo que hacía fuera
su
trabajo, igual que no pensaba que ninguna de las casas a las que iba fueran
su
casa o los amigos con los que jugaba fueran
sus
amigos. Si había un trabajo y alguien le pedía que lo hiciera, lo hacía, pero nunca se acordaba de hacer ninguna de las tareas que le asignaban Ceese o Miz Smitcher. Tenían que recordárselas siempre. Tenían que recordarle que hiciera sus deberes, y por la mañana tenían que recordarle que se los llevara a clase y si no le recordaban que recogiera su almuerzo se lo dejaba también en el frigorífico.

No servía para establecer rutinas en su vida y seguirlas. Nunca pensaba: son casi las siete y media, hora de recoger el almuerzo y los deberes e irme a la parada del autobús. Nunca pensaba: se hace tarde, Ceese me estará buscando.

Si Ceese no lo llamaba para volver a casa, Mack se quedaba donde estaba hasta que lo echaban a patadas o le recordaban que se fuera a casa, y si no hacían nada de eso era probable que se pasara allí la noche tendido donde se sintiera cansado y dormido hasta que despertara. Eso sucedía con más frecuencia cuando estaba jugando en Hahn Park, que coronaba las alturas de Baldwin Hills. Los empleados del parque solían encontrarlo cuando iban a trabajar por la mañana, y uno de los jardineros se lo advirtió:

—Será mejor que aprendas a roncar fuerte, chaval, o algún día te voy a pasar por encima con la segadora y no me daré cuenta de que estás ahí hasta que tus huesos se astillen y vayan a parar al recogedor de hierba.

Sin embargo, cuando pasaba la noche en el parque había muchos problemas en casa. Lágrimas por parte de Miz Smitcher, verdadero enfado por parte de Ceese.

—¡Creíamos que te habías muerto! ¡O que te habían secuestrado! ¿No puedes volver a casa como un niño normal? Cuando vuelvo a casa del trabajo quiero encontrarte
aquí.

Ceese era aún más duro.

—Miz Smitcher confió en mí para que cuide de ti, y tú haces que parezca que ni siquiera te busco. Me avergüenzas, Mack. Haces que me sienta avergonzado delante de Miz Smitcher.

Al final, sin embargo, después de que la policía le dijera a Miz Smitcher que
nunca
más iban a ayudarla a buscar a Mack, tiraban la toalla y reconocían que Mack no había sufrido ningún daño y que todo el barrio lo buscaba, así que si llamándolo por todo el barrio no volvía a casa, bueno, podía pasar la noche fuera. No es que tuvieran otra elección.

—Tal vez se deba a que lo abandonaron cuando era un bebé —oyó Mack que le decía Miz Smitcher a la señora Tucker.

—Tal vez sea igual que su padre —contestó la señora Tucker—. Los hombres así no duermen dos veces en la misma cama.

Lo cual hizo pensar a Mack que la señora Tucker sabía quién era su padre, hasta que Ceese se lo aclaró.

—Mi madre sólo se estaba imaginando a tu padre, Mack. Nadie sabe quién es. Pero mi madre es de las que lo saben todo sobre gente a la que no conoce. Ella es así.

La única batalla que Ceese ganó fue la de enseñarle a Mack que tenía que usar un cuarto de baño para hacer pipí o caca siempre y no sólo cuando lo había mano si sentía la necesidad. Hasta que ganó esa batalla, Mack no tenía inconveniente en dejar un mojón en la acera como un perrito. Sólo cuando Ceese lo obligó a ir a recoger sus mojones con una bolsa transparente y llevarlos a casa delante de todo el barrio Ceese consiguió por fin inculcarle esta buena costumbre.

—No eres más que un bárbaro —le dijo Ceese—. Una invasión bárbara de un solo niño. Eres un huno, Mack. Un vándalo.

Pero en realidad no era cierto. No había nada de destructivo en Mack. Cuando era pequeño y Ceese lo entretenía construyendo torres de bloques, era Ceese quien tenía que derribarlas: Mack no lo hacía. No es que pusiera pegas al ruido y el tableteo de los bloques al caer, era que, para Mack, cuando se construía algo debía continuar construido.

Excepto en lo concerniente a su propio cuerpo. Con su seguridad personal, Mack era intrépido. Los chicos del barrio pronto aprendieron que aceptaba casi cualquier desafío. Súbete al tejado. Salta. Camina por encima de esa valla. Súbete a ese árbol. Bébete ese líquido marrón oscuro. Una de las principales tareas de Ceese cuidando a Mack era impedir que los otros niños lo desafiaran a hacer cosas suicidas.

No siempre salía bien. Mack era bastante diestro para ser un niño pequeño, pero se caía de un montón de sitios. El milagro era que nunca se rompía el cuello, ni la cabeza, ni siquiera un brazo. Una vez se torció un tobillo. Se hizo montones de cardenales. ¿Y rasguños? Mack dejó manchas de sangre por todo Baldwin Hills por sus muchos arañazos y resbalones y raspaduras y pinchazos. Miz Smitcher se aseguraba de que su vacuna contra el tétanos estuviera siempre al día.

Sin embargo, cuando a Mack le llegó la hora de ir al colegio los desafíos se habían terminado. La mayoría de los chicos se habían dado cuenta de que no estaba bien retar a Mack a hacer cosas, porque las hacía casi por reflejo, así que cuando se lastimaba era culpa de ellos. Y Mack gradualmente llegó a comprender que no tenía que hacer las cosas sólo porque la gente se lo dijera.

Cuando aceptaba aquellos retos, no era porque sintiera que tenía que demostrar que era valiente, ni para impresionar a los otros chicos, ni porque temiese que lo excluyeran del grupo. No era particularmente consciente de pertenecer o no a un grupo de amigos. El jugaba con quien estuviera a mano y no lo hacía con quien no lo estaba. Si no había nadie y quería compañía, se ponía a caminar hasta que encontraba a alguien interesante.

Así que aceptaba todos aquellos retos simplemente porque cuando le sugerían una idea asumía que debía hacerla realidad. Al menos hasta que sucedía algo que le hacía cambiar de opinión... como Ceese gritando: «¿Estás chalado, niño loco?»

Pero cuando llegó a la edad escolar, aprendió a no hacer lo primero que se le pasaba por la cabeza. Estaba controlando lo que le sucedía.

Era a causa de aquellos sueños fríos. Después de ver lo que le había pasado a Tamika Brown, sentía venir un sueño frío y trataba de bloquearlo. No se consideraba un mero observador. Pero tampoco como exactamente la persona que tenía el deseo. Era más bien como si se uniera a la otra persona, como si se metiera dentro de ella. Cuando recordaba el sueño frío de Tamika nadando, le parecía que un sueño sólo se hacía realidad cuando él empezaba a desear el deseo del soñador. Como si él lo hiciera realidad.

—¿Puede una persona hacer que el sueño de otra se cumpla? —le preguntó una noche a Ceese.

La respuesta de Ceese fue bastante sincera.

—Claro que puedes. Si una persona desea dinero, vas y le das un pavo.

Y ésa fue la pregunta de la noche. Al día siguiente, Mack había descubierto que de todas formas Ceese no podía responder a su pregunta. ¿Cómo iba a saberlo él? Mack era la única persona del mundo que tenía esos sueños fríos. Porque, si no, entonces alguien habría hablado de ello. Hablaban de todo lo demás. «¡Tuve un sueño frío anoche y logré que tu deseo se cumpliera! ¡Tú querías mear
y
yo te hice mojar la cama!»

Y aunque no fuera él quien hacía que los sueños se convirtieran en realidad, seguía sin querer tenerlos. Algunos eran feos; algunos eran malos; ni siquiera comprendía un montón de ellos. E incluso los buenos... no quería saber nada de ellos.

Porque siempre sabía quién era el soñador. Oh, no necesariamente durante el sueño. Más tarde, al día siguiente o al mes siguiente o al año siguiente se topaba con alguien y sabía, al mirarlo, que lo había visto en sus sueños.

¿Cómo se sale de un sueño? No es que puedas obligarte a despertar. Incluso en sus propios sueños, cada vez que Mack soñaba que se despertaba resultaba que despertarse era parte del sueño. Podía soñar que se despertaba tres veces en el mismo sueño y no sucedía.

Y no es que pensara muy claramente en sueños. Si se veía en un sueño frío no podía decirse a sí mismo: esto es un sueño frío, tengo que despertarme... demontres, tener ese pensamiento hubiese significado que ya se había despertado. En cambio, sentía un fuerte deseo de salir huyendo.

Así que en su sueño, en vez de despertar, echaba a correr.

Y entonces pasaba algo curioso. En vez de correr, viajaba en coche.

O en un todoterreno o algo así, porque los coches normales no podían recorrer carreteras tan angostas. Siempre empezaba en un camino de tierra, con árboles de aspecto entrecortado alrededor, una especie de árboles secos de California. La carretera empezaba a hundirse mientras el terreno permanecía al ras a ambos lados, hasta que había paredes de tierra o colinas empinadas, y a veces acantilados. Y la carretera empezaba a llenarse de piedras. Las piedras eran de todos los tamaños, redondas como cantos rodados, y el vehículo avanzaba como si las rocas fueran la acera.

Las rocas brillaban negras a la luz del sol, como si se hubieran mojado recientemente. La carretera de pedruscos empezaba a ascender de nuevo, cada vez más y más empinada, y entonces se estrechaba de pronto y casi se quedaban atascados entre altos acantilados con una fina cascada que caía de la grieta allí donde los acantilados se unían.

Siempre sabía que lo habían vuelto a hacer él y quienquiera que estuviera con él en el vehículo. Se habían pasado el desvío. No habían prestado suficiente atención.

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