—Has limpiado esto muy bien —dijo Mack.
—No
había,
mucho que limpiar —respondió Ceese—. No sangraba mucho.
—Mi padre me va a hacer desinfectar el coche, de todas formas —dijo Word—. Odia a ese tipo. Querrá limpiar hasta la última huella.
—Entonces, ¿tu padre lo conoce? —preguntó Ceese.
Word negó con la
cabeza.
—Nadie lo conoce. Pero vino una vez a nuestra casa. Yo lo dejé entrar. Y luego se marchó.
—¿Lo dejaste entrar? —preguntó Ceese—. ¿A un tipo como ése, en tu casa?
Word asintió.
—Mi padre cree que no me acuerdo. Nadie más de la familia lo recuerda. Y durante un rato yo también lo olvidé... durante una hora o así. Luego lo recordé todo. Mamá estaba enferma en el dormitorio, y papá volvió a casa y entró en él y luego ese tipo apareció en la puerta y... y yo le dejé entrar.
—¿Qué hizo? —preguntó Mack.
—Entró. Yo me adelanté para advertir a mis padres de que venía, pero no pude detenerlo. Quise, pero no pude. No, no quise. Sabía que
tendría que haber querido. Quería
querer. Pero no importaba lo que quisiera querer, lo que de verdad quería era hacer todo lo que él quisiera que hiciese. Nunca me he sentido más indefenso en la vida. —Se estremeció.
—No lo entiendo —dijo Mack—. Si querías detenerlo, ¿cómo podías también no querer detenerlo?
—Es algo inimaginable hasta que te pasa. De repente es como si tú ni siquiera tuvieras voz ni voto en lo que tu cuerpo hace y piensa y siente. Puedes pensar en cómo no quieres hacerlo, pero al mismo tiempo, todo lo que quieres en este mundo es complacer a ese hijo de puta.
Mack notó que Ceese se envaraba un poco.
—Vamos, Ceese —dijo Mack—. Dices «hijo de puta» delante de mí muchas veces.
Word soltó una risotada.
—Lo siento.
—No sabía que ese hombre llevara tanto tiempo por aquí —dijo Mack—. ¿Cuándo fue eso?
Word volvió a reírse.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Trece años y dos meses —dijo Mack—. Desde el día que me encontraron, al menos, y Miz Smitcher dice que no pude nacer mucho antes de eso.
—Entonces ese hombre vino a nuestra casa hace trece años y dos meses —respondió Word.
Mack pensó en eso un minuto. Y añadió a sus cálculos la manera en que Ceese estaba mirando a Word.
—Entonces, ¿tiene algo que ver conmigo también, es eso lo que estás diciendo? —preguntó Mack.
—Digamos que cuando vino a nuestra casa llevaba todo tipo de bolsas de la compra vacías en el cinturón y los bolsillos. Pero cuando se marchó, había un bebé dentro de una de ellas.
Mack sintió una sensación de calor, como si su sangre estuviera intentando moverse por diferentes partes de su cuerpo a la vez. Incluso se sintió desfallecer un poco.
—¿Y tú no dijiste nada? —preguntó Ceese en voz baja.
—Nadie me habría creído.
—¿Por qué no?
—Porque mi madre no estaba embarazada una hora antes —contestó Word—. Pero la vi por la puerta y su vientre se había hinchado y... ¿quién va a creer eso? Sobre todo cuando ella misma ya no se acordaba media hora más tarde de lo sucedido. Se hinchó, tuvo el bebé y lo olvidó en cuestión de dos horas. Vosotros tampoco lo creéis.
—Yo sí que lo creo —dijo Mack.
—Sí —repuso Ceese—. Lo creemos.
—Por él —dijo Word—. Por el Hombre de las Bolsas.
—El Señor Navidad —dijo Ceese.
Puck, pensó Mack.
—Entonces yo soy tu...
—No lo sé —lo cortó Word—. Podrías ser mi hermano. O mi hermanastro. Pero considerando que cosas así son imposibles en el mundo real, no estoy del todo seguro de que existas.
Se rió de nuevo, con aquella risa áspera que significaba que en realidad no le parecía gracioso.
—Y si lo eres, ¿qué te puso dentro del útero de mi madre? ¿A quién podría decírselo? ¿A quién podría preguntar? Lo único que pude hacer fue vigilarte. Vi a Ceese encontrarte. Y pronto me enteré de que Miz Smitcher te había adoptado. Así que estabas bien.
—¿Y si yo no lo hubiera encontrado? —preguntó Ceese—. ¿O si Raymo...?
—Yo conocía a Raymo —dijo Word—. No habría permitido sucediera nada.
—Así que simplemente vigilaste —dijo Ceese—. Como Miriam al Moisés desde los cañaverales.
—De modo que lees la Biblia.
—Presté atención en la escuela dominical.
—Éxodo. Moisés corre peligro de ser asesinado por los hombres del faraón, así que lo meten en una cesta y lo dejan flotar río abajo. Supongo que hoy en día lo hubiesen metido en una bolsa de la compra y lo habrían dejado en el campo junto a una tubería de desagüe.
—Yo no soy Moisés —dijo Mack—. Y nadie estaba intentando matarme.
Tanto Ceese como Word se rieron y luego se miraron. Ambos se preguntaban probablemente qué peligro conocía el otro.
—¿Has leído a Shakespeare? —preguntó Mack.
Word se encogió de hombros.
—Mi padre por poco me pone de nombre William Shakespeare Williams. En vez de William Wordsworth Williams. O sea, que casi me podrían haber llamado Shake en vez de Word.
—O Speare
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3
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—dijo Ceese.
—
Así no
hubiera conseguido ninguna cita en el instituto, garantizado —dijo Word, y esta vez su risa fue un poco más auténtica.
—¿Qué puedes decirme sobre Puck y la reina de las hadas? —preguntó Mack.
—¿Sobre Puck? ¿Por qué?
—Es sólo por preguntar.
—¿Por qué? ¿Crees que el Hombre de las Bolsas es un duende crecido o algo por el estilo?
—Sólo lo preguntaba —dijo Mack—. Pero si no lo sabes, supongo que tendré que leer acerca del tema.
—Buena suerte con Shakespeare —dijo Word—. Está escrito en un idioma extranjero. Oí a un lingüista negro de Berkeley decir una vez que los de habla inglesa son los únicos que no consiguen leer a Shakespeare en su idioma nativo. En cambio tienen que soportar leer su obra en el inglés que hablaban allá por 1600.
—A mí no me costó leer a Shakespeare —dijo Ceese—.
Leí Romeo y Julieta, El rey Lear.
—En el instituto es otra cosa. Te lo dan con cuchara.
—En la universidad.
—Oh, vale, bien —dijo Word.
—Todo lo que quiero es saber algo de la reina de las hadas —-dijo Mack.
—Titania, se llama —respondió Word—. Y su esposo es Oberón. Se pelean continuamente. Puck es el criado de Oberón y gasta bromas terribles a la gente. A un tipo que se ha perdido en el bosque por arte de magia le pone una cabeza de burro, y luego le entrega a Titania una poción amorosa y ella se enamora de ese tipo medio lelo.
—Entonces Puck es malo.
—No, es juguetón. Como el Loki de la mitología nórdica. Sólo... gasta bromas a la gente. Pero son bromas pesadas. No tiene conciencia.
Continuaron el viaje en silencio.
Entonces Word miró hacia atrás y le preguntó a Mack:
—¿Crees que ese tipo es Puck?
—Habla por hablar —dijo Ceese.
—Tengo que daros un consejo —dijo Word.
Ceese hizo una mueca.
—Nos fiaremos de tu palabra.
—No me hagas bromitas a costa de mi nombre. ¿Crees que no me han hecho ya suficientes?
—¿Un consejo? —dijo Ceese.
—Déjalo. Olvídalo. Mi padre sigue amargado por eso. Todavía lo reconcome. Te observa por la ventana. Te observa cada vez que pasa junto a ti en el coche. Porque lo sabe. Un bebé encontrado en una bolsa de plástico ni una hora después de que el Hombre de las Bolsas te sacara de casa. Mi padre odia a ese tipo. Pero ¿qué gana con eso?
Nadie respondió. Más silencio.
Entonces Word volvió a hablar.
—En la obra...
El sueño de una noche de verano,
ésa es la obra donde sale Puck, por lo que luchan la reina y el rey de las hadas, Titania y Oberón, es por un cambiado.
—¿Qué es un cambiado? —preguntó Mack.
—Un niño pequeño. Es lo único que dicen. Creo que hay una leyenda según la cual las hadas a veces vienen y roban a un niño humano y dejan a un niño falso en su lugar. Supongo que es el tipo de leyenda que se inventó para explicar el caso de los niños autistas. El cambiado parece un niño perfectamente normal, pero no responde bien.
—¿Es eso lo que soy yo?
—Tú no eres autista —dijo Ceese—. Raro sí, pero no autista.
—¿Cómo podrías ser un cambiado? —dijo Word—. No había ningún niño que cambiar por ti. No sé lo que eres. Tal vez sólo eres... mi hermano mágico.
—No veo cómo puedes ser hermano suyo —dijo Ceese, irritado.
—Cecil —dijo Word—, su hermano eres tú. Su hermano de verdad. O su padre, o alguna otra combinación. Todo el mundo lo sabe. Todo el mundo en Baldwin Hills sabe que renunciaste a media infancia para cuidar de Mack. Te aman por eso. No voy pretender que significo nada en la vida de Mack.
—Menos que nada —dijo Ceese en voz baja.
—Si hubiera contado esta historia entonces, ¿habría cambiado algo?
Silencio otra vez, hasta que Ceese por fin contestó:
—Te habrían encerrado en un manicomio.
—Él te tenía a ti en su vida. Y eso era bueno. ¿Y si yo hubiera «encontrado» a Mack en esa bolsa de plástico? Lo pensé. Pero no podría haberlo llevado a casa. Si hubiera entrado por esa puerta con ese bebé concreto, creo que mi padre se hubiese vuelto loco. Podría haber matado al bebé o huido de casa para nunca más volver o... no lo sé. Papá estaba loco. Fue buena cosa que tú lo encontraras, Ceese.
Eso fue lo último que Mack oyó durante un rato, porque en ese justo momento tuvo un sueño frío. Ni siquiera se quedó dormido. Sólo se sintió entrando en una habitación de hospital que nunca había visto y disparando seis tiros con una pistola a la cabeza vendada del Hombre de las Bolsas. Sólo que las vendas no se parecían a las de verdad ni la habitación se parecía al área apartada donde Mack había visto al Hombre de las Bolsas. De repente Mack comprendió lo que estaba viendo. No surgía de sus recuerdos del hospital, sino de la imaginación de otra persona. Lo que el profesor Williams quería más que nada en el inundo en aquel preciso instante, mucho más que ser un gran poeta, era asesinar al Hombre de las Bolsas.
Mack nunca había pensado en Puck como en el Hombre de las Bolsas, pero en el sueño frío eso era el hombre, ése era su nombre.
Mack trató de obligarse a salir del sueño, pero se encontró en su propio sueño, aquel en el que conducía a lo largo del camino que se convertía en cañón, y estaba desesperado por salir del sueño, pero no pudo hasta que...
Hasta que despertó tiritando, con Ceese dándole pellizcos en el brazo.
—Ay.
—Te has desmayado —dijo Ceese—. Estabas temblando como si fueras a tener un ataque.
—Tenía frío —dijo Mack, enfadado—. ¡No tienes que castigarme por tener frío dándome pellizcos como una niña!
—Sólo intentaba hacerte reaccionar.
Y eso era lo que Mack quería que hiciera.
—¿Estáis bien ahí atrás? —preguntó Word—. Casi hemos llegado a vuestra casa.
—He tenido un sueño.
—¿En tres minutos? —preguntó Ceese—-. Eso sí que es soñar rápido.
—Es un buen soñador —dijo Word desde el asiento delantero. Volvió a la carretera y, un momento después, giró a la derecha por Coliseum y luego a la izquierda por Cloverdale. Tanto Mack como Ceese miraron hacia donde la Casa Estrecha quedaba oculta, pero desde la calle, naturalmente, no vieron nada.
Cuando llegaron a la casa de Miz Smitcher (la casa de Mack), Word se bajó del coche para ayudar a Ceese a sacar a Mack.
—Estoy bien —insistió Mack.
—Acabas de desmayarte, lo cual sugiere que no estás precisamente bien —dijo Word.
—He tenido uno de mis sueños —dijo Mack—. No un sueño de los que se tienen cuando uno duerme. De un tipo diferente. Y en él alguien intentaba matar al Hombre de las Bolsas.
—¿Quién?—dijo Word, riendo—. ¿Mi padre? ¡No me extrañaría!
Mack se le quedó mirando.
Word dejó de reír.
—Oh, venga ya. No me lo creo.
—Tu padre sabe en qué hospital está —dijo Mack.
—Mi padre no es un asesino.
—Ni yo quiero que lo sea —dijo Mack—. Pero las cosas que veo en sueños como éste... a veces se cumplen.
—¿Cómo cuál?
—Como Tamika Brown soñando que era un pez y despertándose dentro de la cama de agua.
Eso los dejó a los dos patidifusos. Miraron a Mack largamente.
—¿Quieres decir que el padre de Tamika no estaba loco? —preguntó Ceese.
—¿Ni mentía? —preguntó Word.
—Como tú, Word —dijo Mack—. ¿Quién podría decirlo?
—Han estado pasando cosas raras durante años y nunca me dio por sospechar nada —dijo Ceese.
—¿Así que crees que mi padre podría aparecer por arte de magia en la sala del hospital donde está el Hombre de las Bolsas? —preguntó Word.
—No sé qué podría suceder —respondió Mack—. Pero cuando estos sueños se hacen realidad, siempre sucede la cosa que la persona más desea en el mundo... sólo que pasa de la forma menos agradable. Si tu padre tiene el deseo de que el Hombre de las Bolsas muera, apuesto a que pillan a tu padre. O tal vez la policía lo abata a tiros. Y probablemente nos arresten a todos por cómplices. Todo parte de una gran trama.
Ceese y Word se miraron.
—Voy a regresar —dijo Word—. Es una locura, pero también lo es todo lo demás. Tengo que quedarme allí hasta que... o podría llamar a mi padre.
—No, volvamos —dijo Ceese—. Pero tú no, Mack. Es demasiado peligroso.
Mack miró a Ceese con los ojos entornados.
—Oh, no me mires con esa cara de buitre —dijo Ceese. Se volvió hacia Word—. Pero tiene razón. Tenemos que llevarlo, porque está más en sintonía con estas cosas raras que ninguno de nosotros.
Así que volvieron a subir al coche y regresaron al hospital.
—Voy a catear un examen por culpa de esto —dijo Word cuando llegaron al aparcamiento del hospital.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Nos colamos en Urgencias? Allí nos conocen.
—Ya no estará allí—dijo Mack—. Los trasladan al cabo de una hora o así.
—¿Dónde estará?
—Lo averiguaré.
Fue fácil, ya que no tuvieron que pasar por Urgencias, donde los hubieran reconocido. Mack se acercó a un puesto de enfermeras donde sólo lo conocían como el hijo de Ura Lee Smitcher, y nadie se fijó siquiera cuando buscó el John Doe que había sido admitido en Urgencias como indigente unas dos horas antes. ¿Había pasado tanto tiempo?