Read Cachondeos, escarceos y otros meneos Online
Authors: Camilo José Cela
—Sí, no faltaría más.
En el parque nacional de Jackson los visitantes, navegando en una arbolada alta mar de cuernos, ensayan mantenidos ejercicios de humildad.
—No somos nadie, Paquita, ¡y mira que saliste puta, hija mía!
—Sí, Abraham, amor mío, pero pese a haberme pasado la vida sin dar sosiego a la pelvis y tragándomelas dobladas, tus cuernos, al lado de los que por aquí lucen, son una mierda de cuernos, perdona.
—Sí, hija, sí, ¡no me lo recuerdes! ¡Está el viejo muriendo y está aprendiendo!
—¡Y tanto, Nicolás, digo Abraham, y tanto! ¡Y tú que lo digas!
El florido y cornudo y casi agobiado arco de acceso al parque nacional de Jackson, limbo de todas las resignaciones y complacencias, luce sus puntas que ya no embisten con la misma abnegada presunción con que el espadachín jubilado baraja sus recuerdos y sus autopsias. Todo llega, todo pasa y todo tiene su tiempo que no ha de repetirse jamás.
—¿Me querrás siempre, cornudo mío?
—Siempre, mi vida, ya sabes que te querré hasta la muerte. ¿Por qué dudas de mí?
Margot guardó un silencio embarazoso y después habló con un hilo de voz.
—No sabría decírtelo. ¡Como los cornudos sois tan inconstantes!
—No, mujer, ¡no debes hacer caso de habladurías! ¡La gente no sabe ya lo que inventar!
Sobre el cielo del parque de Jackson volaban las bandadas de cuernos sin chocar jamás; se conoce que tenían el raro instinto de los murciélagos.
—¿Y si chocasen?
—No sucederá; sería tanto como echar arena en el engranaje de la historia. La órbita de las estrellas está trazada a mano alzada, pero su dibujante no se equivocó jamás. Cuando los cuernos se vayan a dormir, entretente en observar el camino de las estrellas.
Don Bonifacio de Adrumeto Sarmiento y Gómez, alias Guagicapón, de oficio oboe de la Banda Municipal y de aficiones sobre las que más vale correr un piadoso y bien tupido velo, se encaró con don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas Premiot de Chantal y Méndez, alias Ajonjolí Espesito, el canónigo penitenciario de la Santísima Trinidad de Valdepeñas y primo segundo de mi madrastra, y fue y le dijo, dice, dijo:
—Para que usted lo sepa, don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, que está usted muy confiado y cualquier día se le caen a usted las partes en el mingitorio o en el desayuno, en un descuido o en un mal movimiento, un suponer: Las tasas altas de colesterol y de tri-glicéridos, así como los fallos cardíacos o cerebrales, van en detrimento de la lozanía del cipote.
—¡No me diga!
—Tal como usted lo oye, amigo mío, tal como usted lo oye: Contra más colesterol, más castidad, y váyase lo uno por lo otro, que a la fuerza ahorcan y a quien Venus no se la empina, que San Estanislao de Kotska se la bendiga. Amén.
—¡Qué prodigioso equilibrio de las esferas!
—Hombre, la verdad es que yo no lo veo muy claro pero… ¡Si usted lo dice! Por unos instantes me recordó usted a Galileo Galilei o a Copérnico.
—Bueno, ¿qué más da?
—Don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, en el fondo de su conciencia despreciaba a don Bonifacio de Adrumeto pero, como era persona bien educada y de principios, aunque quizá con el índice de colesterol un poco alto, eso así, procuraba disimular y echar balones fuera.
—Más vale no tener líos, —recapacitó Ajonjolí Espesito para su coleto—, no merece la pena. Este Guagicapón es una marica de vertedero pero, en fin, ¡allá él!
—¿Que con pan se lo coma?
—Pues, sí; que con su pan se lo coma y que no maree al paisanaje.
—Don Bonifacio de Adrumeto tenía una nube en un ojo.
—¿De la cara?
—Sí, claro que de la cara; no sea usted mal pensado.
—Y la nube del ojo de la cara de don Bonifacio de Adrumeto, según anduvieran las isobaras, era estrato, cúmulo o cirro, que en la variedad está el gusto.
—En eso le doy a usted la razón aunque con reparos.
—Marcial Ceneque, el comentarista de don Bonifacio de Adrumeto, le dijo a Marcial of Gakkal, el albacea testamentario de don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas:
—¿Usted piensa como don Felipín Massinger, dramaturgo inglés, a caballo de los siglos XVI y XVII, que más vale ser esclavo del demonio que de una mujer?
—Déjeme pensarlo…
—Tómese todo el tiempo que quiera; no hay prisa alguna.
Al cabo de un rato, Marcial of Gakkal exclamó:
—Ya lo pensé.
—A ver: Exteriorícelo.
—Con sumo gusto. No; yo creo que es mejor ser esclavo de una mujer.
—Bien. Lo siento, pero tendrá usted que batirse con Menandro, el poeta griego que supone que no hay peor cosa que la mujer, incluso la buena.
—No me preocupa. Menandro no tiene media bofetada mía.
(No hay constancia histórica de que este duelo tuviera lugar jamás). Don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, cuando su arterioesclerosis de cipote adquirió caracteres alarmantes, se fue a Thailandia a que le dieran masajes y volvió, si no mejor, sí sobado.
—Menos da una piedra, ¿verdad, usted?
—Eso es lo que yo me digo. Y además, esto de los vuelos charter sale muy económico.
—¡Usted siempre mirando la peseta, don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, jodido avaro!
—Sí, sí. No te administres y ya verás, ya, cómo te luce el pelo.
Corrían unos detrás de otros los calurosos tiempos del verano cuando Guagicapón, en un arrebato de vileza, le dijo al comisario de policía que Ajonjolí Espesito tenía una plantación de marihuana en el tejado de la catedral.
—Pero, ¿será posible?
—Tal cual usted lo oye, señor comisario, tal cual usted lo oye y que San Maturino de Gatinosis en su infinito poder y sabiduría me deje tartamudo si le miento. Don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas tiene todo el tejado de la santa iglesia catedral cuajadito, lo que se dice cuajadito, de marihuana.
—¿Pero usted se da cuenta, don Bonifacio de Adrumeto, de la gravedad de su denuncia?
—Sí, señor comisario. Lo denuncio por patriotismo y, menos firmar lo que le digo, hago todo lo que usted quiera. Don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, desde que tiene arterioesclerosis de cipote, se ha vuelto un ser antisocial y peligroso. Las tasas altas de colesterol y tri-glicéridos, así como los fallos cardíacos y cerebrales, van en detrimento de la lozanía del cipote.
—Sí; eso me parece haberlo oído ya en algún lado.
—Dispense.
Marcial Ceneque, alias Briviescano Estíptico, el glosador de don Bonifacio de Adrumeto Sarmiento y Gómez, alias Guagicapón, tomó del brazo a Marcial of Gakkal, alias Pliegue de Frez, el depositario de la confianza póstuma de don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas Premiot de Chantal y Méndez, alias Ajonjolí Espesito, y le susurró al oído:
—¿Hace un vermú?
—Por mí, que no quede, —respondió el interpelado.
—Las tiples ligeras del Gran Teatro Tamberlick, lavaban sus braguitas en el arroyuelo mientras don Manuel del Palacio, vate leridano, camuflado entre la verde fronda, recitaba necedades:
Las dichas que se ganan
juzgo quimeras.
¡Sólo las que se pierden
son verdaderas!
—¿Ha oído usted?
—¡Claro que he oído!
—¿Y qué le parece?
—Lo mismo que a usted: Una gilipollez.
—Exacto.
La conciencia de don Bonifacio de Adrumeto, o séase el Marcial llamado Briviescano Estíptico, y el Karma de don Jocundo Tadeo de las Divinas Llagas, entiéndase que es el Marcial nombrado Pliegue de Frez, se tomaron su vermú en silencio y se fueron con la cabeza gacha y el ánimo escorado.
—¡Qué pena de tarde! ¿Verdad?
—Verdaderamente.
(Pausa).
—En fin. Predique usted a su representado que no abuse de las grasas animales.
—Bueno…
—La arterioesclerosis de cipote no perdona.
—Bueno…
(Otra pausa, ésa más prolongada).
—Parece que queda buena tarde…
—Sí.
—Las tetudas tiples, entonando arias y romanzas como si tal cosa (eso es mismo de la práctica), enjuagaban sus cumplidos sostenes en el fragüín dicho sea en lenguaje vulgar, fluyente riachuelo.
—¡Qué poético, al par que higiénico! ¿No cree?
—¡Y tanto, mi buen amigo, y tanto! ¡Mientras se mantengan estos patriarcales usos y costumbres (ya sabe: las tiples, las tetas, el jabón Lagarto, el agua clara del manantial…), podremos mirar tranquilos al porvenir! Recuerde usted que, para Séneca, sólo sufre el alma que duda del porvernir.
—¡Joder con Séneca! ¡Qué optimista!
—Observa, hijo mío, repara con puntualidad en lo lucida y fuerte que estaba la abuelita, que en paz descanse, cuando, antes de contraer justas nupcias, se ganaba la vida meneando el bullarengue con aplicación y rotando el tetamen con lascivia y buen aprovechamiento y deleite. ¡Aquellos eran tiempos de mayor decencia, hijo mío, tiempos en los que las mujeres enseñaban lo que tenían y no lo que les faltaba, como hacen estas tísicas que hay ahora! ¡Cualquier tiempo pasado fue mejor y más vale tener honra sin barcos que barcos sin honra! (Esto no pega mucho, hijo mío, pero tú ya me entiendes). Recapacita, hijo mío, sobre lo mudadizo y transitorio de los bienes terrenales: que lo que ayer fue volumétrica y sobable tersura, ¡bendito sea Dios!, hoy es carroña pasto de los gusanos y que podría untarse en pan y ser deglutida con un poco de vino de Valdepeñas. ¡Quién te ha visto y quién te ve, ave del paraíso, musa del catre y próvida emperatriz del gusto! ¡Ay, Dios, Dios, y en qué hondos pozos de malaventura y desesperanza dejas caer a tus desvalidas y añorantes criaturas, aquellas que hiciste a tu misma imagen, pero no acabaron de salirte bien del todo! Sírveme otra copa de coñac, hijo mío, que tengo que luchar contra la tristeza. Gracias. La abuelita, que en paz descanse, se llamaba Pura, como bien sabes, Pura López Medellín, pero en los carteles le ponían Imperio de Trebujena, puede que por lo poderosa. Su arte tuvo fama en España entera y medio Portugal, y las crónicas cuentan que tuvo amores con un político de alcurnia cuyo nombre, por discreción, no hace al caso; sólo te diré que fue ministro de Fomento y diputado crónico y que tenía un lobanillo en el cogote del tamaño de un melón de cuelga. Lo demás averígualo tú, si puedes. A mí me gustaría, hijo mío, que tomaras ejemplo de la abuelita, que en paz descanse, y procurases imitar su conducta por tantas razones ejemplarizadora. Bien se dice que a la mejor puta se la escapa un pedo, y no yerra quien así lo dice, ya que las mismas tripas y ventoleras llevamos todos en el interior, pero también se aconseja que jamás debe jurarse que de esta agua no se ha de beber, ya que, a veces, se bebe y queda uno como mentiroso y falsario. La abuelita Pura, que en paz descanse, hijo mío, era dama de agallas y una vez que un payo se propasó, le arrimó semejante botellazo que lo dejó ido y tirando a tartamudo de por vida. Aquellas eran hembras, hijo mío, que no necesitaban pedir derechos porque se los ganaban a hostia limpia. ¡Qué gozo verlas salir al escenario pisando fuerte y derrochando las hormonas cachondas sobre las calvas de los espectadores! Aquellas eran mujeres con las que no podía un regimiento, hijo mío, y que, si se te arrancaban en el colchón, te mandaban al hospital y, a veces, al camposanto, a que te dieran cristiana sepultura para que pudieras recapacitar mejor e inventarte una buena trola para el día del juicio final. Ahora que eres ya un hombre y vas a enfrentarte con la vida, hijo mío, quisiera que te mirases siempre en el limpio espejo de la abuelita Pura, que en paz descanse, que se jamaba cada noche y sin dejar ni una, una gruesa de torrijas a la que bajaba con docena y media de copejas de anís y algún que otro regüeldo más por lo sano que por lo fino. Mira a tu alrededor, hijo mío, y verás que la Humanidad, con esto de las vitaminas y la renta per cápita, va para abajo irremisiblemente; se conoce que estamos llegando al fin del mundo. Mira a tu alrededor, hijo mío, y verás que ya no queda casi a donde agarrarse para acceder al deleite carnal, que es manjar de dioses y providencia de cachondos generosos y de buenas costumbres. La sociedad se disuelve, hijo mío, porque u olvida la jodienda y sus gimnasias o le da a la jodienda y sus gimnasias más mérito del que enseñan, y así no vamos a lado bueno alguno, que todo tiene su tiempo y su medida y, bien mirado, más vale pasarse que quedarse corto. Repara, hijo mío, en las hechuras de la abuelita, que en paz descanse, pidiendo guerra en disfraz de guajira. ¿Te la imaginas en cueros, a puerta cerrada y con el rijoso arrebato a punto de caramelo? ¡Ay, hijo mío, me da pena pensarlo, pero para mí tengo que no ibas a durar mucho! ¡Aquel era ganado de mucha casta, hijo mío, para las costumbres de hoy! ¡Aquellas eran hembras de rompe y rasga y revienta y préndele fuego, que vienen arreando candela y no las sujeta ni Dios! Con una de aquellas mujeres y su temperamento podría acondicionarse toda una tropa de golfas a las que todavía sobraba tiempo para encararse con las faenas del hogar, la crianza de los hijos y las labores propias de su sexo. Hoy ya no se estilan estos ejemplares, hijo mío; hoy va todo por la cuesta abajo, desengáñate. Los antropófagos del Imperio Romano le comían todo lo comible, incluido el coño, a las romanas caprichosas de costumbres licenciosas, pero en nuestros tiempos, hijo mío, en estos tiempos que son más tuyos que de nadie, lo que te ofrecen es, sobre poco más o menos, la aceituna con relleno de anchoa del vermú. Y encima tienes que dar las gracias. Sírveme otra copa de coñac, hijo mío, que tengo que luchar contra la añoranza, contra la nostalgia y contra la bronquitis. Perdóname que gargajee, que lo que no va en lágrimas va en suspiros, y de aquellos polvos vinieron estos lodos. Prepárate para la lucha, hijo mío, y templa tus armas en el combate, que la función crea el órgano. No vuelvas jamás la cara ante el revés, por peligroso que te pareciere, que una señora en cueros y propicia para el enguilón bien vale correr el azaroso riesgo del gonococo filipino. ¡Tú échale valor, hijo mío, que más vale estar en el hospital que en lenguas de las gentes! Considera, hijo mío, con desapasionamiento, pero también con orgullo, lo poderosa y lozana que lucía la abuelita Pura, que en paz descanse, cuando, antes de subir al tálamo nupcial, se ganaba la vida dándole al culo un girar vertiginoso y salutífero.
El anciano padre, cuando pronunció la palabra salutífero, dijo grrr, grrr, grrr, dejó caer la cabeza sobre el pecho y expiró como un pajarito. Descanse en paz, en compañía de la abuelita Pura, Imperio de Trebujena, que ya venía descansando en paz.