Caballo de Troya 1 (9 page)

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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

BOOK: Caballo de Troya 1
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Después vacié uno de los ceniceros en la citada papelera y procedí a desordenar la cama, arrugando minuciosamente las sábanas.

A las seis y treinta, tal y como esperaba, sonó el teléfono. El empleado, en un tono mucho más amable, me recordó la hora.

-Muchas gracias -repuse, aprovechando la oportunidad para rematar mi plan-. Por cierto, quisiera ir al cine... ¿Sabe si hay alguno por aquí cerca?

-Sí señor... ¿Qué tipo de película desea ver el señor...?

-Bueno, si es tan amable, vaya mirándolas usted mismo. Ahora bajo.

Al colgar me froté las manos. A pesar de los pesares, aquello resultaba electrizante...

Por último, y antes de abandonar la habitación, envolví cuidadosamente mi cuaderno de notas en un par de periódicos, escondiendo entre sus páginas la carta que había rescatado del
box
número 21. Comprobé que llevaba el pasaporte, los billetes -todavía «abiertos»- de mi viaje de regreso a España, vía Nueva York, y mis últimos treinta dólares y, abriendo la puerta, empujé el carrito del almuerzo hasta el pasillo. Retiré el cartel de
No molesten
y cerré. Al encaminarme hacia el ascensor pasé ante una bandeja -con algunos restos de comida- que había sido depositada en el piso, junto a otra de las habitaciones. De pronto recordé las grapas y, retrocediendo, tomé mi botella de vino, cambiándola sigilosamente por la de aquel huésped.

Una vez en el
hall
conversé sin prisas con el recepcionista, que, gentilmente -y a petición mía- me acompañó hasta la calle, señalándome el camino más corto para llegar al cine elegido.

Simulé no haber comprendido bien y el hombre repitió sus indicaciones con todo lujo de detalles. Tanto él como yo observamos furtivamente el coche azul metalizado, que continuaba aparcado a corta distancia. Aquella comedia, en realidad, formaba parte de la segunda fase de mi plan. Deseaba que quedara perfectamente establecido que, en el transcurso de las dos horas siguientes, yo iba a tratar de disfrutar pacíficamente de una película. Y, naturalmente, era vital hacerse notar...

Con las manos en los bolsillos y el «dietario de campo» bien sujeto bajo el brazo, camuflado entre los periódicos, fui alejándome con aire distraído, como quien inicia un apacible paseo. El peso de los folios -en especial los del tórax- empezaba a lastimarme.

Con dos o tres paradas, aparentemente casuales, frente a otros tantos comercios, fue más que suficiente como para comprobar que los agentes no se habían movido del interior del turismo. Con aquel paso igualmente displicente desaparecí de la calle 17, en busca de la populosa avenida de Pennsylvania, entre cuyos restaurantes, galerías comerciales,
pub
y cinematógrafos siempre resulta más fácil pasar inadvertido.

Adquirí un boleto y a las siete y media penetraba en una de las salas de proyección. Pero mi intención no era ver una película. A los 15 minutos, y ante la indiferencia del portero, abandoné el cine, dirigiéndome a una cabina telefónica.

Aunque me hallaba muy cerca de la calle 14, estimé que era mucho más prudente llamar primero a la oficina de la agencia Efe en Washington. Uno de los periodistas -viejo amigo- iba a jugar un papel decisivo en esta última parte del plan. Como era de esperar, el primer número comunicaba sin cesar. Marqué el segundo -3323120- y, al fin, logré hablar con la redacción.

No me vi forzado a darle demasiadas explicaciones. El compañero y colega, cuya identidad no puedo revelar, por razones obvias, intuyó que me ocurría algo fuera de lo normal y aceptó verme de inmediato.

A eso de las ocho y media de la noche retrocedí hasta McPherson Square y, convencido de que nadie me seguía, me deslicé rápidamente hacia el vetusto ascensor del National Press Building, en la mencionada calle 14 del sector NW de la ciudad. Mi amigo me aguardaba en el departamento 969, sede de la agencia Efe.

Una hora después, con el mismo aire de despreocupación, empujaba la puerta giratoria del hotel. De buen grado, y sin hacer demasiadas preguntas, el periodista me había prometido su ayuda. A las diez de ¡a mañana del día siguiente -tal y como habíamos acordado- se presentaría en mi hotel..

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J. J. Benítez

Mi intuición no falló esta vez. Al aproximarme a la puerta principal del hotel descubrí que el coche azul metalizado había desaparecido.

Al reclamar mi llave en conserjería observé que los empleados eran otros. Y aunque últimamente los dedos se me hacían huéspedes, comprendí que se trataba de un nuevo turno.

Di orden para que me despertasen a las 8.30 del viernes y con un preocupante hormigueo en el estómago, tomé el camino de la sexta planta. No podía borrar de mi mente la sospechosa circunstancia de que el vehículo del FBI no se encontrara ya frente al hotel. ¿Qué podía haber sucedido en estas tres horas?

No necesité mucho tiempo para averiguarlo. Nada más cerrar la puerta de mi habitación, mis ojos se clavaron en el pequeño escritorio. ¡Los rollos vírgenes que yo había alineado de forma premeditada sobre la lámina de cristal que cubría la mesa habían desaparecido! Antes de proceder a una rigurosa inspección general, abrí la bolsa de las cámaras, comprobando con alivio que mis máquinas seguían allí. Sin embargo, tal y como había supuesto, también los rollos -a medio impresionar- que yo había sustituido en el último momento habían sido extraídos (posiblemente rebobinados) de las respectivas cajas. El resto del equipo seguía intacto. Los cilindros de cartón, repletos de película, no parecían haber llamado la atención de los intrusos. Seguían en el fondo de la bolsa, cubiertos por las minitoallas verdes que yo suelo

«tomar prestadas» en los hoteles donde acierto a cobijarme y que, siguiendo la costumbre de mi maestro y compadre Fernando Múgica, suelo utilizar para evitar los choques y roces entre cámaras y objetivos.

Tampoco las cuatro o cinco níspolas que yo había recogido en Arlington habían sido sustraídas por los agentes. Porque, a estas alturas,
y
tal y como pude confirmar minutos más tarde, saltaba a la vista que mi habitación había sido registrada por el FBI. (Por una vez en mi vida había acertado de pleno.)

En un primer chequeo pude deducir que el resto de mis enseres -maleta, ropa, útiles de aseo, etc.- seguía donde yo los había dejado. El individuo o individuos que habían irrumpido en la estancia habían sido sumamente cuidadosos, procurando no alterar el rígido orden que siempre impongo a mi alrededor.

Aquellos tipos buscaban información -cualquier dato que pudiera estar relacionado con el mayor o con el «amigo» que yo decía estar buscando- y no iba a tardar en confirmarlo.

Algo más tranquilo después de aquel rápido inventario, me situé frente a la papelera en la que había arrojado los trocitos de papel, así como las colillas de uno de los ceniceros.

Los papelillos seguían en el fondo del recipiente, excepción hecha del que dejé caer intencionadamente sobre el entarimado de la habitación. Este, en un lamentable error del agente, fue encontrado por mí en el fondo de la papelera, junto a sus hermanos... Conociendo como conozco, a los servicios de Información, yo sabía que uno de los lugares donde siempre miran es precisamente en las papeleras. La trampa había dado resultado. El agente, después de reconstruir la hoja de papel que yo había troceado, la devolvió a la papelera, procurando que las 28 partes cayeran íntegramente en el cubo de metal.

Aquel torpe representante del FBI había dejado, además, sobre el cristal del escritorio, otro rastro de su paso. Como habrá imaginado el lector, el hecho de vaciar uno de los ceniceros en la papelera -y más concretamente sobre los papelillos- no fue un gesto de higiene, aunque ésa pueda ser la primera impresión...

Aquella maniobra estuvo perfectamente calculada. Y ahora, al examinar el vidrio sobre el que, a todas luces, había sido minuciosamente reconstruida la hoja de papel, no tardé en detectar, como digo, la huella del intruso.

Al ir encajando los pedacitos de papel, el agente no se percató de que una mínima porción de ceniza -pero suficiente para mis propósitos- caía sobre el cristal de la mesa.

Una vez desvelado el rompecabezas, el individuo restituyó los restos a su correspondiente lugar, no teniendo la precaución de limpiar la superficie sobre la que había trabajado.

Con la ayuda de una minúscula lupa, Agfa Lupe 8x, que siempre me acompaña y que resulta de gran utilidad para el examen de diapositivas, localicé al instante numerosas partículas blancogrisáceas, que no eran otra cosa que parte de la ceniza con la que había cubierto los papelillos.

Si los agentes -como era fácil suponer- habían tomado buena nota de lo que estaba escrito en dicha hoja, había una alta posibilidad de que cayeran en una nueva trampa...

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J. J. Benítez

Antes de acostarme, y en previsión de que mi teléfono estuviera intervenido, marqué el número de la Cancillería Española, haciéndole saber a la persona que me atendió que era amigo del señor Garzón, consejero de Información,
y
que, por favor, le dejara escrito que le telefonearía hacia las 13 horas del día siguiente. De esta forma, y en el más que probable supuesto de que mi conversación hubiera sido grabada, el FBI recibía así la confirmación a lo que, sin duda, habían leído en mi habitación.

Dejé prácticamente hecha la maleta y me dispuse a descansar. Pero al ir a cepillarme los dientes, recibí otra sorpresa. Aquellos malditos agentes habían perforado -de parte a parte y por tres puntos- el tubo de la pasta dentífrica. Al revisar la crema de afeitar, tal y como me temía, encontré el tubo igualmente agujereado.

«¿De qué habrán sido y de qué serán capaces estos "gorilas"?», empecé a preguntarme con inquietud.

Aquella noche,
y
por lo que pudiera acontecer, eché la cadena de seguridad y apuntalé la puerta con la única silla existente en la habitación. Como última precaución, decidí no despegar los documentos de mi pecho y espalda. En contra de lo que yo mismo podía suponer, aquella incómoda carga no fue óbice para que el sueño terminara por rendirme. Tenía gracia. Era la primera vez que dormía con un «alto secreto»..., entre pecho y espalda.

De acuerdo con el plan trazado la tarde anterior en la sede de la agencia de noticias Efe, a las diez en punto de la mañana del viernes deposité la llave de mi habitación en la conserjería, dirigiéndome seguidamente a uno de los taxis que aguardaban a las puertas del hotel.

Tras desayunar en la habitación, había procedido a rellenar los cartuchos de cartón con parte de mi ropa sucia -pañuelos y calcetines, fundamentalmente-, cerrándolos nuevamente y escribiendo en cada uno de ellos mi nombre, apellidos y dirección en Vizcaya. Y aunque el tiempo en Washington D.C. era fresco y soleado, me enlundé una gabardina color hueso.

Con las cámaras al hombro y los cilindros del mayor entre las manos me introduje en el taxi, pidiéndole que me llevara hasta el Main Post Office o Central de Correos de la ciudad.

Si el FBI seguía mis movimientos, aquellos cartuchos y mi colega, el periodista, me ayudarían a darles un buen esquinazo.

A las 10.30 horas, el taxista detenía su vehículo frente al edificio de correos. Con la promesa de una excelente propina, le rogué que esperase unos minutos; el tiempo justo de franquear y certificar ambos paquetes. El hombre accedió amablemente y yo salté del coche, al tiempo que observaba cómo un turismo de color negro rebasaba el taxi, aparcando a unos ochenta o cien metros por delante.

Con el presentimiento de que los ocupantes de aquel vehículo tenían mucho que ver con los que habían irrumpido y registrado mi habitación la noche anterior, me adentré en la concurrida central. Gracias a Dios, mi amigo esperaba ya en el interior. A toda velocidad,
y
ante los atónitos ojos de una jovencita que rellenaba no sé qué impresos en la misma mesa donde me había reunido con el reportero de Efe, me quité la gabardina y se la pasé a mi compañero.

Escribí la matrícula del taxi en uno de los formularios que se alineaban en los casilleros y, al entregarle el papel, le advertí -en castellano- que tuviera cuidado con el turismo que había visto aparcar a escasa distancia del taxi.

Siguiendo el plan previsto, mí colega se embutió en la gabardina, mientras yo me confundía entre el gentío, en dirección a la ventanilla de facturación de paquetes. Si todo salía bien, a los cinco minutos, el periodista debería introducirse en el taxi que esperaba mi retorno. Con el fin de hacer aún más difícil su identificación, le pedí que acudiera hasta la oficina de correos con una bolsa del mismo color y lo más parecida posible a la que yo cargaba habitualmente.

Cuando el funcionario guardó los cilindros de cartón, me dirigí hacia la puerta y, desde el umbral, comprobé que el taxi y el turismo negro habían desaparecido.

Sin perder un minuto, me encaminé hacia la boca del metro de Gallery Place. Desde allí, siguiendo la línea Mcpherson-Farragut West, reaparecí en la estación de Foggy Bottom. Eran las 11.30.

Una hora después, otro taxi me dejaba en el aeropuerto nacional de Washington. O mucho me equivocaba, o los agentes del FBI estaban a punto de llevarse un solemne «planchazo»... A las 13.25 de aquella agitada mañana, el vuelo 104 de la compañía BN me sacaba -al fin- de la capital federal.

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J. J. Benítez

Difícilmente puedo describir aquellas últimas cuatro horas en el aeropuerto de Nueva York. Si mi amigo no había logrado engañar a los empecinados agentes norteamericanos, mi seguridad

-y lo que era mucho peor: mi tesoro- corrían grave riesgo.

A las cuatro en punto de la tarde, tal y como habíamos convenido, marqué el teléfono de Efe en Washington. Mi cómplice -al que nunca podré agradecer suficientemente su audacia y cooperación- me saludó con la contraseña que sólo él y yo conocíamos:

-¿Desde Santurce a Bilbao...?

Voy por toda la orilla -respondí con la voz entrecortada por la emoción. Aquello significaba, entre otras cosas, que nuestro plan había funcionado.

En cuatro palabras, mi enlace me puso al corriente de lo que había ocurrido desde el momento en que se introdujo en el taxi. Mis sospechas eran fundadas: aquel turismo de color negro, que se habla estacionado a corta distancia de la fachada principal de la oficina de correos, reanudó su discreto seguimiento. Los agentes, tres en total, no podían imaginar que mi amigo habla ocupado mi puesto y que todo aquel laberinto no tenía otro objetivo que permitir mi fulminante salida del país.

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