Pero había algo que no terminaba de comprender. ¿Por qué cuatro servicios de correos en la misma calle de Benjamín Franklin? En el situado en el lugar número 14, el encabezamiento venía marcado por los números 6100-6199. El que ocupaba el puesto 19 en la lista registraba las cifras 7100-7999 y el último, en el número 33, era precedido por la numeración 14001-14999.
Me dirigí nuevamente al funcionario y le rogué que me explicara el significado de aquella numeración. La respuesta, rotunda y concisa, disipó mis dudas:
-Son cuatro secciones, correspondientes a otros tantos P. Box o apartados de correos. En la primera de la lista, como usted ve, figuran los comprendidos entre los números 1 y 999, ambos inclusive...
Supongo que aquel empleado de correos no había recibido hasta ese día un
thank you
tan efusivo y feliz como el mío...
Salté de tres en tres las escalinatas de la gigantesca U. 5. Postal Service y me colé como un meteoro en el primer taxi que acertó a pasar. Eran las doce del mediodía del 4 de noviembre de 1981.
Mientras me aproximaba a la calle Benjamin Franklin, dispuesto a aprovechar aquella racha de buena suerte, volví sobre la clave del mayor. Ahora empezaba a ver claro. «Mi llave y el
"ritual" -es decir, el número 21- conducen a Benjamin.»
«Casualmente», de las 60 oficinas de correos de todo Washington, sólo una se encuentra en una calle con el nombre de Benjamin. Y curiosamente también, en esa -y sólo en esa- sucursal se hallaba el apartado de correos número 21. Si tenemos en cuenta que las sesenta oficinas sumaban en 1981 más de 24000 apartados, ¿a qué conclusión podía llegar?
Pero, a medio trayecto, mi gozo se vio en un pozo. ¡Había olvidado la llave en el hotel!
En este caso, mi franciscana prudencia me había jugado una mala pasada. Consulté la hora.
No había tiempo de volver al hotel y salir después hacia la sucursal de correos. Malhumorado, entré en las oficinas, dispuesto al menos a echar un vistazo.
Pregunté por la venta de sellos y, con la excusa de escribir algunas tarjetas postales, merodeé durante poco más de quince minutos por las inmensas y luminosas salas. En la primera planta, adosados en una pared de mármol negro, se alineaban cientos de pequeñas puertecitas metálicas, de unos 12 centímetros de lado, con sus correspondientes números. Allí estaba mi objetivo.
Afortunadamente para mí, el trasiego de ciudadanos era tal que el policía negro que vigilaba aquella primera planta no se percató de mis movimientos. Antes de abandonar la sucursal hice una rápida inspección de los casilleros, deteniéndome unos segundos frente al número 21. Por un momento tuve la sensación de que era el blanco de decenas de miradas. El orificio de la cerradura parecía corresponder -por su reducido tamaño- al de una llave como la que yo guardaba...
Al reemprender el camino hacia el hotel, me di cuenta que las tarjetas postales seguían entre mis sudorosas manos. Ni Ana Benítez, ni mis padres, ni Alberto Schommer, ni Raquel, ni Castillo, ni Gloria de Larrañaga llegaron a recibir jamás tales recuerdos.
Aquella tarde, en un último esfuerzo por relajarme, acudí al Museo del Espacio, en el paseo de Jefferson. A pesar de lo inminente, y aparentemente sencillo, de la fase final de la búsqueda de la información del mayor, las dudas se habían recrudecido. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si aquel apartado de correos no fuera lo que buscaba con tanto empeño?
La verdad es que estaba llegando al limite de mis posibilidades. Aquéllas -estaba seguro-eran mis últimas horas en los Estados Unidos. Si no conseguía resolver el dilema, debería olvidarme del asunto durante mucho tiempo. Sentado en el
hall
del museo, inevitablemente solo y con una angustia capaz de matar a un caballo, eché de menos a alguien con quien compartir aquellos momentos de tensión. En el centro de la sala, una larga fila de turistas y 22
Caballo de Troya
J. J. Benítez
curiosos aguardaba pacientemente su turno para pasar ante la urna en la que se exhibe un fragmento de roca lunar, no más grande que un cigarrillo. Un segundo trozo, mucho más reducido, había sido incrustado al pie de la vitrina. Y como si se tratara de una reliquia sagrada, cada visitante, al cruzar frente a la urna, pasaba sus dedos sobre la negra y desgastada piedra.
Por pura inercia abrí mi cuaderno de notas y fui describiendo cuanto observaba. Y, naturalmente, terminé cayendo sobre la clave del mayor. Pero esta vez me detuve en el original, en la versión inglesa.
Mi pésima costumbre de subrayar, dibujar y trazar mil garabatos sobre los libros o apuntes que manejo, estaba a punto de sacudirme aquella profunda tristeza.
En realidad, todo empezó como un juego; como un simple e inconsciente alivio a la tensión que soportaba. Sé de muchas personas que, cuando hablan por teléfono, meditan o, sencillamente, conversan, acompañan sus palabras o pensamientos con los más absurdos dibujos, líneas, círculos, etc., trazados sobre cualquier hoja de papel. Pues bien, como digo, en aquellos instantes me dediqué a recuadrar -sin orden ni concierto- algunas de las palabras de cada una de las cinco frases que formaban el mensaje cifrado.
La fortuna -¿o no sería la suerte?- quiso que yo encerrara en sendos rectángulos, entre otras, las primeras palabras de cada una de las frases de la clave. A continuación, siguiendo con aquel pasatiempo, me entretuve en atravesarlos con otras tantas líneas verticales.
Al leer de arriba abajo aquel aparente galimatías, una de las absurdas construcciones me dejó de piedra. Las cinco primeras palabras de cada frase, leídas en este sentido vertical, encerraban un significado. ¡Y qué significado!: «La llave abre el pasado.»
El resto de las frases así confeccionadas, sin embargo, no tenía sentido.
Antes de dar por buena la nueva pista, repasé el mensaje, trazando y uniendo las palabras de arriba abajo, de izquierda a derecha
y
hasta en diagonal. Pero fue inútil. Las únicas que arrojaban algo coherente -«casualmente»- eran las cinco primeras...
The
guard
-rezaba el mensaje en inglés-
who keeps the vigil in front of the Tomb will reveal
the ritual ofArlington Cementery to you.
Key
and ritual leadyou to Benjamin.
Open
your eyes before John Fitzgerald Kennedy.
The
brother lies to rest in 44-W. The shadow of the medlar tree covers him in the late
afternoon.
Past
and future are my legacy.
¿Qué había querido decir el mayor con esta sexta pista? Intuitivamente ligué la nueva frase con la última del mensaje:
Pasado y futuro son mi legado.
¿Qué relación podía existir entre la llave, el pasado y el futuro?
Animado por aquel súbito descubrimiento, aunque impotente
-lo reconozco- para despejar tanto misterio, me dispuse a esperar las primeras luces de aquel jueves, que presentía particularmente intenso...
Al apearme aquel jueves, 5 de noviembre de 1981, frente a la sucursal de correos de la calle Benjamin Franklin, noté que las rodillas se me doblaban. En mi mano derecha, cerrada como un cepo, la pequeña llave que me entregara el mayor en el Yucatán aparecía ligeramente empañada por un sudor frío e incómodo. Inspiré profundamente y crucé el umbral, dirigiéndome con paso decidido hacia el muro donde relucía el enjambre de casilleros metálicos.
Había sido un acierto, sin duda, esperar a que el reloj marcara las diez de la mañana.
Decenas de personas se afanaban en aquellos momentos en las diferentes dependencias de correos. Al situarme frente al apartado número 21, un nutrido grupo de ciudadanos -
especialmente personas de edad-, procedía a abrir sus respectivos depósitos, indiferentes a cuanto les rodeaba.
Pasé la llave a mano izquierda y, en un gesto mecánico, sequé el creciente sudor de la palma derecha contra la pana de mi pantalón gris. Volví a respirar lo más hondo posible y recobré la pequeña llave, llevándola temblorosamente hasta la cerradura. Pero los nervios me traicionaron. Antes de que pudiera comprobar siquiera si entraba o no en el orificio, la llave se me fue de entre los dedos, cayendo sobre el pulido embaldosado blanco. El tintineo de la pieza en sus múltiples rebotes sobre el pavimento me hizo palidecer. Me lancé como un autómata 23
Caballo de Troya
J. J. Benítez
tras la maldita llave, furioso contra mí mismo por tanta torpeza. Pero, cuando me disponía a recogerla, una mano larga y segura se me adelantó. Al levantar la vista, un hilo de fuego me perforó el estómago El servicial individuo era uno de los policías de servicio en la sucursal. En silencio, y con una abierta sonrisa por todo comentario. el agente extendió su mano y me entregó la llave. Dios quiso que supiera corresponder a aquel gesto con otra sonrisa de circunstancias y que, sin abrir siquiera los labios, diera media vuelta en dirección al casillero número 21.
Ahora tiemblo al pensar en lo que hubiera podido ocurrir si aquel representante de la ley me hubiera hecho alguna pregunta...
Con el susto todavía en el cuerpo, tanteé el orificio con la punta de la llave. El corazón brincaba sin piedad.
«¡Por favor, entra...! ¡Entra...!»
Dulcemente, como si me hubiera oído, la llave penetró hasta la cabeza.
Me dieron ganas de gritar. ¡Había entrado! En realidad no era mi mano derecha la que sujetaba la llave. Era mi corazón, mi cerebro y todo mi ser...
Antes de proseguir, miré cautelosamente a izquierda y derecha. Todo parecía normal.
Tragué saliva e intenté abrir. Por más que tiré hacia afuera, la portezuela metálica no respondió. Sentí cómo otra ola de sangre golpeaba mi estómago. ¿Qué estaba pasando? La llave había entrado en la ranura... ¿Por qué no conseguía abrir el apartado?
En mitad de tanto nerviosismo y ofuscación comprendí que estaba forzando la cerradura en un solo sentido: el izquierdo. Giré entonces hacia la derecha y la portezuela se abrió con un leve chirrido.
Me hubiera gustado poder detener el tiempo. Después de tantos sacrificios, angustias y quebraderos de cabeza, allí estaba yo, a las 10.15 del jueves, 5 de noviembre de 1981, a punto de esclarecer el «misterio del mayor»...
En aquellos instantes, aunque parezca increíble, antes de proceder a la exploración del apartado, sentí no disponer de una cámara fotográfica. Pero un elemental sentido de la prudencia me hizo dejar el equipo en el hotel.
Alargué la mano y tanteé la superficie metálica del casillero. En la semipenumbra medio adiviné la presencia de un par de bultos. Estaban al fondo del estrecho nicho rectangular. Al palparlos los identifiqué con algo parecido a tubos o cilindros. Extraje uno y vi que se trataba de una especie de cartucho de cartón, de unos treinta centímetros de longitud, perfecta y sólidamente protegido por una funda de plástico o de papel plastificado. Su peso era muy liviano. No presentaba inscripción o nombre alguno, excepción hecha de un pequeño número (un «1»), dibujado en negro y a mano sobre una pequeña etiqueta blanca, pegada o adherida a su vez sobre una de las caras circulares del cilindro. Todo ello, como digo, bajo un brillante material plástico, cuidadosamente fijado al cartucho.
Me apresuré a sacar el segundo bulto. Era otro cilindro, gemelo al primero, pero con un «2»
en otra de sus caras.
De pronto comencé a experimentar una extraña prisa. Tuve la intensa sensación de que era observado. Pero, dominando el deseo de volverme, introduje la mano en el apartado> haciendo un tercer registro. Mis dedos tropezaron entonces con un sobre. Lo situé en la boca del nicho y, antes de retirarlo, me aseguré que el casillero quedaba vacío. Repasé, incluso, las paredes superior y laterales. Una vez convencido de que el
box
número 21 había quedado totalmente limpio, eché mano de aquel sobre blanco y, sin examinarlo siquiera, procedí a cerrar la puerta.
Aparentando naturalidad, guardé la llave y me dirigí a la salida de la sucursal.
Por un momento me dieron ganas de correr. Pero, sacando fuerzas de flaqueza, me detuve a medio camino. Prendí uno de los últimos ducados y aproveché aquella fingida excusa para volverme. La verdad es que no aprecié nada sospechoso. El intenso movimiento de ciudadanos había disminuido ligeramente, aunque aún se apreciaban pequeños grupos frente a las mesas de mármol, en los distintos mostradores y junto a los bloques de los apartados. Algo más sosegado, y suponiendo que aquel presentimiento podía deberse a mi excitación, crucé el umbral, alejándome de la oficina de correos.
Tres cuartos de hora más tarde colgaba en el pomo de la puerta de mi habitación el cartel verde de:
No molesten.
Deposité ambos cartuchos sobre el cristal de la mesita que me servía de escritorio y retrocedí un par de pasos.
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«¡Lo había conseguido!»
Durante algunos minutos, con el sobre entre las manos, disfruté de aquel espectáculo. No podía sospechar siquiera lo que contenían aquellos cilindros de cartón, pero eso -en aquellos instantes- era lo de menos.
«¡Lo había conseguido...!»
Lo daba todo por bien empleado: tiempo, dinero, soledad...
Me dejé caer sobre el entarimado y, como si se tratase de una película, fui recordando los pasos que había seguido en aquellos meses.
Pero, finalmente, la curiosidad se impuso y rasgué el sobre. En el exterior no había una sola palabra o indicación. Nada más sacar la hoja de papel que contenía identifiqué la letra picuda y agitada del mayor.
Estaba fechada el 7 de abril de 1979, en Washington D.C. En ella, simplemente, hacía constar que su hermano... en el «gran viaje» había fallecido dos años atrás -en 1977-
y
que, siguiendo los impulsos de su propia conciencia, ese mismo 7 de abril de 1979 daba por concluido el diario de dicho viaje...
El breve mensaje finalizaba con las siguientes palabras:
Sólo pido a Dios que nuestro sacrificio pueda ser conocido algún día y que lleve la paz a los
hombres de buena voluntad, de la misma forma que mi hermano... y yo tuvimos la gracia de
encontraría.
Al pie de la nota, el mayor suplicaba que la persona que tuviera acceso al diario y a la presente misiva, respetara el anonimato de ambos.