Simón, siguiendo las costumbres, había contratado a un cocinero de Jerusalén.
Curiosamente, si las cosas salían mal y los invitados se mostraban disgustados con el menú, el
«jefe» de cocina debía reparar la afrenta, pagando de su bolsillo los gastos, en una proporción que siempre dependía de la categoría social del anfitrión y de sus comensales.
No fue éste el caso. La verdad es que todo resultó exquisito. (Al menos para los hebreos.) Tras el caldo, a base de verduras y hierbas aromáticas, único plato en el que se utilizó la cuchara, los invitados disfrutaron lo suyo con las bandejas de bronce y plata. repletas de pescado cocido y cordero asado, hábilmente condimentados a base de cebollas, puerros y ajos.
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Los israelitas se desenvolvían mejor con la mano izquierda que con la derecha.
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El cuarto o quinto «plato» consistió en frutos secos, especialmente uvas pasas, dátiles y miel silvestre. Todo ello, naturalmente, generosamente rociado -desde el principio al fin- por un vino del Hebrón, servido en altos vasos de cristal primorosamente tallados. Al costado de cada comensal había sido dispuesta una jofaina de metal, con el fin de ir lavando las manos. (La costumbre judía establecía que los alimentos debían ser tomados con los dedos.) Al llegar a los postres, el alborozo general aumentó sensiblemente. Algunos de los servidores y músicos contratados por Simón comenzaron a tañer sus instrumentos -fundamentalmente flautas y citaras- y las mujeres, que habían permanecido de pie o sentadas en un grupo aparte, pendientes de los invitados, se unieron a la música, batiendo palmas por encima de sus cabezas y siguiendo el ritmo con su cuerpo.
Jesús -que había comido con gran apetito- apuró su tercera copa de vino y sonrió al grupo, en el que destacaba María. La hermana menor de Lázaro, al igual que el resto de sus compañeras, había cambiado su indumentaria de diario y lucía una llamativa túnica, teñida con la célebre púrpura de Tiro y Sidón. (Nuestras informaciones apuntaban hacia el hecho de que el célebre molusco de las playas de Fenicia -el «murex»- era la materia prima del que se obtenía la púrpura. Este gasterópodo segrega una tinta que, al contacto con el aire, se torna de color rojo oscuro. Los fenicios lo descubrieron y supieron comercializarlo.) María -tal y como ordenaban las normas sabáticas- había prescindido de su habitual cinta sobre la frente y dejaba flotar su negra y larga cabellera.
En aquel momento, mientras los servidores retiraban las bandejas, daba comienzo en realidad lo que nosotros conocemos por la «sobremesa». Los comensales, eufóricos por los vapores del vino, se enzarzaban en las más dispares e interminables polémicas. Jesús y Simón, al frente de la mesa, dialogaban sobre el mítico Josué y de cómo fueron derribadas las murallas de Jericó. Los discípulos, por su parte, permanecían extrañamente sobrios y callados, pendientes tan sólo del grupo de fariseos, que no dejaban de apurar copa tras copa.
Ante mi sorpresa, algunos de los comensales comenzaron a eructar sin el menor pudor.
Aquello se convirtió pronto en algo colectivo. Nadie parecía dar excesiva importancia al hecho, a excepción del anfitrión y de mí mismo. Pero las razones de Simón -que correspondía a cada uno de los groseros gestos con una leve inclinación de su cabeza- obedecían a otra escala de valores. Aquellos eructos venían a demostrar públicamente la satisfacción de cada uno de los invitados por la espléndida comida y el trato recibidos. Por supuesto, tuve que esforzarme en eructar, «agradeciendo» a mi nuevo amigo su sabiduría y delicadeza gastronómicas.
Cuando terminaron de servirse los postres, varias doncellas fueron pasando junto a cada uno de los comensales, ofreciendo unas minúsculas bolitas o cápsulas transparentes y blancoamarillentas. Ante mi duda, Lázaro me animó a coger una o dos de aquellas «lágrimas» e introducirlas en la boca. Se trataba de una especie de «goma de mascar», muy refrescante y aromática. Según mi amigo, eran extraídas de los lentiscos que poblaban a millares toda Palestina. Para los hebreos, aquellas bolitas reforzaban los dientes y la garganta, proporcionando. además, un aliento más fresco y agradable.
En los días siguientes -y gracias a las «lágrimas» de lentisco que me proporcionaría Lázaro-mi falta de aseo dental se vio notablemente aliviado.
Pero, aunque todo parecía transcurrir dentro de la más sana e intensa alegría, no iba a tardar en estallar el «escándalo»...
Creo que todos, o casi todos los presentes -distraídos con la música y la agradable tertulia-tardamos algunos minutos en reparar en aquella doncella que, salida sigilosamente del corro de las mujeres, se había arrodillado a espaldas de Jesús. Era María.
Un latigazo interno me puso sobre aviso. Estaba a punto de asistir a la escena de la unción.
Sin poder remediarlo me incorporé y, ante el desconcierto de Lázaro, me deslicé por detrás de la mesa, hasta situarme en una de las «esquinas» de la U, a pocos metros de los invitados de honor.
Progresivamente, los comensales fueron guardando silencio, atónitos ante lo que estaba sucediendo. La hermana menor, con su habitual mutismo, había abierto una «botella» de unos treinta centímetros de altura y de forma ahusada. Parecía hecha de un material sumamente translúcido (después supe que se trataba de alabastro oriental).
Y ante la mirada complacida de Jesús, la adolescente vertió buena parte del contenido sobre los cabellos del Maestro. Un líquido color «coñac» fue impregnando lenta y dulcemente el pelo 90
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acastañado del rabí, mientras un penetrante aroma fue llenando el recinto. María cerró el recipiente y, tras depositarlo entre sus piernas, procedió a extender el perfume entre los sedosos cabellos del Galileo. Aquella unción fue hecha con tanta sencillez y amor que los ojos del gigante se humedecieron.
Una vez concluida la operación, María volvió a abrir la jarra, vaciando la esencia de nardo sobre los desnudos pies del Maestro. Untó el líquido a lo largo de sus tobillos, calcañares y dedos, proporcionando a Jesús unos suaves y prolongados masajes hasta que el líquido quedó perfectamente extendido
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A esas alturas de la unción, algunos de los comensales habían empezado a murmurar entre sí, lamentando aquel despilfarro. En uno de los extremos de la mesa, varios de los discípulos -
entre los que destacaba Judas Iscariote por sus aparatosos ademanes y palabras subidas de tono- apoyaban con sus comadreos a los invitados que se mostraban abiertamente molestos por el gesto de la joven.
Ni María ni Jesús se alteraron ante aquellos cuchicheos. Al contrario: la bellísima hermana de Lázaro -que había adornado las uñas de sus manos y pies con un polvo rojo-amarillento
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- echó atrás su cabeza y pasando las manos sobre la nuca se inclinó sobre los pies del rabí, arrojando por delante su espesa cabellera. Después, sin prisas, fue enjugando con su pelo los pies del Maestro, hasta que quedaron secos y brillantes.
Los comentarios, desgraciadamente, habían ido agriándose. Judas, incluso, con una manifiesta indignación, acudió hasta Andrés -el hermano de Pedro- preguntándole de forma que todos pudieron oírle:
-¿Por qué no se vendió este perfume y se donó el dinero para alimentar a los pobres?... Debes hablar al Maestro para que la reprenda por esta pérdida...
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María, asustada por el cariz que habían tomado los acontecimientos, intentó levantarse, pero Jesús la detuvo. Y poniendo su mano izquierda sobre la cabeza de la joven, se dirigió a los asistentes con voz reposada pero firme:
-¡Dejadle en paz todos vosotros!... ¿por qué le molestáis por esto, si ella ha hecho lo que le salía del corazón? A vosotros, que murmuráis y decís que este ungüento debería haber sido vendido y el dinero dado a los pobres, dejadme deciros que siempre tenéis a los pobres con vosotros para que podáis atenderles en cualquier momento en que os parezca bien... Pero yo no siempre estaré con vosotros. ¡Pronto voy a mi Padre!
A continuación, centrando aquella mirada -a la que no parecía escapar ni el cimbreo de las llamas de las lámparas- en los ojos de Judas Iscariote, arreció, con un timbre mucho más enérgico:
-Esta mujer ha guardado mucho tiempo este ungüento para mi cuerpo en su enterramiento.
Y ahora que le ha parecido bien hacer esta unción como anticipación a mi muerte, no se le debe negar tal satisfacción. Al hacer esto, María os ha reprobado a todos, en cuanto que con este hecho evidencia fe en lo que he dicho sobre mi muerte y la ascensión a mi Padre del cielo. Esta mujer no debe ser condenada por esto que ha hecho esta noche. Más bien os digo que en los tiempos venideros, dondequiera que se predique este evangelio por todo el mundo, lo que ella ha hecho será dicho en memoria suya.
María desapareció del patio y yo me retiré a mi lugar. Lázaro parecía entristecido. Tanto él como Marta sabían que su hermana había ahorrado durante mucho tiempo para comprar aquel costoso perfume: La familia, al contrario de lo que venía observando entre sus propios
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Esa noche, una vez en la casa de Lázaro, María me mostró el recipiente: era, en electo, una especie de jarrita, bellamente trabajada con una capacidad superior a los trescientos gramos. (Algo más grande que una tradicional botella de coca-cola.) Le rogué que me permitiera mojar un pequeño lienzo en los restos del perfume y a los pocos días, en mi obligada entrada en el modulo -con el fin de preparar la segunda fase de mi exploración- los sistemas de a bordo analizaron la esencia, confirmando su origen como una planta herbácea, cultivada en jardines, de la familia de las valerianáceas. Se presentaba (hoy apenas si es trabajada como esencia pura) en fragmentos de raíz, cortos, gruesos, como el dedo meñique y de color gris negruzco. Terminan en un paquete de fibras rojizas de forma de espiga.
Es de olor fuerte y agradable y de sabor amargo y aromático. También es conocido como nardo Indico, del Ganges, Estaquide y Espicanardo. Su densidad era ligeramente superior a la normal. (N. del m.)
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Los israelitas fabricaban este cosmético con la corteza y hojas del arbusto llamado juncia (henna para los árabes).
(N. del m.)
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El contenido del jarrito era de unos trescientos gramos de esencia de nardo índico. Su valor oscilaba alrededor de los trescientos denarios. (Con doscientos se podía dar de comer a unas cinco mil personas.) (N. del m.) 91
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discípulos, si habían entendido el fondo del problema e intuían que aquélla podía ser la última Pascua de Jesús.
Los murmullos decrecieron, pero algunos de los apóstoles siguieron comentando el suceso, moviendo negativamente la cabeza, en señal de desacuerdo con el rabí. Judas Iscariote había caído en un impenetrable silencio. Sus ojos me asustaron. Destilaban un odio sordo y contenido. Saltaba a la vista que había tomado aquellas palabras de Jesús como un reproche personal e, indudablemente, se había sentido ridiculizado ante los demás. En mi opinión, debió ser a raíz de aquel incidente cuando el traidor comenzó a tramar su venganza contra el Galileo.
Dudo mucho que Judas pensase en aquellos momentos en la entrega del Maestro a los miembros del Sanedrín. No tenía sentido, ya que la propia policía del templo había recibido órdenes concretas de apresarle. Sin embargo, su espíritu vengativo vio abierto así un camino para tratar de humillar a Cristo y resarcirse.
Estaba ya próxima la vigilia del domingo cuando algunos de los fariseos, que habían permanecido en un prudente silencio, se dirigieron a Jesús y, prescindiendo de la valiosa naturaleza del perfume, le recriminaron por haber consentido que aquella mujer hubiera violado las sagradas leyes del descanso sabático. Según acerté a entender, una de las normas establecía que una mujer «no podía salir de su casa con una aguja que tuviera agujero (es decir, apta para coser), ni con un anillo que tuviera sello, ni con un gorro en forma de caracol, ni con un frasco de perfume». Si infringía este código, estaba obligada a pagar y ofrecer un sacrificio, en compensación por su pecado.
Jesús observó divertido a los sacerdotes.
-Decidme -les preguntó- ¿de dónde venís?
-De Jerusalén -afirmaron.
-¿Y cómo es posible que condenéis a una mujer que ha caminado menos de un estadio, habiendo recorrido vosotros más de quince?
Recordé entonces que los hebreos hacían una trampa para poder salvar los dos mil codos o un kilómetro, que era el trayecto máximo permitido en sábado. Jesús sabia que, aunque el pueblo sencillo ponía en práctica el
erub,
los «santos» o «separados» presumían públicamente de su extrema pureza, no dudando en cambio en infringir estas leyes cuando estaba en juego una buena comilona.
Los fariseos se revolvieron inquietos. Pero el Cristo no estaba dispuesto a concederles cuartel. La casi totalidad de los 5000 miembros de las comunidades o hermandades de fariseos de Israel eran comerciantes, artesanos o campesinos, carentes de la sólida formación de los escribas y que, en base a sus estrictas normas para con la pureza y el pago del diezmo, se habían elevado por encima de los
ammê ha' -ares
o gran masa del pueblo de Israel. Este engreimiento y dureza de corazón era algo que no soportaba el rabí de Galilea. Y no tardó en proclamarlo en sus propias narices, para regocijo de unos y nerviosismo de otros; en especial de sus más allegados, que temían la ira de los que se autoproclamaban como el «partido del pueblo».
-¡Ay de vosotros, fariseos! -lanzó Jesús valientemente-. Sois como un perro acostado en el pesebre de los bueyes: ni come él, ni deja comer a los bueyes.
-¿Quién eres tú -esgrimieron los representantes de Caifás con aire de suficiencia- para enseñarnos dónde está la Verdad?
-¿Para qué salisteis al campo? -arremetió el Nazareno-. ¿Para ver quizá una caña agitada por el viento?... ¿Para ver a un hombre con vestidos delicados? Vuestros reyes y vuestros grandes personajes -vosotros mismos- os cubrís de vestidos de seda y púrpura, pero yo os digo que no podrán conocer la Verdad...
-Veinticuatro profetas han hablado en Israel y nosotros seguimos su ejemplo...
Los comensales volvieron sus rostros hacia Jesús. Pero el Galileo seguía imperturbable. Su dominio de la situación había crispado los ánimos de los fariseos.