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Authors: J. J. Benitez

Tags: #Novela

Caballo de Troya 1 (16 page)

BOOK: Caballo de Troya 1
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metros por segundo cada segundo. Y aunque estos picos de gradientes en la función velocidad duraron fracciones de segundo, tanto la nave como el grupo de pilotos tuvieron que ser debidamente protegidos. No voy a entrar ahora en los pormenores de dicha aventura, pero sí resumiré, a título puramente descriptivo, algunas de las extraordinarias características de los trajes espaciales, probados por mi compañero y yo y que habían sido diseñados y desarrollados -

en parte- por la Hamilton Standard División de la United Aircraft, en Windson Locks (Connecticut).

Este traje consta de una membrana sumamente compleja que rodea periféricamente el cuerpo del astronauta, sin establecer contacto mecánico alguno con la piel del piloto. Ese espacio que media entre la superficie interna del traje espacial y la epidermis humana está rigurosamente controlado en función del grado de vasodilatación capilar de dicha piel, así como de su transpiración. De este modo, la temperatura corporal mantiene su valor normal, permitiendo al viajero desarrollar su actividad física. Los componentes del medio interno son regulados en función de la información que brindan detectores de la actividad fisiológica de los aparatos respiratorio y circulatorio, así como de la epidermis.

Los equipos de control fisiológico han sido dotados de sondas que verifican casi todas las funciones orgánicas, sin necesidad de introducir dispositivos accesorios en el interior de los tejidos orgánicos. Desde la actividad muscular y la valoración de los niveles de glucosa y ácido láctico hasta el control de la actividad neurocortical, que suministra datos precisos sobre el estado psíquico del sujeto, así como toda la gama de dinamismos biológicos, son registrados y canalizados a través de casi 2,16.106 «túneles» o «redes» informativos. Un computador central las compara con patrones estándar, dictando las respuestas motrices correspondientes. Este traje va provisto, en el rostro del astronauta, de una ampliación -en forma troncocónica- que permite una visión natural o artificial. La base de dicho tronco, abarcable desde el ojo con un ángulo de 130 grados sexagesimales, se encuentra a una distancia de 23

centímetros. Se trata en realidad de una pantalla que permite la visión artificial, en casos concretos del viaje. Va provista en toda su superficie de unos 16 107 centros excitables, capaces de radiar individualmente, y con distintos niveles de intensidad, todo el espectro magnético, entre 3,9 · 1014
ciclos por segundo. La visión binocular se consigue 54

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A las 23 horas y 3 minutos, el computador central accionaba electrónicamente el sistema de inversión axial de las partículas subatómicas de la totalidad de la «cuna», así como de la capa límite de la membrana exterior, empujando los ejes del tiempo de los
swivels
a unos ángulos equivalentes al retroceso deseado: 709 137 días. En otras palabras, al 30 de marzo del año 30.

Décimas de segundo después de la sustitución de nuestro antiguo sistema referencial de tres dimensiones por el nuevo tiempo, y según nos explicaron los hombres de Caballo de Troya a nuestro regreso, una fortísima explosión se dejó sentir sobre la cumbre del monte de los Olivos, con la consiguiente alegría de nuestros compañeros y el desconcierto de los israelitas.

gracias a la disposición prismática de cada núcleo emisor. La excitación de caras opuestas de modo que cualquiera de los ojos no tenga acceso a la imagen o mosaico del otro se consigue por un método muy complejo. Una sonda registra los campos eléctricos generados por los músculos oculares de ambos ojos (auténticos electromiogramas) y el ordenador central del módulo conoce así en cada instante la orientación del eje pupilar. Por otra parte, los prismas excitables que integran la pantalla -de dimensiones microscópicas- están situados en la superficie de una capa de emulsión viscosa que les permite el libre giro. Estos prismas están controlados mecánicamente por medio de un campo magnético doble, de modo que la mitad obedece a una componente horizontal del campo y los restantes, a la transversal. Así, uno y otro grupo orientan sus caras independientemente, al igual que dos persianas orientan sus láminas cuando se tira de las cuerdas que regulan el ángulo para la entrada de la luz. (En este caso, las «cuerdas» serían ambos campos magnéticos y el factor motor, la respuesta del computador central a los micromovimientos musculares del globo ocular.) La percepción binocular ofrece imágenes de relieve normal, de modo que el astronauta cree estar viviendo un mundo real lejos de la envoltura y la masa gelatinosa que lo envuelve en determinados momentos del viaje. En determinadas fases del vuelo, en que la nave se ve obligada a experimentar grandes pendientes en la función velocidad, el interior del módulo se llena previamente de una masa viscosa en estado de gel. Se trata de un compuesto de bajo punto de gelificación, en suspensión hidrosol. Su coagulación en unos casos y regresión ulterior al estado «sol»

coloidal se efectúa gracias a las características del disolvente empleado, puesto que para una temperatura umbral de 24,611 grados centígrados pasa a convertirse en un electrolito de elevada conductividad. Sus propiedades tixotrópicas son nulas, de forma que cualquier efecto dinámico en su seno -agitación, por ejemplo- no provoca su transformación en

«sol». Entre otras funciones, esta jalea viscosa actúa como protector o amortiguador frente a los elevados picos de aceleración que experimenta el módulo en determinadas ocasiones. Una vez desaparecidas estas circunstancias, la masa gelificada es llevada mediante un doble efecto de cambio térmico e ionización controlada al estado de hidrosol, siendo bombeada al exterior de la cabina de mando. (
N
.
del m.
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30 DE MARZO, JUEVES

Fue quizás el instante de mayor tensión. Eliseo y yo, enfundados en nuestros trajes espaciales, percibimos cómo nuestros corazones aceleraban su frecuencia, hasta el umbral de las 150 pulsaciones. El ordenador marcaba las 23 horas, 3 minutos y 22 segundos del jueves, 30 de marzo del año 30. Habíamos «retrocedido» un total de 17 019 289 horas.

Poco a poco recuperamos el control de la frecuencia cardíaca centrándonos en la operación de mantenimiento del estacionario y en la revisión general de los sistemas. Nada parecía haber cambiado. La fuente exterior de luz infrarroja seguía apantallándonos y los altímetros marcaban los primitivos valores: cota de 800 pies sobre el terreno y oscilación nula en el módulo. Durante el proceso infinitesimal de inversión de masa, la pila nuclear SNAP-10A había seguido alimentando el motor principal de turbina a chorro CF 200-2V. Nuestra posición en el espacio, por tanto, no había variado.

Una vez chequeados los circuitos principales, Eliseo y yo efectuamos un primer contacto visual de la zona. Al Oeste de nuestra posición, y a poco más de 1000 pies, divisamos un extenso núcleo luminoso. A pesar de las muchas horas de entrenamiento, la emoción nos dejó sin habla. Los radares confirmaban el perfil de un asentamiento humano, con un sin fin de construcciones de baja estructura y dos edificaciones de superior envergadura: una ubicada en la cara este de la ciudad -mucho más voluminosa-y otra al suroeste. Luego supimos que se trataba del gran complejo del templo y la torre Antonia y el palacio de Herodes, respectivamente. Nuestras suposiciones -a pesar de la cerrada oscuridad- eran correctas: aquellas luces amarillas y parpadeantes correspondían a la ciudad santa de Jerusalén. La totalidad del núcleo urbano aparecía cerrado por una muralla. Un segundo muro, de características muy similares al que constituía el perímetro de la población dividía Jerusalén por su tercio norte, justamente desde la cara oeste del templo a la fachada norte del palacio herodiano.

Al este-sureste de nuestro módulo se apreciaban igualmente otros dos grupos de luces mortecinas, infinitamente más pequeños que el primero y situados prácticamente en la falda del monte sobre el que nos encontrábamos estacionados y que presumíamos como el Olivete.

Los equipos de ondas de 740 milímetros de longitud remitieron unas primeras y confusas imágenes de estos núcleos humanos, no siendo posible confirmar si -como sospechábamos- se trataba de las aldeas de Betania y Betfagé.

Tras aquel primer rastreo de nuestros inmediatos alrededores, mi hermano de exploración y yo ejecutamos la segunda fase del plan: una nueva inversión de masa, con el fin de polarizar los ejes de los
swivels
hasta la hora límite, que nos serviría de auténtico punto de partida para un posterior descenso sobre la cumbre del Olivete. A las 23 horas y 33 minutos, el módulo

«retrocedió» en el tiempo, «apareciendo» 15 horas antes. Aunque el caudal del generador atómico nos hubiera permitido el mantenimiento de la nave en estacionario hasta el amanecer del día siguiente, 31 de enero, los objetivos de la exploración recomendaban esta segunda inclinación de los ángulos del tiempo de los
swivels
hasta alcanzar las 8 horas y 33 minutos del 30 de enero del año 30. Aunque no deseo adelantar acontecimientos, nuestras fuentes informativas previas apuntaban al viernes, 31 de enero, como la fecha en que el Maestro de Galilea entró en Betania, procedente de la vecina ciudad de Jericó, situada a unos 34 kilómetros de la citada población de Betania, donde residía la familia de Lázaro. Si todo discurría con normalidad, yo debería estar allí con una antelación aproximada de veinticuatro horas.

¿Cómo poder describir aquel amanecer del 30 de enero sobre la vertical del monte de los Olivos?

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El sol naciente había apagado las antorchas de Jerusalén, ofreciendo a nuestros atónitos ojos un inmenso racimo de casitas blancas y ocres, apretadas las unas contra las otras y rotas en mil direcciones por quebradas callejuelas. Y destacando sobre aquel mosaico, una formidable fortaleza rectangular, levantada en la cara este de la ciudad. Era el templo erigido por Herodes el Grande, con inmensas columnatas limitando espaciosos patios y atrios. Tal y como había descrito el historiador Flavio Josefo, una brillante cúpula -correspondiente al santuario-resplandecía cual «montaña cubierta de nieve».

De norte a sur, al pie de la muralla este de Jerusalén, divisamos el cauce seco y afilado de una torrentera que identificamos como el Cedrón.

Hacia el este-sureste, ligeramente difuminada por una calina, se perdía en el horizonte la hoya del mar Muerto. Su superficie azul espejeaba tímidamente, resaltando como un milagro sobre las resecas y cenicientas ondulaciones del desierto de Judá. Mucho más al fondo, perdidas en un verdiazul inverosímil, las estribaciones de Moab.

Alborozados, Eliseo y yo descubrimos junto al vértice sur de las murallas de la ciudad santa el diminuto rectángulo de aguas marrones que, según nuestras cartas, tenía que corresponder a la piscina de Siloé. En esa misma dirección, y a escasa distancia de los muros, una ladera moría en el lecho del Cedrón. En ese paraje conocido como la tierra marchita de Hakeldama-debería ocurrir el trágico final de Judas Iscariote.

Y bajo el módulo, un promontorio que se estiraba en paralelo a la gran muralla este de Jerusalén. Se trataba, efectivamente, del monte Olivete, repleto de olivares.

Las primeras inspecciones, mediante sistema de ecosonda, confirmaron la abundancia de un terreno calcáreo en un amplio radio alrededor de Jerusalén. Los equipos de análisis de entornos

-basados en un procedimiento estereográfico muy similar a los rayosX- ratificaron la presencia de vegetación en un cinturón aproximado de 16,650 kilómetros. Toda la franja norte y noroeste de la ciudad presentaba una extraordinaria abundancia de huertos y plantaciones de árboles frutales. Al sur y sureste -especialmente en la masa del Olivete- eran mucho más frecuentes los olivares, destacando aquí y allá alineaciones de viñedos. Estos crecían sobre todo en la colina occidental del valle del Cedrón y, más exactamente, al sur de la explanada del templo.

Como detalle curioso diré que nuestros dispositivos detectaron al suroeste de la ciudad un pequeño núcleo urbano (luego supimos que se trataba de la aldea de Erebinthon), en cuyo entorno crecían amplias plantaciones de garbanzos.

Un camino polvoriento rodeaba la cara oriental del monte de los Olivos, uniendo los poblados de Betfagé y Betania con Jerusalén. Los aledaños de estas aldeas se veían igualmente cuajados de palmeras, higueras y sicomoros. En mitad de aquel espléndido vergel nos llamó la atención la sequedad del citado torrente del Cedrón y, concretamente, un débil hilo de «agua» roja que brotaba al fondo del talud que se derrama bajo las murallas y a escasa distancia del no menos célebre pináculo del templo. (En una de mis incursiones al interior de la ciudad santa tendría la ocasión de desentrañar el misterio de aquel hilo de «agua» roja.) Antes de proceder al descenso definitivo sobre la cumbre del Olivete, mi compañero y yo terminamos las mediciones topográficas. Algunos de estos cálculos, sinceramente, desbordaron nuestra capacidad de asombro.

Las medidas del templo, por ejemplo, eran portentosas.

Aquel rectángulo -que ocupaba algo más de la quinta parte de la superficie de la ciudad-aparecía cerrado por robustas murallas de 150 pies
1
de altura. Su cara norte, conocida como el atrio de los Gentiles, y a cuyo extremo más occidental se hallaba adosada la torre Antonia, media novecientos pies de longitud. Frente al Ohvete, la fachada este del templo -toda ella en mármol blanco- alcanzaba los 1285,5 pies. La muralla occidental era prácticamente de las mismas dimensiones que la anterior y, por último, la cara sur, que cerraba el recinto sagrado y en la que se distinguían desde el módulo dos amplias puertas
2
, arrojó 801 pies de longitud.

En cuanto al templo de Herodes propiamente dicho -que se levantaba en el centro de aquel gran rectángulo- los equipos nos proporcionaron 578,4 pies de longitud por 417,6 pies de anchura.

1
La totalidad de las medidas que ofrece el mayor en su diario pueden convertirse a metros, dividiéndolas por tres.

(N. del t.)

2
Puerta Doble y puerta Triple. (N. del m.)

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La fortaleza o torre Antonia, residencia del representante del César durante las fiestas más sobresalientes de los judíos, se elevaba sobre una cota de 2220 pies sobre el nivel del mar. Era otra soberbia construcción de 450 por 384 pies, flanqueada en sus cuatro esquinas por sendas y poderosas torres de 105 pies de altura cada una.

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