De pronto, al inclinarme para esquivar una de las frondosas ramas, advertí con cierto sobresalto lo llamativo de mi calzado, sospechosamente pulcro como para pertenecer a un andariego e inquieto comerciante extranjero. Sin dudarlo, me senté en una de las raíces de un vetusto olivo y, después de echar una mirada a mi alrededor, agarré varios puñados de aquella tierra ocre y esponjosa, restregándola contra el esparto y las ligaduras.
El inesperado alto en el camino fue registrado en el módulo y Eliseo se interesó por mi seguridad.
-¿Algún problema, Jasón?
A partir de mi salida de la «cuna», aquél iba a ser mi indicativo de guerra. El nombre de
«Jasón» había sido tomado del héroe de los tesalios y beocios, jefe de la famosa expedición de los Argonautas, cantada por el poeta griego Apolonio de Rodas y por el vate épico latino Valerio Flaco. Yo había aceptado tal denominación, aunque era consciente de que jamás había tenido madera de héroe y que mi misión en Caballo de Troya no era precisamente la búsqueda del vellocino de oro, en el que tanto esfuerzo había puesto el bueno de Jasón.
Tras explicar a Eliseo aquel momentáneo contratiempo, reanudé la marcha, atento siempre a mi posible primer encuentro con los habitantes de la zona.
Cuando había caminado algo más de 300 pasos dejé atrás el olivar. Frente a mí se abría una pradera, sombreada por dos corpulentos cedros de casi cuarenta metros de altura.
El corazón me golpeó en el pecho. Bajo aquellos árboles habían sido plantadas cuatro grandes tiendas.
Durante algunos segundos no supe cómo reaccionar. Me quedé quieto. Indeciso. Bajo las lonas oscuras de las tiendas se agitaban numerosos individuos.
Presioné mi oído derecho y Eliseo apareció al instante:
¿Qué hay...? -preguntó mi compañero.
-Primer contacto humano a la vista... Al parecer se trata de mercaderes... Veo algunos rebaños de ovejas junto a varias tiendas.
Eliseo consultó la memoria histórico-documental del ordenador central instalado en la
«cuna» y me trasladó el informe aparecido en pantalla:
-Santa Claus
1
en afirmativo. Según el libro de las Lamentaciones (R.2,5 sobre 2,2 (44ª 2) y
el escrito rabínico Tac anit IV 8,69ª 36 (IV/1,191) en ese extremo de la falda sur del Olivete,
donde te encuentras ahora, se instalaba tradicionalmente un grupo de tiendas en las que se
vendía lo necesario para los sacrificios de purificación en el Templo. Según estos datos, bajo
uno de esos dos cedros deberás encontrar también un mercado de pichones para los sacrificios.
Volumen aproximado: 40 se) ah mensual... Es decir, unas 40 arrobas o 600 kilos de pichones, si
lo prefieres... Santa Claus menciona también un texto de Josefo
(Guerras de los Judíos,
V
12,2/505) en el que se describe un muro edificado por Tito cuando puso cerco a Jerusalén. Este
muro conducía al monte de los Olivos y encerraba la colina hasta la roca llamada «del
palomar». Es muy probable que en los alrededores encuentres palomares excavados en la
roca...
-Recibido. Gracias... Voy hacia ellos.
-Un momento, Jasón
-intervino nuevamente Eliseo-.
Estos informes pueden resultarte
útiles... Santa Claus añade que, según el escrito rabínico
Menahot
(87ª), estos carneros
procedían de Moab; los corderos, del Hebrón, los terneros de Sarón y las palomas de la
Montaña Real o Judea. El ganado vacuno procede de la llanura costera comprendida entre Jaffa
y Lydda. Parte del ganado de carne llega de la Transjordania (posiblemente los carneros).
Idiomas dominantes entre estos mercaderes: arameo, sirio y quizá algo de griego...
-O. K.
-¡Suerte!
1
Así llamábamos familiarmente al ordenador central del módulo. (N. del m.) 61
Caballo de Troya
J. J. Benítez
Conforme fui aproximándome a las tiendas, mi excitación fue en aumento. Aquélla podía ser mi primera oportunidad, no sólo de entablar contacto con los israelitas, sino de practicar mi arameo galilaico o griego.
Al entrar entre las tiendas, un tufo indescriptible -mezcla de ganado lanar, humo y aceite cocinado- a punto estuvo de jugarme una mala pasada. Tres de las tiendas habían sido acondicionadas como apriscos. Bajo las carpas de lona renegrida y remendadas por doquier se apiñaban unos 150 corderos y carneros. En la cuarta tienda se alineaban grandes tinajas con aceite y harina. Al amparo de esta última, un grupo de hombres, con amplias túnicas rojas, azules y blancas formaban corro, sentados sobre sus mantos. A corta distancia, fuera de la sombra de la lona, varias mujeres -casi todas con largas túnicas verdes- se afanaban en torno a una fogata. Junto a ellas, algunos niños semidesnudos y de cabezas rapadas ayudaban en lo que supuse se trataba del almuerzo común. Una olla de grandes dimensiones borboteaba sobre la candela, sujeta por un aro y tres pies de hierro tan hollinientos como la panza de la marmita.
Varias jovencitas, con el rostro cubierto por un velo blanco y sendas diademas sobre la frente, permanecían arrodilladas junto a unas piedras rectangulares. Mecánicamente, cada muchacha tomaba un puñado de grano de un saco situado junto al grupo y lo depositaba sobre la superficie de la piedra, ligeramente cóncava. A continuación asían con ambas manos otra piedra estrecha y procedían a triturar el puñado de trigo. Una de las mujeres hacía pasar la harina por un cedazo con aro de madera, depositando el resultado de la molienda en una especie de lebrillo.
Permanecí algunos minutos absorto con aquel espectáculo. El grupo había reparado ya en mi presencia y, tras intercambiar algunas palabras que no llegué a captar, uno de ellos se puso en pie, dirigiéndose hacia mí.
El mercader -posiblemente uno de los más viejos- señaló a los rebaños y me preguntó si deseaba comprar algún cordero para la próxima Pascua. Al hablar, el hombre mostró una dentadura diezmada por la caries.
Sonreí y en el mismo arameo popular en que me había preguntado le expliqué que no, que era extranjero y que sólo iba de paso hacia Betania. Al percatarse, tanto por mi acento como por ml atuendo, que, en efecto, era un gentil, el hebreo lamentó haberse levantado y, con un mohín de disgusto por la presencia de aquel «impuro» dio media vuelta, incorporándose de nuevo al resto de los vendedores
1
.
Un elemental sentido de la cautela me hizo alejarme del lugar, pendiente abajo, en busca del ansiado camino. Al cruzar frente al segundo cedro -en el que, tal y como había «vaticinado» el computador, había sido plantada una quinta tienda, bajo la que se apilaban numerosas jaulas con palomas- apenas si me detuve. Aunque mi ánimo había recobrado la confianza al comprobar que no había tenido grandes dificultades para entender y hacerme entender por aquel israelita, tampoco deseaba tentar a la suerte.
El sol seguía corriendo hacia poniente, recortando peligrosamente mi tiempo en aquel jueves, 30 de marzo. Debía darme prisa en entrar en Betania. A las 18 horas y 22 minutos, el ocaso pondría punto final a la jornada judía. Para ese momento yo debería tener resuelto mi contacto con la familia de Lázaro.
Apreté el paso y pronto me situé en la cornisa de un pequeño terraplén. Allí terminaba la falda del Olivete. A mis pies, a unos cinco o seis metros, apareció el camino que unía Jerusalén con Jericó, pasando por Betania. Desde mi improvisada atalaya se distinguían grupos de caminantes que iban y venían en uno y otro sentido. Eran, en su mayoría, peregrinos que acudían a la ciudad santa o que salían del recinto amurallado, camino de sus campamentos. A ambos lados de la polvorienta calzada -perdiéndose en el horizonte- se extendía una abigarrada masa de tiendas e improvisados tenderetes.
Me deslicé hasta el camino y comuniqué al módulo mi intención de iniciar la marcha en dirección Este; es decir, en sentido opuesto a Jerusalén.
1
Los gentiles no podían celebrar la tradicional ofrenda de la Pascua judía. (N. del m.) 62
Caballo de Troya
J. J. Benítez
Pronto comprobé que aquellas gentes eran, casi en su totalidad, galileos llegados en sucesivas caravanas y que, de acuerdo con una ancestral costumbre, solían acampar a este lado de la ciudad. La fiesta de la Pascua, una de las más solemnes del año, reunía en Jerusalén a cientos de miles de israelitas, procedentes de las distintas provincias y del extranjero. Aquel año, además, la solemnidad era doblemente importante, al coincidir dicha Pascua en sábado
1
.
El alojamiento en Jerusalén debía ser harto difícil y los peregrinos terminaban por acomodarse en los alrededores.
Entre las tiendas distinguí a decenas de mujeres y niños, ocupados en animadas conversaciones o afanados en el arreglo de sus frágiles pabellones de pieles y telas multicolores. A pesar de no estar obligados a participar en la fiesta, estaba claro que las familias judías acudían en su totalidad hasta la ciudad santa. Y allí permanecían durante los días y noches previos a los sagrados ritos de la ofrenda y de la cena pascual.
Mientras caminaba entre aquella multitud alegre, variopinta y parlanchina empecé a intuir cómo pudo ser -cómo iba a ser- la entrada triunfal de Jesús de Nazaret en las primeras horas de la tarde del domingo en Jerusalén...
Con gran contento por mi parte, ninguno de los acampados o de los peregrinos que se cruzaban conmigo mostraban el menor asombro al verme. Sin embargo, mi inquietud creció al divisar al fondo del camino un grupo de jinetes, perteneciente a la guarnición romana en Jerusalén, que regresaba seguramente a sus acuartelamientos en la fortaleza Antonia. Como medida precautoria, y fingiendo cansancio, me senté al borde del sendero, al pie de una de las tiendas. Instintivamente me llevé la mano al oído y bajando el tono de mi voz comuniqué a Eliseo la proximidad de la patrulla.
Mi hermano, previa consulta al ordenador, me proporcionó algunos datos sobre los soldados: Puede tratarse de una pequeña unidad -una
turmae-
formada por unos treinta y tres jinetes.
La legión con base en Cesarea dispone de 5600 hombres, de los que 120 pertenecen a la caballería. La presencia de una de las cuatro
turmae
en Jerusalén puede significar que Poncio Pilato se ha trasladado ya a su residencia en la torre Antonia para administrar justicia durante la Pascua... ¡Atención! -añadió Eliseo-. Santa Claus especifica que estos jinetes pueden proceder de las tierras germánicas. Su extracción social es muy baja y su comportamiento especialmente agresivo para con los judíos. Cada una de estas unidades está mandada por tres oficiales -decuriones- cabezas de fila.
La advertencia de Santa Claus era acertada. Los jinetes avanzaban al paso, apartando a los descuidados con las afiladas bases de hierro de sus
pilum
o lanzas. En total llegué a contar 33
soldados perfectamente uniformados con oscuras cotas de malla, cascos dorados y relucientes, grebas, largas espadas al cinto y escudos hexagonales, orlados con un borde metálico. La totalidad de los caballeros vestían unos pantalones rojizos, bastante ajustados, y hasta la mitad de la pierna.
Marchaban de tres en fondo, ocupando prácticamente la totalidad del camino. Al pasar a mi altura advertí con asombro que, a excepción de los jefes o decuriones, todos eran muy jóvenes; quizá entre los dieciocho y treinta años. Naturalmente, tampoco podía conceder demasiado crédito a aquella impresión. En el año 30, el promedio de vida podía oscilar alrededor de los cuarenta años...
Cerraba el grupo armado un trío de soldados a lomos de caballos tordos sobre cuyas grupas habían sido amarrados sendos haces de jabalinas, algo más cortas que los
pilum
que portaban en la diestra y que posiblemente superaban los dos metros de longitud.
A pesar de estar viéndolo con mis propios ojos, ¡qué difícil me resultó en aquellas primeras horas hacerme a la idea de que había retrocedido en el tiempo y que lo que verdaderamente tenía a mi alrededor era la Palestina del emperador Tiberio!
1
Según las leyes hebreas, «todos estaban obligados a comparecer delante de Dios, en el templo, a no ser sordo, idiota, menor de edad, hombre de órganos tapados (sexo dudoso), andrógino, mujer, esclavo no emancipado, ciego, tullido, enfermo, anciano o no poder subir a pie hasta la montaña del templo». La escuela de Shammay definía al menor de edad «como aquel que no puede (aún) ponerse a caballo sobre los hombros de su padre para subir a Jerusalén a la montaña del templo». (N. del m.)
63
Caballo de Troya
J. J. Benítez
Cuando me disponía a levantarme y reanudar el camino, sentí la leve presión de una mano en mi hombro. Al volver el rostro me encontré con un niño de tez morena y profundos ojos negros. Vestía una corta túnica de amplias mangas y color indefinible. En su mano izquierda sostenía una escudilla de madera con agua. Sin pronunciar una sola palabra, dibujó una sonrisa y me tendió el oscuro recipiente. Mojé mis labios en el agua y le devolví la vasija, agradeciéndole el gesto.
-¿De dónde vienes? -le pregunté acariciándole su cráneo rapado.
El pequeño se volvió hacia un pequeño grupo de hombres y mujeres que descansaban en el interior de una tienda. Una de las mujeres -posiblemente su madre- le animó con un gesto de su mano para que respondiera.
-Somos de Magdala, señor.
-Eso está cerca del lago, ¿no?
El niño asintió con la cabeza.
-¿Has oído hablar de Jesús el Nazareno?
Antes de que mi joven amigo llegara a responder, uno de los hombres se adelantó hasta nosotros. Aparentaba unos treinta y cinco o cuarenta años. Lucía una abundante barba negra.
Tomó al pequeño por el brazo y preguntó:
-¿Es que eres seguidor del
tekton?
Aquella palabra me dejó confuso.
-Perdóneme, amigo -le respondí-. Soy extranjero y no sé el significado de esa palabra.
El hombre soltó al niño y, cruzando los brazos entre los pliegues de su manto, añadió:
-Nosotros conocimos a su padre como José, el carpintero y herrero. Y así llamamos también a su hijo.
Tentado estuve de unirme a aquella familia de galileos y retrasar mi entrada en Betania.