Empecé a deslizarme por la pared, pero clavé los pies en la moqueta y bloqueé las rodillas. No podía derrumbarme. Si lo hacía, probablemente no volvería a levantarme nunca más. Entonces observé, petrificada, cómo se peleaban entre ellos. Kisten no era tan rápido, pero sí terriblemente fiero. Las peleas de bar le habían proporcionado diversas técnicas de lucha que hacían que siguiera moviéndose y levantándose cada vez que el otro vampiro le golpeaba con fuerza suficiente para romperle los huesos a cualquiera. Cada directo y cada gancho hacían un daño que el virus vampírico reparaba de inmediato.
—Sal de aquí, Rachel —me ordenó Kisten con calma cuando finalmente consiguió arrinconar a su rival.
Llorando, desoí su mandato y me dirigí hacia mi bolso. Tenía algunos hechizos en su interior. Mi aturdida mano revolvió en busca de algo que pudiera salvar a Kisten y también a mí misma. Al ver lo que estaba haciendo, nuestro agresor logró zafarse y se lanzó sobre mí. Aterrorizada, solté el bolso. Tenía en la mano la botella de seda de araña que había utilizado para pegar a Jenks al espejo del baño y que no me siguiera.
Agachándome para esquivar al vampiro, lo rocié con la poción. El hombre gritó consternado cuando le di de lleno en los ojos, pero volvía a encontrarse entre la puerta y yo. Intenté sortearlo, pero él estiró el brazo y me lanzó contra el tocador. Mi estómago aterrizó justo sobre una esquina del mueble, y el impulso hizo que diera con la cabeza en el espejo. Con el corazón latiendo con una fuerza inusitada, miré y me quedé de piedra cuando descubrí a Kisten entre las garras del otro vampiro, con su brazo alrededor del cuello, demostrándome que podía rompérselo en cualquier momento.
—Ven aquí o morirá de nuevo —me dijo el vampiro, y yo, obedientemente, di un paso hacia delante. A Kisten solo le quedaba una vida.
Los ojos de mi amado estaban abiertos de par en par.
—Tú me amas —dijo, y yo asentí con la cabeza, enjugándome las lágrimas para poder ver.
El vampiro sonrió, con su largo rostro y sus dientes puntiagudos, mientras atraía a Kisten con más fuerza, como a un amante.
—Habría sido tan divertido gozar de tus últimas gotas de sangre —le dijo al oído, acariciando con los labios el pelo que en otro tiempo yo solía acariciar—. Lo único que hubiera podido divertirme aún más habría sido tomar la de la puta de Ivy, pero no puedo tenerla —gruñó, tirando de Kisten de manera que, por un instante, tuvo que ponerse de puntillas—. Es la jodida reina de Piscary, pero esto le va a doler. Le debo un poco de sufrimiento por los años que pasé en prisión, viviendo de desperdicios y de sombras desechadas que le entregan su sangre a cualquiera. Matarte es un buen comienzo. Convertir a su compañera de piso en una marioneta es mejor aún, y cuando se haya convertido en una puta quejumbrosa sin alma y con los ojos muertos, me dedicaré a su hermana y después a todos los que haya amado alguna vez.
Kisten pareció asustado, y la emoción consiguió traspasar la muerte donde el amor no había podido.
—Deja en paz a Ivy —le exigió.
Los labios de su asesino acariciaron el pelo de Kisten.
—Eres demasiado joven. Yo también recuerdo haber amado a alguien, pero todos murieron, y lo único que me queda ahora es la pureza de la nada. ¡Dios! ¡Pero si todavía estás caliente!
Kisten se me quedó mirando y desde un lugar desconocido brotaron nuevas lágrimas.
Estábamos todos perdidos, sin remisión. Las cosas no debían acabar de aquel modo.
—Entonces toma mi sangre en lugar de la suya —sentenció Kisten, y el otro vampiro soltó una carcajada.
—De acuerdo —respondió con sarcasmo, y alejó a Kisten de un empujón, como el veneno que su sangre era ahora para él.
Kisten recuperó la compostura.
—No —dijo quedamente, en una voz que solo había escuchado de su boca en otra ocasión, en una noche fría y nevada cuando había derrotado a seis brujos negros—. Insisto.
A continuación se abalanzó sobre el vampiro y este tropezó, con los brazos en alto y casi indefenso por lo repentino del ataque. Los colmillos de Kisten brillaron brevemente, todavía cortos para un no muerto, pero de una longitud suficiente.
—¡No! —gritó el vampiro, y los dientes de Kisten penetraron en su piel. Me quedé mirando fijamente, con la espalda pegada a las amplias ventanas, mientras el asesino de mi amado le sujetaba la mandíbula con la mano. Entonces escuché un nauseabundo crujido y Kisten se derrumbó.
Cayó al suelo y empezó a sufrir convulsiones incluso antes de tocar la moqueta. El otro vampiro se llevó las manos al cuello y al estómago mientras se dirigía tambaleándose hacia la puerta. Segundos después lo escuché desplomarse, huyendo mientras vomitaba. El barco se balanceó y oí el ruido del agua al salpicar.
—¡Kisten! —exclamé, y me arrodillé junto a él, sujeté su cabeza y la puse en mi regazo. Las convulsiones se hicieron menos intensas, y le limpié la cara con las manos. Tenía la boca manchada de sangre, pero no era la suya, sino la de su asesino, y ahora los dos morirían. Nada podía salvarlo. Los no muertos no podían alimentarse los unos de los otros. El virus se atacaba a sí mismo y acabaría con la vida de ambos.
—¡Kisten, no! —sollocé—. ¡No me hagas esto! ¡Kisten, querido idiota! ¡Mírame!
Sus ojos se abrieron y yo me quedé mirando, sin aliento, la hermosa profundidad de sus ojos azules. La sombra de la muerte temblaba en ellos, despejándolos. De pronto sentí un nudo en el centro del pecho al percibir en él un momento de lucidez, mientras se aproximaba titubeante a su auténtica muerte, la definitiva.
—No llores —dijo, acariciándome la mejilla mientras alzaba la vista. Se trataba de Kisten, de él mismo, y recordaba por qué había amado—. Lo siento. Voy a morir, como también lo hará ese maldito cabrón si he conseguido inocularle suficiente saliva en su torrente sanguíneo. Ya no podrá haceros daño, ni a ti ni a Ivy.
Ivy
. Aquello iba a destrozarla.
—Kisten, por favor, no me dejes —le supliqué manchando sus mejillas con mis lágrimas. Su mano cayó desde mi pómulo y yo la agarré y la apreté contra mí.
—Me alegro de que estés aquí —dijo, cerrando los ojos mientras inspiraba—. No pretendía hacerte llorar.
—Deberías haberte marchado conmigo, tontorrón —sollocé. Su piel estaba caliente al tacto, y tuvo otra convulsión mientras se llenaba los pulmones de aire con un ruido áspero. No podía detenerlo. Estaba muriendo en mis brazos y no podía detenerlo.
—Sí —respondió en un susurro, mientras su dedo temblaba en contacto con mi barbilla, donde yo la sujetaba—. Lo siento.
—Kisten, por favor, no me dejes —le imploré, y sus ojos se abrieron.
—Tengo frío —dijo, mientras el miedo crecía en sus ojos azules.
Lo así con más fuerza.
—Estoy aquí contigo. Todo va a salir bien.
—Dile a Ivy… —dijo con un estertor, aferrándose a sí mismo—. Dile a Ivy que no ha sido culpa suya. Y dile que, al final… recuerdas el amor. No creo… en absoluto… que perdamos nuestras almas. Creo que Dios nos las guarda hasta que… volvamos a casa. Te quiero, Rachel.
—Yo también te quiero, Kisten —sollocé, y mientras los miraba, sus ojos, que memorizaban mi rostro, se volvieron de color plateado. Entonces murió.
En aquel momento, provenientes de algún lugar impreciso, llegaron a mis oídos las voces de Mia y Holly, cada una de ellas aullando la misma canción de rabia, frustración y pérdida, aunque con distinta letra, mientras la suave cadencia del agente de la AFI informando a Mia de los cargos que se le imputaban servía como música de fondo. Mis ojos se abrieron y necesité unos segundos para enfocar las diferentes luces que se paseaban por los horribles techos y paredes. Asimismo, las radios de los agentes no paraban de emitir un incesante y molesto parloteo que retumbaba en las paredes y que hacía que la diatriba de Mia y los quejidos de Holly parecieran lejanos lamentos.
Me erguí como un resorte y me mareé; me aferré a la manta de la AFI que me envolvía. Había gente por todas partes, ignorándome, agitando las linternas arriba y abajo en dirección al túnel y apuntando a Mia con sus armas mientras le leían sus derechos. Los agentes encargados de llevársela de allí pertenecían a la SI; Ford se encontraba al otro lado de la habitación con Holly. La niña no estaba precisamente contenta, pero Ford la sostenía en sus brazos sin recibir ningún daño por ello. Por la expresión de su cara, era evidente que se sentía mortificado por contribuir a la separación de una madre y su hija, pero gracias al hecho de que fuera capaz de tocar a la niña, la Walker no se la quedaría.
Junto a mí, sobre el frío suelo de cemento, estaba mi pistola de pintura, como si fuera una especie de ofrenda. Al verla, abrí mucho los ojos, y una segunda oleada de vértigo se apoderó de mí al recordar. ¡
Oh, Dios
! ¡
Kisten está muerto
!
Noté que la bilis me subía por el esófago y empecé a sentir arcadas. Intenté levantarme pero no lo conseguí, pues estaba demasiado mareada para ponerme a gatas tras haber rodado sobre mí misma con intención de incorporarme. Nadie pareció darse cuenta de lo que me sucedía, fascinados como estaban por las amenazas y los forcejeos de Mia mientras la subían a rastras por las escaleras como a una gata salvaje mojada, con cuatro vampiros no muertos tirando de la correa con la que la habían reducido, dos delante y dos detrás, para que no pudiera tocar a nadie. Su política de ignorarla había cambiado después de que la AFI les obligara a intervenir.
Observando el mugriento suelo a través de mi pelo revuelto, me esforcé por respirar para recuperar el recuerdo de la muerte de Kisten, pero resultaba tan doloroso como si me estuvieran atravesando el alma con un cuchillo. ¡
Mierda
! ¡
Lo que me faltaba
! ¡
Echarme a llorar
! Entonces me miré la mano, como si deseara verla hinchada y llena de rasguños, pero en ella solo estaba el corte de Al.
—¡Holly! —gimió Mia, como si diera voz a mi desconsuelo, y la miré a través de mis desmadejados mechones, impactada por el miedo que transmitía aquella mujer. Estábamos pasando todos una fabulosa velada de Año Nuevo.
Las palabras de Ford se elevaron por encima del suave llanto de Holly, calmando los forcejeos de la banshee.
—Su hija es un encanto, señora Harbor —dijo, conteniendo con facilidad los esfuerzos de la niña por liberarse, y los vampiros que tiraban de ella hicieron una pausa—. La protegeré con mi vida si es necesario.
—¡Es mi hija! —gritó Mia, cuyo desconsuelo había hecho que pasara de ser una loca furiosa a una madre que veía cómo se llevaban a su bebé, y rompió a llorar de nuevo, pero en esta ocasión por Holly.
—Sí, es su hija —dijo Ford con calma—. Yo me ocuparé de su tutela temporal, y no tengo ninguna intención de volverla en su contra. Ella es… mi cordura, Mia. Consigue acallar las emociones que me hacen daño. Estando conmigo no le faltará jamás alimento, y no pienso condicionarla para que te rechace como habría hecho la Walker.
El rostro de Mia estaba desfigurado por el miedo, pero en el fondo se veía un atisbo de esperanza.
—¿No le daréis a mi hija?
Ford se colocó a Holly de modo que estuviera en una posición más cómoda.
—Jamás. Ya se ha puesto en marcha el papeleo para concluir lo antes posible. A menos que la Walker pueda probar que está emparentada con Holly, no tiene nada que hacer, independientemente de que sea una banshee. Yo tendré la custodia de Holly hasta que puedas volver a ejercer de madre, y te la llevaré para que la veas siempre que quieras. Y a Remus, si me dejan. Mientras yo esté vivo, esa mujer no le pondrá las manos encima.
—¿Holly? —dijo Mia con voz temblorosa, en un tono del que solo se desprendía amor, y la niña se volvió con su pálido rostro enrojecido por las lágrimas. Ford se aproximó a ella y madre e hija se tocaron por última vez. Las lágrimas surcaban las mejillas de Mia, y se las enjugó, sorprendida de que estuvieran húmedas—. Mi hija —susurró segundos antes de retirar la mano, cuando los vampiros que sujetaban las correas le dieron un tirón.
Ford retrocedió hasta detrás de la protección de los agentes armados de la AFI.
—No será para siempre —dijo—. Mataste gente para hacer tu vida más sencilla, cumpliendo tu labor de encontrar suficientes emociones para criar a tu hija de la manera más sencilla en lugar del duro trabajo que debería ser. Si vives en sociedad, tienes que atenerte a sus reglas. Esas mismas reglas te pondrán en libertad si estás dispuesta a respetarlas. En este preciso momento, Holly está a salvo. No conseguirás arrebatármela sin matarme a mí o a aquellos que te observan. Si me matas, la próxima vez que te cojan, Holly acabará con la Walker, y te aseguro que te cogerán. Somos muchos, y sabemos cómo y dónde buscar.
Mia asintió con la cabeza y miró atrás solo una vez mientras se dirigía hacia las escaleras, rodeada por los cuatro agentes de la SI. Tenía los ojos negros con lágrimas que se volvieron plateadas cuando empezó a llorar por sí misma.
La tensión de la sala descendió de golpe y yo me moví para sentarme con la espalda apoyada contra la pared. Con un movimiento cargado de rabia, flexioné las piernas y, sin importarme lo que pensaran los demás, apoyé la cabeza sobre las rodillas y rompí a llorar, sintiendo el tacto áspero de la lana de mi abrigo sobre mi mejilla llena de arañazos.
Kisten
. Había muerto para salvarme. Se había sacrificado para que yo pudiera seguir con vida.
—Rachel.
En ese momento escuché el ruido de unos zapatos. Con la cabeza gacha y el pelo tapándome la visión, aparté de un empujón a quienquiera que fuese, pero regresó de inmediato. Unos delgados dedos masculinos aterrizaron en mi hombro, agarrándolo brevemente, y retirándose de nuevo. Alguien que olía a galletas y a loción de afeitado se agachó y tomó asiento junto a mí con la espalda apoyada en la pared. Entonces percibí el suave lloriqueo de Holly y supuse que se trataba de Ford. Limpiándome la nariz con la manta azul, miré de reojo. Ford no dijo nada y siguió mirando a la gente de la AFI, que había empezado a recoger sus cosas y a marcharse. La función había terminado, aparentemente, y yo me había despertado justo a tiempo para presenciar el último acto.
Ford suspiró cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando y, asegurándose de que Holly no me tocara, metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo y sacó un paquete de toallitas húmedas. Yo me sorbí la nariz ruidosamente mientras él sacaba una y me la entregaba.